Espejo para ciegos. Bruno Nero
algún malbec de la despensa.
—¡Pero debéis actuar!
—¿No hay?
—No es eso.
—Que sea champán, entonces.
—Me temo que no será posible.
—¿Hemos de contentarnos con gin? Bueno, como sea.
Desorientada, Silvia dejó la estancia, luchando otra vez con las vestimentas para abrirse paso. Leticia se sintió defraudada cuando se marchó.
—¿Brindaremos por esta fiesta de enmascarados? —quiso saber Arlequín.
—Brindemos, mejor, por lo que se guarda tras las máscaras; aquello que mejor fermenta en una larga reserva —sugirió Flavio indicándose el rostro empolvado.
—¿De verdad cre-e-e-éis que hay algo por lo que brindar? ¡Daos cuenta del basurero al que nos mete Minoesi representando un drama de hace dos siglos con caretas que debían proteger a los actores tanto de las flores como de los tomates, según el humor de la gente, y que incluso llegaron a ser p-prohibidas! ¿Qué otra cosa hay para el actor que no sea su rostro?
—Su voz.
—¡La voz varía! Enférmate o contrae un catarro o envejece o quédate con un mendrugo de pan atragantado o tápate la nariz. La voz no cuenta en el cine. —Flavio y Arlequín intercambiaron elocuentes miradas, como si quisieran decir «así que esas son las expectativas que tiene»—. Quien nos utilice así no hace más que ri-ridiculizarnos y estropear nuestra carrera. ¡No se m-merece darnos sus líneas!
—¿Soy yo o es que antes defendías el uso de las máscaras? —intervino Arlequín.
—¡Son co-cosas distintas, necio! La máscara para el día a día puede ser factible, pero no la máscara que cubre al actor y que, tal como sucede contigo y conmigo, nos p-priva de una gloria mucho más amena de alcanzar y mucho más satisfactoria.
—Tranquilízate, tranquilízate, ¿eh? Eres el doctor Matasanos por una hora más y ya está. Si quieres renuncias y lo comprenderemos, pero ten en cuenta que serás echado mucho de menos en Tantaluz.
—El daño ya está hecho, ¿sabes? Tú ya eres Flavio y este payaso ya es Arlequín. ¡Lo somos para la crítica y, en consecuencia, lo seremos ante los ojos del mundo! P-propongo hacer algo al respecto.
—¿Qué se podría hacer?
—He ahí la cuestión.
—Concuerdo contigo —apuntó Flavio, anteponiéndose y destacando—. No digamos que sea apropiado, eh, pero se puede hacer algo. O se podría hacer algo. A fin de cuentas, somos los engranajes, somos esas frutas en maduración, que si caen sin que se las recoja fermentan y llaman a los mosquitos y, si se las deja estar por más tiempo, acaban pudriéndose y volviendo a la tierra de donde vinieron. Larvas y tierra y esas cosas, sabéis.
Flavio se tomó un momento para esculpir una sonrisa burlona y dirigírsela a la oscuridad de las butacas.
—Propongo…
—¡Vuestros refrigerios! —exclamó Silvia con premura, entrando como un huracán con una bandeja de plata y tres copas. Andaba descalza ahora—. Descubrí que sin zapatos me aferro mejor y hago temblar menos la bandeja. Y un clavo o viruta o vidrio sería mala suerte. Pura mala suerte. Tened. Apurad los tragos, porque os buscan para la siguiente escena.
—Gracias, Silvita. Es lo que digo; siempre listo, aunque no nos plazca —comentó el doctor Matasanos, apaciguado de ánimo.
—También he oído decir «constantemente enlistado para al escenario saltar» —aguijoneó Arlequín con sarcasmo.
—Bufón. ¡Salud!
