Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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que alguien toca en el piso de arriba? Lástima que no lo percibas.

      —La verdad… Nadie toca, señora.

      En vez de compungirse, la anciana aleja la idea con un aleteo de la mano.

      —¡Te lo estás perdiendo! —exclama echándose para atrás en su silla mientras que con un dedo índice imita el compás inaudible.

      Julia sabe que debe estar preparada para enfrentar e incluso asistir a la anciana en sus momentos de senilidad —los cuales han ido en aumento conforme la excitación del viaje y la proximidad con la tierra de su infancia y adolescencia—, pero resulta intenso para su personalidad cálida y afable.

      Está empezando a temer que todo el viaje se funde en un capricho y, más aún, que el capricho mismo sea insustancial.

      Acto primero Escena III

      Tanto el doctor Matasanos como Flavio lograron apurar sus tragos. Arlequín bizqueó y tosió tras dar el primer sorbo. Quedó solo un momento cuando los primeros se dirigieron a escena y Silvia volvía a desaparecer. Unos pasos peculiares aproximaban a un personaje que todavía no se mostraba; parecía como si vagase en vez de caminar. Un tintineo de campanillas acompañaba el arrastre de unas botas.

      Quien apareció fue un jorobado con una máscara negra y arrugada que, como si eso no bastase para construir el arquetipo del feo, lucía una nariz ganchuda. Se coronaba con un sombrero largo como de cocinero. Tanto el jorobado como su atuendo —una camisa anudada con una cinta y unos pantalones bombachos— eran blancos como la harina.

      —Por el rostro de Flavio diríase que ha enfermado de verdad, el muy amanerado —comentó con voz de pocos amigos.

      —¿Así que Colombina ya te ha dicho? —reflexionó Arlequín, con los brazos cruzados en medio del escenario, sin haberse excitado por la llegada del nuevo personaje.

      —¿El qué?

      —Que cada uno debe mantener su papel también tras las bambalinas.

      —No, no lo ha hecho —gruñó—. ¿De qué va todo eso?

      —Antes responde por qué has dicho Flavio.

      —Pues porque él junto a Flaminia son los únicos que no usan máscaras y parece que se ha puesto el personaje encima antes de salir. Se creerá un gran actor, el muy fanfarrón.

      —Oh, ya veo. Desde ahora será Flavio también aquí. ¡Todos somos nuestros personajes!

      Arlequín zafó sus brazos y fue a dejar su copa a medio vaciar junto al espejo del medio. Aprovechó de mirar al payaso que había ahí en el reflejo.

      —Ahora responde mi pregunta: ¿por qué y qué tiene que ver Colombina en todo esto?

      —Ella ha sido la artífice —respondió Arlequín sin darse vuelta—. Una exquisita forma de sacar provecho de esta ridícula obra.

      —¿Se puede sacar provecho de algo como esto?

      —Oh, limitémonos a divertirnos, Poli.

      —¡Cuidado ahí, cuidado! No me enorgullezco, pero prefiero que me llames Polichinela, que es, a la sazón, el nombre del muy feo. De lo contrario, me obligarás a decirte Arle.

      —Sigue sonando bastante más masculino que «Poli», a mi parecer, Poli.

      —¡Ya veo qué es sacar provecho para ti!

      Con el paso ligero de un felino entró Colombina sin previo aviso.

      —¿Qué es lo que he oído? ¿Os habéis llamado por vuestras máscaras? —Juntó las palmas de las manos y se puso de puntillas, inhalando una gran bocanada de aire—. ¡Soy dichosa! Nunca me escuchan y ahora todos lo habéis hecho. ¿No es precioso que nos ridiculicemos tanto? Con esto Tantaluz se irá a pique, pero la experiencia es enriquecedora. Siento que realmente estoy en un palacio veneciano; oigo las góndolas y adivino un sol aureolado sobre aguas esmeraldas. ¡Por eso uno de mis nombres es Esmeraldina! He descubierto en un libreto divinamente tachado y enmendado que nací en Venecia. Me falta descubrir a qué debo el «di Montecastania».

      Polichinela se acercó a la audiencia.

      —¿Qué le ha sucedido a esta? —susurró.

      —¿No lo habías inventado, cara Colombina? —salvó Arlequín dirigiéndose a la mujer.

      Ella exhaló toda la alegría que había acumulado.

      —Un momento, no estoy segura. Ninguno de vosotros es capaz de recordar mis nombres a lo largo de toda la obra, por lo que puedo haberme confundido. Quizás sería di Monteparnaso o di Montemandorle.

      —¿Y si lo buscas en un libreto? —propuso Arlequín.

      —¡Bárbaro! —aceptó para luego salir dando saltitos de felicidad.

      —Ahí tienes a una encantadora muchacha que actúa con carisma, pero no con neuronas, la muy simplona.

      —No es la única que actúa así.

      —¡Vas a seguir!

      Polichinela sacó un tenedor guardado hasta entonces en su bolsillo y comenzó a perseguir a Arlequín, quien se sirvió de las perchas y las vestimentas para defenderse. Sombreros y bufandas salieron volando por los aires, cayendo en medio del escenario. Medias y corsés iban a dar a la cara del feo y jorobado personaje.

      Leticia estaba verdaderamente asustada porque creía que el tenedor se clavaría en Arlequín y, sin pensárselo siquiera, le había tomado cariño al personaje del traje mil veces remendado. Gritó cuando un guante le cayó en la cara.

      Notó cómo el público se tensaba a su alrededor, si bien risas forzadas se oyeron. Buscó el abrazo protector de su abuela, quien ponía una mueca de disgusto, berreando algo del tipo «el teatro no era así en mis días».

      Agazapada en el hombro de Pinélides esperó hasta que la correría acabase.

      Una patada que brotó de entre los ropajes dio en el estómago de Polichinela, proyectándolo hacia atrás. Cayó jadeando sobre una derruida pila de camisones y faldas. Conservaba el tenedor en lo alto. Arlequín se asomó de entre los vestidos colgados jadeando también. Lentamente, ambos rivales se incorporaron.

      —Agradece… que no… hice uso… de mi daga —boqueó Arlequín.

      —Gárrulo.

      Nuevamente tacones, pero no podía ser Silvia, quien se los había quitado.

      —¿¡Qué es todo este lío!? —profirió una mujer pelirroja con sendos zarcillos colgando de sus lóbulos bajo el pelo tomado, coronado por un arreglo de plumas exóticas. Tres collares ocupaban gran parte de su escote, ceñido por un principesco vuelo flamenco del que caía cual cascada un vestido rosado de gráciles volutas. En una mano un abanico y en otra la punta de la manta de satén que cubría el costado enfrentado al público. Varios aplausos brotaron de las butacas. Diríase que se trataba de una actriz reconocida y prestigiosa para los entendidos en la materia.

      Arlequín se incorporó como pudo, mientras Polichinela daba un salto y se plantaba frente a Flaminia, que por descarte debía de ser la recién llegada. Guardó su arma, el tenedor, y se tocó el sombrero largo de cocinero. La fea máscara parecía seguir donde mismo.

      —Espero ser el primero que pueda decirte lo bella que te ves.

      —Bobadas —espetó Flaminia.

      —Pero es así. Es verdad, por más que no me creas. Me gusta además el nombre que te han dado: Flaminia. Evoca la flama que arde y bulle y no se apaga. Ardiente pasión, ardiente deseo, fuego intenso, intensamente ígneo.

      —Para ahí, ¿quieres? Para ahí, porque no seré más que un fuego fatuo, brillando efímera sobre un pantano de barro estancado, distinguida entre tanta miseria enmascarada.


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