Espejo para ciegos. Bruno Nero
apoyarlo sobre su diminuta nariz—. Podríamos usar las máscaras también aquí, tras bambalinas, como si el público pudiese filtrarse por los recovecos traseros del escenario y pudiese espiar todo cuanto hacemos. ¡Soy Colombina también aquí, viejo Pantaleón, hermosa y virginal y el deseo de Arlequín y tuyo también y por qué no de otras máscaras! Estrujaremos esta ridiculez, amor mío, y disfrutaremos con ello.
—Exageras, Mona…
—¡Colombina! ¡Soy Colombina! ¿Tendré apellido? Eso es algo que no estaba en el libreto y que no pregunté. ¿Qué me gustaría? ¿Qué me gustaría? ¿Algo italiano, francés o danés? Déjame pensar. A veces caminar me hace pensar con mayor facilidad. —Se incorporó de un ágil salto y se adelantó con la liviandad de una chiquilla—. Debe ser algo ampuloso, mas no rebuscado. Colombina me gusta porque es sutil y entraña ternura. ¿Y el resto? Tres nombres, porque quiero ser noble, claro está. Me pregunto si tendré ocasión de proclamar mis nombres en escena. Algo se me ocurre; sí, sí, me gusta. ¡Ay, es magnífico! ¡Ya sé! ¡Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania! Así me llamaré.
—Si insistes, pero no pretendas que recuerde más allá de Colombina. ¿Acaso te agrada a tal punto el papel? —Se oye un champañazo. Voces como de fiesta se elevan por sobre los sonidos de fondo—. Por mientras, la escena avanza. Se lleva a cabo el Carnaval de la Serenísima República. Anno domini desconocido, pero he leído que hay más sablazos que pólvora y eso es ineludible pasado, acaso Casanova. Por eso tanto disfraz y caretas. ¡Como si fuese necesario! Da igual que hablemos fuerte; en escena es todo jolgorio y griterío. ¡Las luces brillan en los canales que parecerán estrellas infladas y a punto de reventar! Uno de los nuestros debería estar cantando, mas no se oye canto. Otros deberían emprender jugarretas y salir indemnes. ¿Sabías que estaba permitido hacer prácticamente cualquier cosa siempre y cuando la correría fuese provocada por un enmascarado?
—Pues no lo sabía.
Pantaleón se giró raudamente en su eterno ir y venir, como si de verdad hubiese visto el paso de un conejo y quisiese apresarlo. Por lo demás, no parecía estar atento a lo que dijese Colombina, quien intentaba interponerse en su andar.
—Muchos creen que es por belleza o por algún tipo de alegoría.
—¿Qué cosa, querido?
—Las máscaras. Te digo que las creen mero arte, pero fueron necesarias para los pillos y los cortejos más inverosímiles.
—¡A mí me parecen bellísimas! Yo saldría al Carnaval solo para contemplar las invenciones en los demás. Me cuesta imaginar lo que están haciendo al otro lado. ¿Qué ocurre en la primera escena? He leído únicamente mis líneas.
Aquello había logrado detener las idas y venidas de Pantaleón, paralizándolo por completo.
—¡Cuánto profesionalismo! —vociferó con sorna girándose sobre sus talones, prácticamente pegados el uno al otro—. Seguro que el dire estará feliz con una novata como tú. Llegar y leer solo tus líneas… Ni siquiera en mis inicios hubiera corrido tal riesgo. ¡Es impensable!
—No te enfades, Pantaleón. Aquí estoy y seguiré aquí hasta el final, por lo que puedes ahorrarte tu rabieta. ¿Y bien?
—¿La primera escena? Ah, la primera escena, que debería ser la embriagadora pomada que adormezca a la audiencia y la eleve a la ensoñación a la que han acudido y por la que han pagado una butaca. ¡Pensar que hay quienes han pagado por esto! Pero la primera escena es un cliché, en mi opinión. Lo típico, a decir verdad. No va más allá de un misterioso intercambio de miradas entre una Julieta y un Romeo venidos a menos. Ella es visiblemente mayor que él, por más empolvado que lleve el rostro. Les da en pleno corazón el flechazo de Cupido. Sin riesgos. Luego, porque no hay otra opción, un acercamiento frustrado, porque él va con sus amigos y ella se instala tras dos primas hermanas que cuchichean incesantemente y así la protegen. ¿De qué la protegen si él es noble y ella también? Del candor, de la excitación o de algún hechizo, porque no se sabe si hay algo concreto que prohíba un enamoramiento así. Tal como te digo, nada que escape a un buen cliché teatral. ¡Ninguna novedad!
