Espejo para ciegos. Bruno Nero
Un breve jadeo le dio tiempo a Leticia para buscar con la mirada más adelante. Nada. Ningún rastro de los Bonpiani, aunque sí de galantes parejas que iban encauzando su andar como en una suntuosa procesión.
—O bien puede ser porque esta sea realmente una obra digna de ver —retomó su abuela—. Algo mencionó acerca de lo vanguardista y entretenida de la misma. El dramaturgo es un genio loco a su manera. Me ha dicho que es ciego.
Como suele ocurrir a la edad de la nieta frente a la mención de algún tipo de discapacidad, la imaginación de Leticia se excitó en el intento de comprender una vejación semejante.
—¿Ciego, ciego? —preguntó.
—¿Qué quieres decir? ¿Que si es ciego de los dos ojos? Tamaña estupidez. Cierto que sí, pues un ojo velado no hace de la persona un ciego, sino un tuerto, porque le queda el otro.
La abuela rio, pero Leticia se turbó, frustrada.
—Vamos, polluelo, no te enojes. Me ha hecho gracia la pregunta. No sé más que eso, pero quizá tengamos ocasión de verle y podrás contestar tus dudas. ¿Te parece bien?
La muchacha apenas batió el flequillo en señal de asentimiento.
Tras doblar la esquina de Riobamba con la Avenida Santa Fe notaron una muchedumbre que se agolpaba a las afueras del teatro, algunos fumando o tomando algo de aire en aquella húmeda tarde de primavera. Mientras abuela y nieta se acercaban, una mujer regordeta les hizo señas desde la acera opuesta. Cuando cruzaron la Avenida Santa Fe, la mujer de los saludos les bloqueó el paso y se inclinó para tomar la mejilla de la niña.
—¡Habéis llegado justo a tiempo! Están por hacernos pasar para acomodar al público.
La excitación de su rostro contagió tanto a la abuela como a la nieta. Esta última alzó su mirada por la fachada del altísimo edificio y sintió algo de mareo con el cuello flexionado hacia atrás. ¡Le asustó descubrir hombres sosteniendo los balcones de la tercera planta! Pero no podían ser de carne y hueso… Apenas tuvo un momento para reconocer que eran fornidas esculturas forzando sus torsos para aguantar el peso con sus nucas antes de que la marquesina —más bien propia de un lujoso hotel— los ocultase. Al bajar la vista, los ojos de Leticia se encontraron de frente con un cartel que casi le obstruye el paso.
—¡Espabílate, polluelo!
Pero la atención de la muchacha quedó prendada del pomposo anuncio en letras doradas.
Dolores las invitó a entrar al vestíbulo. Una zona cuadrada advertía de las tonalidades que ofrecería el teatro. Cualquiera esperaría encontrar una vitrina con huevos Fabergé a la venta, por dar alguna idea. O un templo a la chocolatería. Acaso un mejor intento: sepias doradas en arquitecturas de lámparas a su vez doradas, barandas de acero negro con curvas naturales, espacios amplios y airosos. El cuadrilátero del vestíbulo se coronaba por unas sutiles escaleras contrarias a la puerta de entrada. Sobre aquella nueva plataforma rectangular, Leticia volvió a subir la cabeza por lo que parecía un enorme respiradero circular que ascendía hasta la segunda planta. En cada una de las plantas superiores podía ver personas charlando apoyadas junto a las barandas negras. Las vetas del mármol con que se irguieron los pilares junto a los que hubieron de pasar, justo a la altura de las boleterías —una a cada lado de ese espacio rectangular—, eran como lava derretida y tallada. Leticia se vio forzada a tocarlas.
—¡Dame la mano, polluelo! Hay muchas personas aquí.
Pronto estuvieron rodeadas por personalidades del mundo artístico que, como ellas, acudían gustosas a la fastuosidad del teatro Grand Splendid. Prácticamente todos estaban agolpados a las puertas de la sala. Los acomodadores ya empezaban a hacer de las suyas. Por más que buscara, Leticia no daba con los Bonpiani. ¿Y si habían subido por alguna de las escaleras que, disimuladas una a cada costado, conectaban con las plantas superiores, a donde acudían los boletos más costosos?
