Espejo para ciegos. Bruno Nero
preocuparse —indicó Flaminia, mientras Polichinela destacaba su joroba con el esfuerzo de recoger los trapos y los accesorios sueltos. Leticia, en su butaca de la primera fila, estuvo a punto de devolver el guante que le había caído antes, pero sintió vergüenza.
—Todos vosotros (a no ser que cojan las escaleras de la azotea para ir a encender un cigarrillo) pasan por aquí de camino al escenario, por lo que debemos ordenar este pandemónium cuanto antes —dijo Silvia—. Me he topado con Arlequín afuera de su camerino.
—Así que cuenta con camerino —murmuró Polichinela—. Tan desahuciado no está.
—Oh, Poli, no le trates así —le recriminó Flaminia.
—Estaba llorando, aunque no quiso hablar cuando me acerqué a él. Me asusté al principio, porque le oí berrear sinsentidos.
—¿De qué tipo? —se interesó la pelirroja, desatendiendo su reflejo por un momento.
—Cosas preocupantes, a mi parecer. Decía algo de querer hacerlo desaparecer. Decía «mejor sería que lo hiciera desaparecer» y luego se llevaba la mano al pecho para agregar algo que era «la negra luz de todos nosotros».
Polichinela y Flaminia intercambiaron una mirada de inteligencia, mas nada dijeron.
—¿Nada más?
—Luego me acerqué y se volvió, excitado —negó Silvia—. Pero…
—¿Sí?
—Tenía el puño cerrado con tanta fuerza que se le marcaban las venas y eso me asustó, porque solo he visto los puños de mi padre así de cerrados y fue siempre antes de que aporrease a alguien.
—¡Ja! —rio Flaminia—. Descuida que ese es incapaz de hacerle daño a una mosca. Hablemos mejor de cosas útiles. ¿Ya acaba la escena?
Silvia prestó oídos y asintió con liviandad.
—El doctor Matasanos debe haber atendido ya a Flavio; le promete que le preparará un tónico para curar su mal, pero que primero deberá reunir los ingredientes. Por una de las ventanas abiertas se cuela un cuervo y Flavio cree que es madame La Mort, por lo que le pide una prórroga. El doctor trata de decirle que es un indefenso cuervo, pero Flavio se cree perdido y en su desesperación intenta convencer a madame La Mort. El cuervo vuela otra vez. A través de la ventana se ve la luna menguante y Flavio, en un delirio autoproclamado, ilustra en un monólogo lúgubre y tenaz que es la guadaña sostenida en lo alto a modo de amenaza, cual guillotina preparada para caer sobre él.
—¿Podrá alguien creer que se sufre tanto un mal de amor? —reflexionó Flaminia, cerrando el abanico y apoyándolo en una mejilla—. ¿Habrá alguno entre los del público que sufra o haya sufrido así del amor? Antiguamente estaba bien, pero hoy en día, ¿se lo creerá alguien?
Polichinela, con una montaña de ropa entre los brazos, asomó su rostro por detrás. Su bovino mirar recorrió a Flaminia de arriba abajo. Tosió antes de hacer una solemne confesión:
—Yo amé una vez tanto como para enfermar. Y enfermé.
Flaminia blandió el abanico en su dirección.
—Si vamos a hablar de penas, tendrá que ser luego de la siguiente escena. ¡Apúrate y deja esas ropas! Silvia se encargará. ¿No es así, Silvia?
—Sí, claro, señorita.
—¡Signora Flaminia y la boca te queda donde mismo! Si vamos a representar esta farsa, hagámoslo bien, al menos.
CAPÍTULO 4 En donde se leen dos cartas
La inútil búsqueda de dramas ocurridos en Venecia dejó a Julia exhausta. En más de una ocasión sintió físicamente el peso de todos aquellos volúmenes sobre sus hombros, burlándose de su intento de inspección. Miguel, compadecido del capricho de la cieguita, se ha acercado a ayudar, abandonándola en medio del género dramático para atender a un grupo de japoneses con intenciones de tomarse una fotografía en los balcones cóncavos de las plantas superiores, algo que para muchos es una obligación turística.
La hora abrió el apetito, por lo que han decidido dejar El Ateneo para ir a almorzar algo. Merced a la discapacidad de su señora, Julia opta por el restaurante de la esquina, cuyos rótulos rezan «Babieca» y más abajo «PIZZA-RESTAURANT». ¿Qué puede salir mal?
Adentro, mesas redondas de largos manteles blancos reciben a los visitantes en un interior de doble altura, cedida por la estrechez de un balcón interno, como si el balcón hubiese sido carcomido por los humos de los alimentos, ampliando la sensación de comodidad y aprovechando la luminosidad que otorgan los gloriosos ventanales que dan tanto a la calle Riobamba como a la Avenida Santa Fe. Se sientan junto a una de estas ventanas, procurando que la luz del sol no dé de lleno en la sensible piel de la anciana.
—He pensado, niña —empieza la señora con prístina cadencia—. He pensado lo que van variando los recuerdos. ¿Nos pertenecen? Pareciera que sí, pero hay veces… Los recuerdos se pueden moldear, no te quepa duda. Hoy lo que creo recordar es la escultura y no el bloque original del que nace la escultura. La nitidez se me escapa, porque mi sentimiento es esquivo. Quiero, por todos los medios, dar con la historia, pero no sé cómo hallarla. Por muchísimos años quise olvidarla. Creo que en parte lo logré. Pero ahora…
—Está bien, señora. Está bien, no se inquiete.
—Pensé que sería más sencillo.
Julia agradece que llegue el camarero: un hombre de mirada bizca, con su cabello cano peinado con pulcritud desde la intransigente raya del medio. Les deja con gesto mecánico dos menús sobre la mesa, uno frente a cada una, pues no se ha percatado de la ceguera de la señora.
—¿Desean servirse algo de beber?
—Un agua tónica y una limonada de menta sin azúcar ni endulzante, por favor.
—De inmediato.
Julia toma el menú que tiene enfrente y lo hojea sin saber qué pedir. Su señora está ausente, sin interesarse por lo que comerá.
En eso ve cómo una cara conocida se sienta un par de mesas más adentro. Le reconoce en el acto: es el escritor del Grand Splendid, aquel del incidente de la taza de café. Lógico que acudiese a almorzar ahí. Por su parte, él no dio señas de enterarse de la presencia de la silla de ruedas, ni de la señora ciega ni de su asistente.
—Está aquí también —susurra con tenue espanto la señora.
—¿Quién? —pregunta Julia, incapaz de creer que la presencia del escritor pudiese haber sido notada por la ciega. ¿Sería su perfume, acaso? Debía andarse con cuidado si salía otra vez con lo de «Tabaco Rabanne» o cualquier otro perfume inventado con el fin de zaherir.
—El pianista. Pasó junto a nosotras y siento cómo nos mira.
Julia se voltea esperando encontrarse con la mirada del escritor, pero este revisa con el ceño fruncido el menú del Babieca, indeciso. Entonces, ¿a quién se referirá su señora? ¿Puede un ciego percibir una mirada?
—Nadie nos mira —apunta Julia.
—¿Nadie? De seguro que el restaurante no está vacío; apostaría que más de un par de ojos reparan constantemente en nosotras. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces al día se ve a una ciega en silla de ruedas que parlotea con el aire?
—Yo estoy aquí.
—Sí, niña, pero igual llamamos la atención, lo sé y no lo puedes negar.
Para cambiar la dirección de la conversación, Julia se concentra en el listado de platos.
—¿Qué desea comer?
—Pídeme una sopa que no tengo hambre.
—Debe comer algo más.
—No