Espejo para ciegos. Bruno Nero
que experimenta frente a la falta de apetito de su señora, otrora una mujer rolliza. La diabetes la ha mermado lentamente y ahora es un espantapájaros de cabellos lechosos y abundantes de una blancura cloral. Claro que Julia no la conoció en su época gruesa, pero ha visto fotos y se asombra de la diferencia.
Pareciéndole extraña la intranquilidad de su señora, Julia se concentra en ser útil y alcanza el bolso que cuelga de las manillas de la silla de ruedas. Observa de reojo su reloj y asiente.
—Le corresponde tomarse su metformina.
—¿Ya es hora? La prefiero de postre.
—Está bien, pero con una condición.
—Hoy parece ser el día de las condiciones. Adivino, niña, porque tienes una única manera de tratar con este vejestorio malcriado: ¿antes debo terminar mi merienda?
—Justamente.
—Apostaría a que los ciegos conocemos mejor a las personas.
—Lo hemos conversado en un sinnúmero de ocasiones.
—¿Sí? Me parece una idea fresca. Acaso debas anotarla.
Hay algo de mofa en la oración. Julia no pesca el anzuelo.
—Como desee.
—Por mientras, me ocuparé de elevar una oración —añade la señora con el mismo tono jocoso que empleara antes.
Dejándola hacer, una descolocada Julia revisa la cartera en busca de un papel y la cajita del medicamento que le deberá suministrar a su señora. Aparta la esfera digital del glucómetro y la jeringuilla, las cuales emplea exclusivamente en los anocheceres. ¿Se estará trastornando su señora que olvida con facilidad? Debe ser la emoción del retorno.
Advierte el borde de un papel blanco entre el resto de objetos que comparten el interior de la cartera. Claro, se trata de la carta que desató todo. Les llegó mucho antes de emprender el viaje a Argentina. Es más, podía asegurar que estaría fechada el año anterior.
Con el mayor de los disimulos —porque su señora tiene un oído extremadamente fino y a pesar de que se ponga testaruda con su “rezo” como una niña mimada, estará atenta a las acciones de su asistente— saca el sobre junto con las pastillas.
La carta cruje cuando la desdobla. A su señora no parece importarle; mueve los labios pegados y junta las palmas de las manos. Acaso cree que Julia realmente anotará aquella frase referente a la capacidad de los no videntes por visualizar a una persona.
«Que piense lo que quiera con tal que recuerde de qué iba la obra de teatro que vinimos a buscar», reflexiona con sarcasmo la española.
Tenía razón. La carta es de fines del dos mil uno.
Muy distinguida María Leticia Lainez:
Hacer o dejar de hacer. Inmiscuirse o retirarse. ¿Somos observadores o ansiamos ser observados? Evitar la evaporación de los recuerdos para forzar su condensación… Nadie puede, ni por ello habría de caer en la frustración. No obstante, he dado con sus señas y pido a Dios que sean certeras, pues para lo que le debo decir necesito la más absoluta certeza en cuanto a usted.
¿Es usted la niña Leticia que vivió en Azcuénaga y conoció a una familia de apellido Bonpiani? De ser ella, la saludo con cariño.
Sé que usted acudió una noche de primavera al Teatro Grand Splendid a presenciar una obra muy particular que con toda seguridad no ha podido olvidar. De esto harán setenta y siete años o más.
Le pido responder esta misiva con la mayor de las urgencias, pues me temo que la verdad termine olvidándose.
De ser usted quien espero que sea, sepa que le tengo un gran afecto y confío en su bienestar.
Sinceramente suyo,
A. B.
Julia estaba con su señora el día en que el correo les llevara la carta en cuestión. Le pareció encantador el hecho, porque el remitente podía ser un viejito senil intentando tener noticias de sus primeros amores o bien podía haber algún secreto que mereciese salir a la luz y que hiciese partícipe a doña Leticia. Algo más fantasioso que la primera opción, pero posible de todas maneras.
Por su calidad de asistente le correspondió redactar la respuesta, la cual expresó en amables términos la grata acogida del mensaje y afirmaba la identidad de la señora en cuestión. A partir de entonces quedaron a la espera, aguardando para ello tres meses, dado que el remitente residía en Mendoza y ellas en Madrid.
—Sus refrescos.
Es el camarero de mirada bizca con la limonada de menta y el agua tónica; la primera es para la dama y la segunda para ella, aunque el hombre no tiene cómo saberlo y ha puesto los vasos al revés. Mientras Julia los cambia de posición es interrogada acerca de lo que se servirán.
La lectura de la carta ha reemplazado la revisión de aquella otra carta propia del Babieca. Julia pide disculpas y algo más de tiempo.
—Cuando usted quiera —se retira el camarero, muy amable.
Cada vez que coge la metformina la zarandea un escalofrío, porque entonces no puede evitar mirar los ojos fijos de su señora víctima de retinopatía diabética sin preguntarse si le ocurriría lo mismo a ella. ¡Qué atroz padecimiento verse consumido con demoníaca paciencia! Espera ser parte de los rezos de su señora, si bien el trato que se dispensan es de hermética cordialidad.
—Aquí tiene —indica Julia, tomando la mano de su señora y llevándola al vaso de limonada. Ha dejado una metformina a la espera entre las copas de la mesa—. ¿Sopa, entonces?
La señora da un sorbo, tras lo cual asiente. Julia cierra la cajita con los medicamentos, dobla la carta y guarda ambas en la cartera de la señora. Se pregunta qué habrá sido de la segunda carta, la cual nunca llegó a leer —en Madrid trabajaba por turnos con otra muchacha enfermera de profesión, a diferencia de ella. Fue decisión de su señora hacer el viaje a Argentina únicamente con Julia, compensando con creces sus honorarios por la continuidad de la asistencia—, aunque sabe que es la causante de todo el resto y la justificación de este viaje poco recomendable para la salud de la anciana.
Coge por inercia el menú del Babieca y lo hojea sin ganas, porque ahora también piensa en la curiosa presencia que perturba a su señora. ¿Un pianista? Ella no ha oído piano alguno. Coincide luego que su señora nota la presencia aquí, en el restaurante, y es cuando el escritor pasa junto a su mesa.
—¿Sigue aquí? —inquiere sin pensárselo antes.
—¿Quién?
—Pues el pianista del que hablaba antes.
—Hum… —frunce el ceño con la particularidad de pronunciar cada una de sus arrugas faciales—. Sí, y hay apetito en su mirada.
La señora bebe de su limonada, agitada. Ya va por la mitad del vaso. Quizás será mejor no preguntarle al respecto, con tal de no excitar su estado de ánimo.
Julia no sabe por qué se asusta. No le gustaría que la mirasen con “apetito” como si fuese un pedazo de carne para poner a la parrilla. A propósito de lo cual se concentra otra vez en la carta, recordando haber oído mencionar que las carnes argentinas saben fantásticamente bien.
La sombra del camarero bizco se proyecta una vez más sobre el mantel de la mesa. No hay tantos comensales como para que se mantenga ocupado.
—¿Ordenan?
—Sí, sí. Por supuesto. —Julia quiere salir cuanto antes del apuro—. Una sopa de cebolla y… déjeme ver. ¿Cómo se llamaba el corte? Bife… ¡Bife de chorizo! Ahora lo recuerdo.
—¿Una sopa de cebolla y un bife chorizo?
—Sí,