—Me huele a una obra romántica.
—¡Eso es, Mona! —alabó el hombre-pavo a la mujer alzando los antebrazos y volviendo prestamente a su búsqueda de conejos u otras alimañas—. Colombina, quiero decir. Una obra romántica más, sin brillo alguno, limitada a repetir odas amorosas, a burlar malentendidos, a asestar tajos a los enemigos y otras cosas por el estilo. ¡Es la muerte de nuestro arte, querida! Es el fin de nuestros días, por suerte yo ya he alcanzado la cúspide. Para ti no sé si habrá esperanzas. Después no habrá más trabajo para quien quiera innovar y alcanzar nuevos límites.
—Ya, ya, déjate de cháchara —cortó Colombina poniendo los brazos en jarras—. ¿Y el final?
—¿Quieres que te suelte el final, así sin más? ¿Tampoco te has dignado leer el final? Egoísmo expositivo es de lo que sufres, o así debería llamarse. ¡Y tener que trabajar contigo!
—Dime, al menos, si alguien muere.
—¡Está claro que tú no! Si hay alguien que merece morir es ese engreído que nos ha puesto aquí, haciéndonos quedar ridiculizados. ¡Somos el hazmerreír de un teatro repleto! ¡Quinientas butacas, ni más ni menos! —Los brazos se habían alzado exasperados para caer con brusquedad con el repiqueteo de metales distantes—. Oye, son sablazos. Significa que nuestra escena ya está pronta.
Llegaba amortiguado el metálico entrechocar de filos. Colombina asintió enterada del ruido. De improviso salió corriendo un nuevo personaje, el cual se asemejaba a un payaso. Aparecía del extremo en donde se arrumbaban los objetos desordenados, saltando sobre un baúl con gran destreza.
—¡Estáis aquí! Qué bien. Aprontaos, pues os toca.
—A tus órdenes, Arlequín —bromeó Colombina.
—¿Me tomas el pelo? —preguntó el recién llegado, plantándose entre Colombina y Pantaleón. Ahora se podía apreciar su atuendo, que no eran más que rombos y triángulos y rectángulos remendados. Llevaba una daga al cinto. Su máscara cubría una porción más que la del viejo Pantaleón. La frente estaba marcada por protuberancias que acababan justo encima de los agujeros para los ojos.
—Le ha dado por divertirse con nuestros personajes durante la obra —terció Pantaleón, mesándose la barba de chivo sin apartar el codo de las costillas.
—Oh, ya veo. Muy gracioso, Colombina.
—Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania.
—Puede que me termine acostumbrando… Por lo tanto, ¿Pantaleón…?
—A secas.
—Pantaleón Hacecas. ¡Eso es fácil de recordar!
Una débil risa brotó del público. Giacomo Bonpiani se aburría terriblemente y no lograba entender la gracia que lograba la simpatía de los espectadores. Descubrió que llevaba más tiempo observando los palcos y la platea en busca de papadas que se asemejasen a ranas o peinados estrambóticos que le resultasen irrisorios que ocupándose de lo que sucedía en el escenario. Arriba, a la derecha, en el palco de la segunda planta, poco antes del techo y el dibujo de la cúpula que le había hecho doler el cuello de tanto mirar (porque su madre aseveró que él se parecía a uno de los querubines alados de la izquierda), vio algo que despertó toda su curiosidad. Había un señor con gafas de sol. Bien vistas eran antiparras, pues eran redondas y diríase que le cubrían los costados hasta las sienes, aunque era difícil de ver por la distancia. ¿Quién necesitaría gafas en aquel ambiente?
Junto al hombre de las gafas reconoció a ese otro que les había valido tantos codazos a sus padres. «Max Glücksmann, Max Glücksmann». Su padre, Domenico Bonpiani, no había perdido la ocasión de saludarle en el vestíbulo, antes del comienzo de la obra, como si fuese una eminencia en los altos círculos bonaerenses. Tanto su madre como su padre estaban prendidos de la obra y el hombrecillo