Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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pido que me ayudes con paciencia, por favor.

      Sin razón para oponerse, Julia le toma una frágil mano llena de venitas azules y pronunciadas, amén de los capilares rotos y las manchas. El apergaminado rostro salpicado de puntos negros le queda a un palmo del rostro. Es su trabajo estar junto a ella.

      —Con una condición —dice con la risa a flor de piel.

      A la señora le divierte aquello con repentina franqueza.

      —¿Cuál sería?

      —¡Que antes nos tomemos un bendito café!

      La faz de su señora se ensombrece durante un momento.

      —De acuerdo, niña, pero no aquí.

      Por el rabillo del ojo ve cómo Adolfo suspira, sabiendo que podría continuar tranquilo acurrucado en su sillón sin ser importunado otra vez. Toma las manillas de la silla de ruedas y tira de ellas sirviéndose más del cuerpo que de los brazos.

      —¿A dónde me llevas?

      —Afuera, claro.

      —¡Alto, alto! ¿Qué haces, niña? No podemos irnos.

      Julia suelta la silla de ruedas y pone los brazos en jarras. Rodea la silla móvil y se acuclilla frente al regazo de la anciana.

      —Entonces no comprendo nada de nada.

      —Ve tú por el café. No he dicho que yo quiera uno. Vete y déjame aquí un instante, pensando, que es lo que tanto necesito ahora.

      Julia quiere zarandear a la señora por los hombros hasta que logre serle sincera, pero se contiene mordiéndose el labio.

      —Está bien, la dejo aquí. Voy y vuelvo, ¿eh? —Cambia de parecer en último instante—. Antes de todo, quiero que me diga por qué repele el escenario.

      —Lo siento, niña. No he sido del todo transparente. —La tristeza reina en la faz de la señora. Retoma su postura decaída y cabizbaja—. Me gustaría no tener que decírtelo jamás… ¿Ves? Yo puedo usar estas palabras. Puedo decir “nunca” o “jamás”, porque ambas están a la vuelta de la esquina y puedo cumplirlas, mientras que tú distas de ellas… Preferiría no tener que decírtelo. Es más, ¡no tengo por qué hacerlo! Créeme que lo hago por tu propio bien, niña.

      —Nadie podría comprenderla.

      La anciana suspira, abatida. Confía en que es más seguro refugiarse en la resignación y aplacar la ira del recuerdo con la negligencia del olvido.

      Cuando Julia se gira en dirección a la cafetería instalada sobre el escenario, oye una quejumbrosa frase pronunciada con timidez a sus espaldas, como si la ciega se arrepintiese en último momento de ocultarle sus motivos.

      —Sobre aquel escenario ocurrió algo… horrible.

      Sabe que la frase es un pensamiento en voz alta, por lo que evita detenerse aun cuando desee insistir con su averiguación.

      Acto primero Escena II

      —¡Insufrible! —gimió apesadumbrado un hombre desenmascarado que había aparecido en escena nada más salir Colombina a la zaga de Pantaleón.

      —¡Chitón! Te pueden oír tras bambalinas —reclamó Arlequín.

      —Eh, da igual. Tras la primera escena se supone que he contraído el mal de amor y que en estos mismos instantes estoy siendo atendido por el doctor Matasanos. Cualquier gemido mío habría de ser bienvenido por el público. Que piensen lo que quieran, eh: que me están sacando una muela o que me están haciendo una sangría. Sangría, qué curioso término. Y pensar que los españoles se la beben, eh.

      —¿De veras?

      —Te falta mundo, caro. ¡Claro que se la beben! Si al final nadie sabe cómo se cura el mal de amor y cada uno de los quinientos que están sentados en las butacas de allá —indicó el costado del escenario por donde había aparecido— deben adivinar cuál es el procedimiento de sanación. Si creen que el cuerpo ha de sangrarse, allá ellos. Yo les doy la pauta, les doy algo concreto con qué poder fantasear. Algo para rellenar el vacío, eh.

