Espejo para ciegos. Bruno Nero
con toda la brutalidad de una frontera entre terrenos enemigos, porque ella está de pie si bien es él quien posee el café por el que ha pagado. Julia querría irse de ahí, pero aquello sería más inexplicable que su llegada. Taconea sin lograr abrir una brecha en la tierra.
—¿Y vos?
La pregunta la sobresalta. Tarda unos instantes en saber a qué se refiere el escritor.
—¿Yo? —«¿Yo qué?»—. Antes de todo, lo siento.
—¿Por qué?
—Por la distracción. La tía se ha equivocado.
—Vale, pasemos al «todo» entonces.
—¿Qué «todo»? No te pillo.
—Dijiste «antes de todo», por lo que habrá algo más. ¿Qué es?
La manera directa que tiene de hablar la desarma, porque las gafas actúan como lupas que incrementan el diámetro ocular de esos ojos celestes, traspasándola.
—¿Ves? —Julia prueba a dar con la silla de ruedas, pero está oculta por dos estantes repletos de libros y parte del cortinaje del escenario—. Oh, de aquí no se ve. En fin, ¿habrás visto a una señora en silla de ruedas? —Él guiña, inteligente—. Soy su lazarillo, porque ella es ciega.
—Vaya, esto… debe confiarte la vida.
—Creo que sí.
—Una relación así es algo que vale ser descrito. Sentate, ¿querés?
Julia baja la cabeza a los papeles. Su mentón hace las veces de índice.
—No, gracias. ¿Pensando como en un cuento?
—Como sea… Más que un cuento, porque lo de un lazarillo que lleva a un ciego es algo inusual y porque también está lleno de emotividad. Da para historia novelada, si me lo preguntás.
Julia retira su taza con cuidado de no estropear los papeles debido a su pulso nervioso. Él se incorpora, sacándole una cabeza de altura.
—Creo que no es plagio tomar prestados elementos del día a día, si te sirve de inspiración.
Él carraspea, riendo por lo bajo. Julia no entiende por qué se reirá, así que da un sorbo a su café y se quema la lengua. Aún está muy caliente.
—Si más tarde querés compartir una taza, vení y te aparto algunas hojas para hacerte espacio. No todos los días se tiene la suerte de conocer a un lazarillo —agrega a modo de excusa.
—Eres el primero que cree que es una suerte ser los ojos de otra persona.
—Depende de cómo se lo vea —carraspea otra vez, que es su manera de reír.
Julia se descubre sonriendo la gracia.
—Hasta luego —decide y se gira con su taza.
—Hasta pronto —oye a sus espaldas.
Julia se acerca a su señora procurando no derramar el líquido; ni siquiera ha preguntado si puede sacar la taza del escenario, pero le da igual. Ve siluetas pasar a su lado, pero no es capaz de alzar la vista. Paso a paso llega a la isla. Con cada paso cavila en el encabezado que ha descifrado en una hoja del escritor: «RUMORES TRAS BAMBALINAS». Naufraga junto a la silla de ruedas. Le causa interés haberse entrometido en el proceso creativo de un artista, pues supone que la inspiración en este caso proviene precisamente de estar en un escenario.
Por su parte, el escritor se ha estado preguntando hasta hace poco cuántos días más estaría sentado en el templo del lector que es El Ateneo Grand Splendid esperando ver pasar a la inspiración disimulada en cuerpo, cual Atenea disfrazándose a su antojo como ser humano.
Ahora que tiene pólvora quiere evitar otra de esas interminables pausas, por lo que voltea una de esas hojas revueltas por la mesa, desperdigadas y lacias como alas heridas de gaviotas al borde de algún muelle de Puerto Madero, que en el reverso permanece en blanco, ignorando qué es lo que está escrito en el anverso. Nada bueno habrá de ser. Garabatea con rapidez, feliz.
Julia repasa la idea del piano en la librería. Imagina que durante las horas de menor afluencia se oirán breves tocatas entonadas por seres que parecerán fantasmas por la delicadeza con que ejecutan las piezas. Cuando aquello sucede nadie se volteará. Se limitarán a escuchar, encapsulados.
Junto a ella la señora sigue sumida en un profundo mutis. Evaporado el café, Julia se inquieta. Por fortuna se acerca Miguel. Su aro tambalea cuando se detiene junto a la muchacha. Debe tener diez años más que ella. El cuerpo es el de un hombre que jamás se ha entretenido escarbando por músculos ni mucho menos por definirlos. Se lo imagina sentado frente a la pantalla de un ordenador o de una consola de videojuegos pasando las horas que le sobran al día.
—¿Cómo te va?
La señora alza la vista intrigada por la nueva voz. Julia acude a hacer las presentaciones de rigor.
—Es Miguel y trabaja aquí. Nos ofreció ayuda.
—Mucho gusto, Miguel.
—Encantado, señora.
—Usas un perfume de lo más mono.
—¿Le agrada?
—Sí; Tabaco Rabanne estaría orgulloso.
Julia no vio venir la pesadez. Miguel se queda de piedra.
—Oh, señora, no empiece —la recrimina la lazarillo. Volviéndose al empleado, responde—: Pues, la verdad, es que no hemos hecho avances… —retoma el hilo de la conversación, cuando se ve interrumpida por su señora.
—Cuéntame, Miguel, si guardan un catálogo de las obras presentadas en el Grand Splendid durante los años en que sirvió de teatro.
Este se lo piensa un momento.
—Me temo que no. ¿Desea que lo pregunte?
Ahora es la señora quien cavila la contestación.
—Hum… Sí, aunque no creo que sea eficaz.
Miguel asiente, pero se apresura a emitir su afirmación. Julia sabe que es difícil acostumbrarse a la ceguera de otra persona.
—Sí. Con permiso —dice Miguel retirándose con el amago de una reverencia, lo cual divierte a Julia. ¡Habían llegado aquella misma mañana y ya su señora reinaba con sus aires de antaño!
Las galantes contraportadas todavía están dispersas sobre la baja mesa del rincón para los lectores, bajo el letrero de «NOVELA ROMÁNTICA». Julia quiere ordenar los libros y devolverlos a sus estantes, pero con un movimiento veloz su señora le retiene la muñeca y se lleva un dedo a los labios.
—¿Oyes? ¿Quién toca el piano?
Julia aguza el oído. Lo aguza lo más que puede. Incluso quiere levantarse para caminar hasta donde pueda ver el piano, pero la tenaz mano la retiene.
—¿Quién toca el piano? —repite su señora.
A sabiendas que el oído de la anciana es fino, Julia cubre el dorso apergaminado con su suave palma.
—No oigo el piano. ¿Quiere que vaya a ver?
—Esa canción…
La muñeca no logra zafarse.
—Debe escucharse, niña. Es un piano forte, por lo que debe escucharse.
—He de decir que no oigo ni hostia.
De a poco la tenaza se va soltando hasta dejar a Julia libre, quien se levanta para asomarse al escenario… En donde ve un piano perfectamente solitario.
Más acá está el escritor encorvado sobre el bolígrafo que tuerce líneas en el papel. Se ha enajenado, pues ni siquiera se toma un segundo para reparar en