Espejo para ciegos. Bruno Nero
la ciega.
—Nada todavía. Me distrae un tío que mira para acá.
—Mira en esta dirección o más bien creo que te mira a ti.
—Es esto último, para ser sincera.
Su señora se acomoda en la silla de ruedas y se inclina hacia adelante, verdaderamente intrigada.
—Eso es fascinante, niña. De seguro ha de tratarse de un enamoradizo.
Julia ríe con un radiante despliegue de dientes ante tal idea.
—¿Es apuesto? —anticipa la señora.
—Un poco.
—Debe ser bastante apuesto si te suelta risitas de quinceañera.
La muchacha no sabe cómo reaccionar. Ella tiene veintinueve años. Hay ocasiones en que su señora suelta comentarios certeros que la noquean, tal como sucedía ahora. Opta por volver a enfrascarse en la lectura de contraportadas.
El café se lo ha bebido con prisas luego de que su señora soltara aquella críptica frase referente a un horrible evento ocurrido ahí mismo, en el Grand Splendid cuando fuera teatro, haría a lo menos sesenta años. Había esperado la revelación, mas nunca llegó. En cambio, su señora le dijo que fuese a por libros dramáticos. Por fortuna hay pocos. Los volúmenes más gruesos están reservados a Shakespeare, no hace falta decir.
El obtuso proceder tampoco trae avance alguno esta vez. Sin aviso, la señora hace que Julia detenga la lectura de las contraportadas que tiene desplegadas ante sí, en la mesita.
—Puede que necesite más tiempo para pensar —cavila la anciana.
—¿Para pensar? —Julia no parece creerle, a pesar de lo cual abandona el libro. Conoce bien a la señora y sabe que no dará marcha atrás. Debe tratarse de algo verdaderamente delicado, porque no es primera vez que se lo insinúa.
—Sí, niña linda; por más años que me haya esforzado en ello hay veces en que peco de ingenuidad. Como ahora. Dicen que la gente sincera es ingenua, para que veas. Por mientras, podrías ir a hablar con el empleado de la mirada de cordero degollado. Para entretenerte, digo yo.
—Como degollado no sé si le describiría…
—Solo yo puedo internarme en mi memoria, me temo —arguye la anciana tocándose la sien con el afilado dedo índice de una mano apergaminada y llena de venitas azules, pasando por alto el comentario de su asistente—. Debo comprender qué ocurrió aquí hace muchísimos años; tantos que me da vergüenza contarte.
¿Es que no ha tenido tiempo de pensárselo todo durante el vuelo desde Madrid? ¿No había tenido tiempo innumerables días antes, cuando se decidiera a emprender lo que probablemente sería su último vuelo transatlántico? ¿Qué hacía hamacada en la terraza de la casa solariega de Madrid si no era pensar? Julia se siente desplazada, si bien cede el espacio a su señora. Tal vez no sea tan fácil repasar ocho décadas almacenadas en una memoria a ratos frágil.
Ha tenido un momento de lucidez excepcional durante el avión, poco después de despegar, acaso por la euforia que experimentara la ciega. Mientras las aeromozas dispensaban los primeros refrescos a los pasajeros, la señora deslizó algunos comentarios:
«La curiosidad mató al gato, dicen. De algo hay que morir, dicen también».
«¿Perdone?».
«¿Qué si la decisión sobre la que basaste toda tu vida hubiese sido tomada desde una perspectiva errada? Aquello te haría temblar, cuanto menos».
«Sí, supongo que sí».
«Vamos al pasado, niña. Vamos al pasado a ver si comprendo algo que hasta ahora me tenía engañada, se supone».
«¿Se supone?».
La ciega le había palmeado el antebrazo como cuando daba muestras de viveza, si bien Julia no comprendía palabra alguna.
«Voy a enfrentar al pasado, si puedo, y aquello me deberá preparar para lo que vendrá, para hacer frente a…».
En aquel preciso instante la azafata las había interrumpido ofreciéndoles algo de beber. Despachándola con eficiencia la lazarillo había querido retomar la conversación, pero su señora se reservó lo que estuvo a punto de revelar. Hay veces en que el mutismo acaba con la lucidez como una erupción acaba con la quietud de un volcán.
Julia se compone pronto de la desazón que le significa verse desplazada y se levanta del lado de la ciega para acercarse al sector de la cafetería sobre las tablas de lo que otrora fuera el escenario del Grand Splendid. Lo hace por inercia, pues querría subir a conocer las plantas superiores.
A medio metro de la vitrina es saludada de improviso:
—¡Hola! ¿Qué te puedo ofrecer? —salta la atenta cajera al otro lado del mesón-mostrador lleno de suculentos manjares dispuestos como joyas en una vitrina.
Julia balbucea. ¿De verdad quiere otro café? Al parecer, la muchacha le lee el pensamiento.
—¿Otro exprés?
Afirma sin mucha convicción. Espera que nadie la creyese muda, porque entonces la combinación de una muda más una ciega daría para poblar más de una anécdota.
—Está bien —responde poco antes de ganarse una displicente mirada por parte de la chica, quien por fortuna irradia vitalidad; es baja, blonda y de cara redonda y reluciente.
—¡Ya! ¿Dónde te sentás? —Julia repite su desazón, viéndose pillada en su propia trampa—. Vale; sentate y yo te lo llevo.
Agradece la propuesta, que le conviene como si de una orden se tratase. Se gira y poco a poco va superando mesas hasta quedar, ridículamente, en el centro del escenario.
De pronto, Julia teme. ¿Qué podría haber ocurrido ahí, precisamente ahí, como para mantener a raya a la señora? Inesperadamente se siente lejana a todo, expuesta al vacío dorado de El Ateneo, con sus visitantes haciendo fotografías desde las balaustradas y los clientes recorriendo con fruición ejemplares ansiosos por ser aireados.
En el escenario-cafetería hay un piano apartado en un rincón. Puede ser tocado por quien sea, o al menos eso se da a entender, pero los visitantes son reacios a perturbar la quietud al interior de la librería, motivo por el cual se abstienen de tocar. ¿A quién se le pudo haber ocurrido poner un piano en una librería?
Muchas mesas están vacías; en las demás se escuchan conversaciones aterciopeladas. Una está ocupada por un único comensal: un hombre de pelo engominado, gafas de marco grueso y una camisa abotonada hasta el último botón. Un reloj de pulsera sobresale al borde de la manga izquierda. Parece absorto, aunque sí ha reparado en ella.
Arriba de la mesa hay una miríada de papeles revueltos como plumas en una palomera, mecanografiados casi todos, tachados por montones y con flechas encima de ciertos párrafos apuntando a párrafos de otras hojas.
«De seguro se trata de un escritor».
Quiere decir algo, acaso saludar, pero en aquel preciso instante llega la mesera con el espresso que solicitara Julia sin convicción. La rubia se queda con la taza en el aire entre el hombre sentado y la mujer de pie, porque apenas se observa un ápice de la madera bajo aquella maraña de papeles.
—¿Otro café? —se extraña el escritor—. Esto… Me lo tomaría, si bien no lo he pedido.
—¡Yo lo pedí! —interviene Julia.
—Oh, qué alivio. Si me tomo uno más podría no pegar pestaña por la noche.
El escritor apila algunos cuantos folios, liberando un rectángulo suficientemente ancho como para que cupiese la minúscula taza entre él y su visitante, porque la rubia insiste en apoyar la taza en alguna parte, sin pasársela a Julia en las manos.
—¿Gracias?