Dolores se les había adelantado y se había perdido entre aquella reducida muchedumbre. Leticia capturó frases sueltas que aventuraban el estreno de una obra como ninguna otra, acaso un nuevo estilo para los tablones. Hubo quien afirmó que la obra en cuestión aventajaba incluso a cualquier concepción francesa o inglesa. Otro repetía hasta el cansancio la genialidad del director, quien había practicado las líneas con los actores personalmente y que nunca había reunido a todo el elenco para un ensayo general, de suerte que entre ellos apenas se conocían.
—Aquello puede resultar un fiasco, de ser cierto.
—Dependerá, por supuesto, de lo que Simeoni quiera lograr.
—Dicen por ahí que desde su ceguera va delirando y esta, en vez de ser su opus magnum, terminará siendo una parodia cómica del drama sincero.
—Con Simeoni nunca se sabe…
Leticia se sintió abrumada por la variedad de comentarios. Al fin y al cabo, ella era una niña de nueve años que nada comprendía del teatro, salvo que actores representaban una historia cualquiera con exagerados aspavientos y diálogos innecesariamente extensos y gritones. Sea como fuera, ya estaban allí y su abuela no daría marcha atrás por nada del mundo.
¿Era Dolores la que se abanicaba allá arriba?
¡Maldición! La pequeña le había visto. Aun así, no cesaría en su intento por ascender junto a la crème de la crème. Había sido demasiado. ¡El mismísimo señor Glücksmann estaba allí! Sería una estupidez dejar pasar la oportunidad de saludarle y halagarle. Quién sabía si acaso así conseguiría entradas reducidas o, por qué no, incluso sin costo alguno. Debía mostrarse encantadora como siempre y dárselas de entendida en cualquier materia.
El abanico le servía para disimular la avidez de sus ojos buscando entre los rostros. Tuvo que usarlo también para ocultar su rostro de Rebeca, la esposa del doctor Facundo Marciano, quien la hubiera hostigado a más no poder con sus opiniones culinarias.
Vio las puntiagudas orejas de un hombre que le daba la espalda. El mentado mantenía una apartada conversación con un tipo más bajo que él y —¿podía ser?— de gafas negras, como las usadas por los aviadores. ¿En un ambiente cerrado? Se sumió en una profunda extrañeza antes de reparar en que las puntiagudas orejas pertenecían a su objetivo. ¡Max Glücksmann estaba a menos de cinco metros de distancia! La paciencia había valido el esfuerzo y ahora podía cobrar con mérito la presa de su acecho. Se acercó un par de pasos; no quería importunar en el peor instante, sobre todo cuando él tenía la palabra.
—…abrir otra sala de cine en Chile —decía—. El tango aquí está muy bien, pero en el resto de Sudamérica no se goza lo mismo que aquí. El cine mudo, en cambio, es algo universal. Las proyecciones pueden ser vistas en todo el mundo de manera simultánea, o casi. En otras palabras, un mismo elenco logra ser reproducido incontables veces sin desgastarse y puede enfocarse en nuevas producciones, mientras que cada representación…
—Diga todo lo que quiera, amigo mío, pero no me hará cambiar de parecer —cortó mordaz su interlocutor—. ¿Separar al auditorio del elenco para inventar emociones de ficción? ¿Decidir de manera premeditada la reacción del público? Y para los actores, ¿cómo sabrán mantener el ritmo? ¿Cómo sabrán cuál es la respuesta de la audiencia? Le digo que está muy bien y la gente vulgar que no conoce el teatro puede acudir como las abejas a encuevarse en un panal, pero no después de haber visto el brillo de sudor en la frente del actor, fundido en uno con su papel. ¿Alguien le espera, Max?
El hombrecillo de las gafas había terminado de hablar abruptamente.
—No que yo sepa, aunque aquí siempre parece haber alguien pronto para distraerle a uno. Aprovechemos para ir al palco de inmediato y no vernos interrumpidos. ¿Llega su compañía?
—Llegará, pero no debemos esperarle.
—Esto… De acuerdo —concedió el hombre de las orejas puntiagudas, extrañado.
Max Glücksmann, el prestigioso hombre de negocios,