      Arlequín batió los hombros y dio una larga zancada hacia el hombre sin máscara, quien, en compensación por no llevar una, mostraba un maquillaje bastante afeminado. Henchía el pecho y caminaba de puntas, pretendiendo flotar. Llevaba en una mano un pañuelo y al cinto una espada. Alzó el pañuelo.

      —Se supone que este pañuelo es la muestra del amor a primera vista, eh. Se supone que es un infantil intento de romper la cubierta y dejar salir el pudor de Flaminia. Se supone que debo llevarme este pañuelo innumerables veces a los labios y a las narices para impregnarme del perfume de mi amada, pero es también lo que me envenena. ¡Se puede creer que la gente se creyese esto, Dios mío! Pero allá, adelante, ha partido bien, eh. Parece difícil de creer, pero ha partido bien.

      —Ha estado fenomenal. ¡Sobre todo el robo! Luego el festejo, los fuegos artificiales, los trajes, los guardias.

      Flavio alzó una mano para detener la excitación de Arlequín, quien hablaba muy rápido. Hasta entonces había estado apreciando su aspecto en los espejos de atrás.

      —¿Me estás diciendo que disfrutas? Dudo mucho que de aquí en adelante se hable bien de la otrora imbatible compañía teatral Tantaluz, pero nadie podrá decir que no nos hemos arriesgado.

      Arlequín apreció su atuendo y cambió de pierna, como si repentinamente le incomodase y quisiese asentar mejor los rombos y triángulos y hexágonos y cuadrados y heptágonos que lograban una caleidoscópica tesela.

      —Sí, me agrada, pero creo que lo hubiera disfrutado más hace trescientos años, si hubiera nacido en Italia, en donde podríamos haber recorrido toda la bota italiana y nos habríamos denominado I Argenti y hubiésemos competido con las otras compañías itinerantes.

      —Veo que alguien ha estudiado un poco, aunque discrepo con el éxito de I Argenti. Me temo que nos habrían expulsado precisamente hacia la Argentina, para ser colonizadores exiliados.

      —Quizás. Me gusta conocer el trasfondo de mi personaje. Con este en particular se siente una obligación, a decir verdad, porque hay un montón de información con respecto a los nuestros. ¡La popular Comedia del Arte! —exclamó Arlequín. Rodeó al desenmascarado y se dirigió al armazón de las máscaras—. Ahora jugamos a un juego, invención de Mona…

      —Como suele ser.

      —…cada uno será su personaje. Soy Arlequín y tú eres Flavio.

      —¿Aquí también? —El desenmascarado se tomó un codo con una mano y con la sobrante quiso ocultar su rostro, aunque lo llegó a tocar con las yemas de los dedos. Había un gran pesar en su voz—. Lo repito, y da igual que sea en voz alta, eh. ¡Insufrible!

      En ese preciso instante hizo su aparición un nuevo personaje. Si la máscara de Pantaleón mostraba los ojos caídos, la del recién llegado exageraba el ángulo y lograba otorgarle una apariencia porcina y depresiva al extremo caricaturesco. Bajo ella temblaba la papada que partía del mismísimo mentón. Por si fuera poco, corporalmente se parecía a un porcino, incluso si su panza se adivinaba falsa. No es que el hombre no fuera grueso; aquello había que concedérselo. No obstante, al menos la mitad de un tonel semejante debía estar fabricado con algodones o cojines. Llevaba una toga negra y larga de cuyos puños asomaban los vuelos de una camisa blanca. El pobre se estaría asando con ese atuendo.

      —Espero que no hablen de mí.

      —Nos ocupábamos de algo mucho peor, realmente —comentó Flavio con soltura.

      —Gracias.

      El recién llegado arrastraba las erres y aleteaba con los brazos.

      —¡A Mona se le ha ocurrido que bromeemos con los nombres de nuestros personajes lo


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