CAPÍTULO 3 En donde interviene un pianista
Un café más tarde, alrededor de las diez y cincuenta, según indicaría su reloj de pulsera de no ir con retraso y de haberlo consultado, Julia ya se ha enfrentado con el muro de los lomos encuadernados de un montón de libros y, como cabía esperarse, ha salido perdiendo. Se sintió empequeñecida ante la frondosa oferta de apellidos solitarios acompañados de títulos muchas veces minúsculos, debido a los cuales hubo de inclinar el pescuezo a diestra o siniestra, amén de acercarse y alejarse blandiendo el cuello como una jirafa. Terminará con tortícolis, está segura.
Ha perdido porque no tiene las armas para la contienda. Apenas se la podría considerar una luchadora apta tras sus escasas experiencias con unos cuantos libros de moda o las ya abandonadas aventuras adolescentes —confabuladas como sagas para incentivar el agotamiento de una idea estrujada hasta la sequedad, así como para estrujar los bolsillos de los padres—, si bien recae una que otra vez en sus páginas plagadas de nostalgia.
¿Cómo se avanza por un bosque sin brújula? ¿Cómo se atraviesa un desierto sin conocerse el ruedo del sol ni la disposición de las estrellas? ¿Cómo hacerles frente a portales de mundos que están ahí para perdernos y no para orientarnos?
Sin embargo, no comenta su primera derrota con la esperanza de que alguien acuda en su ayuda. Este primer lapso le da ocasión de observar con detención en derredor. Quiere ir a las plantas superiores, porque desde allí se aprecia la falta de libros y la presencia de discos de música o cintas de vídeo. Con lo que le apasiona el cine le cuesta sumirse entre el papel como haría un ratón de biblioteca.
Al lado suyo siente la gravedad de su señora que implora desde su silencio para ser sus pupilas. Julia se frota los párpados y ve pasar un rostro fijo en el de ella.
Ya antes creyó percibir un par de ojos que la escrutaban. Con esto lo corrobora.
Se trata de Eugenio.
No sabe por qué siente apuro y se sumerge otra vez en las contraportadas que ha dispersado sobre la mesa que flota anclada cual isla en medio de los sillones de lectura.
Lee críticas que sabe la terminarán perdiendo más aún:
«En el apogeo del romanticismo brota la palabra calibrada y glacial del drama moderno… Lo logrado por A. W. es la ruptura del molde en pedazos que pueden ser moldeados otra vez con nueva voz… –The Times».
Advierte que la contraportada siquiera incluye un resumen del drama que contiene, por lo que se desliza al interior, descubriendo un emplazamiento posterior a la Revolución Industrial en una maltrecha ciudad al oriente de Europa.
Berrea para coger otro volumen. Esta vez, las críticas están escritas con mayúsculas y tampoco parece haber reseña en cuanto a la obra:
«UNA OBRA ASOMBROSA EN CUANTO A ORIGINALIDAD, DESAFIANTE E INESCRUTABLE. –El Clarín».
«L.R. ES UNO DE LOS DRAMATURGOS MÁS PROLÍFICOS Y DOTADOS HOY EN DÍA. –The New Yorker».
Desecha la inspección del interior, dado que está en la búsqueda de una obra casi tan antigua como su señora. Aflora una pregunta obvia la cual no es capaz de responder:
¿Por qué asumen que la historia estará a la venta?
Cuando le transmite la pregunta a su señora, obtiene una respuesta interesante.
—Porque el autor es argentino y punto.
Julia se peina con sus dedos y coge otro libro. Esta vez se excita; las cubiertas imitan un papel pergamino y las letras son góticas. ¡Un drama medieval! Pero en la descripción se habla de reinos germánicos y no se hace alusión alguna a Venecia ni a Italia siquiera.
Se recuesta en el sillón sin saber qué hacer.
Justo cuando levanta la vista sorprende a Eugenio mirándola desde el lado opuesto de la librería. Él enfoca rápidamente al cliente que tiene enfrente.
Sumando esta ocasión, Julia se ha dado cuenta de que