Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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camarero retira ambas cartas de la mesa; aquella que le entregara Julia y aquella otra cerrada sobre la mesa enfrente de la señora. Cuando la lazarillo levanta la mirada, se encuentra con que a través de los cristales está Adolfo Maretto, quien rápidamente pestañea y cambia de posición haciéndose el desentendido. Se marcha mezclándose con los transeúntes del mediodía bonaerense, pareciendo querer perderse entre la corriente.

      Julia se queda helada. No es que calificaría aquella mirada como « apetitosa», pero sí muy atenta. Busca, por una compensación que no puede explicar, al escritor, hallándole mansamente entregado a la lectura del menú.

      Acto primero Escena IV

      «¡Pardiez! Había olvidado por completo a los acomodadores. Tendré que superar la puerta de los servicios cuando no me presten atención. Quizás podría hacer como si el cuarto en cuestión estuviese ocupado por otra dama... Estas escaleras conducen a las plantas superiores. Se dice que en uno de esos cuartos graba el mismísimo Carlos Gardel. Es más, se dice que el cuarto en cuestión está encima de la cúpula. Vaya alusión alegórica. ¿Debería aventurarme a una doble misión por el bien de la cultura porteña? Porque si sucede algo en esta ciudad, Dolores Avellaneda debe enterarse cueste lo que cueste para darle su autorización de copucha fidedigna expresando su versión de los hechos».

      Apostando todo a su coraje, superó la puerta de los servicios y fue a entrometerse escaleras arriba.

      Simultáneamente, pero en la escalera opuesta, Giacomo Bonpiani cavilaba. Ya se le había acercado un acomodador para preguntarle si se había perdido, ante lo cual el niño se enfureció con justa razón; ya tenía edad suficiente para ir solo a la toilette. Aparentó alargar su molestia, pues le daba tiempo para analizar su situación: pensaba que el acceso para los actores estaría reservado a una puerta trasera, pero observó que la puerta de entrada al Grand Splendid estaba custodiada por los vendedores de boletos, los acomodadores que fumaban y uno que otro administrativo. Por lo tanto, la vuelta a la cuadra estaba descartada. Algo le decía que tampoco hubiese tenido suerte, considerando el tamaño de las manzanas de Buenos Aires, sencillamente enormes ahí por donde discurría la Avenida Santa Fe. Si no podía atravesar el teatro en sí, le quedaba una sola opción: subir esas escaleras que no sabía a dónde llevaban. Se escudó en la indefensión que presentaría un niño de apenas siete años —eran ocho solo cuando le apetecía a su conveniencia—, tal como había aprendido de sus hermanos, Carlo y Alessandro. Así pues, subió con el corazón hecho un puño.

      Mientras tanto, las tablas habían experimentado un cambio en el equilibrio del peso encima de ellas; ni Flaminia ni Polichinela ni la divina Silvia estaban ahí. Cada uno se ausentó por razones distintas; Flaminia debía salir a escena para discutir con Pantaleón, porque este la retenía en su palazzo, sospechando los suspiros de su prometida por otro hombre; Polichinela abrazó a un sudoroso Flavio por cuya influencia ambos partieron a merodear el camerino de Pantaleón en busca de esas botellas prometedoras; Silvia fue a consolar a Arlequín, pues se lamentaba cada vez más acerca del estado en que se lo había topado antes.

      Fue así como quedó en el escenario el doctor Matasanos, también jadeante por la escena que acababa de interpretar (un jadeo actuado, naturalmente), y una etérea Colombina, exultante por el descubrimiento que había hecho.

      —¡Me lo he inventado! No llegué a repasar todo el libreto, porque sería una locura hacerlo en estos momentos. ¡Me gusta tanto como suena!

      —¿El qué?

      —Mi nombre, por supuesto. Colombina Richiolina Esmeraldina di Montecastania.

      El doctor Matasanos se encogió de hombros. Se mesó la prominente barriga y comenzó a rebuscar por la pila de objetos de la derecha; levantó el busto del dios hermafrodita, abrió el baúl mal cerrado, luego fue a los espejos de atrás y abrió los cajones de las cómodas que los sostenían, berreando cada vez más fuerte.

      —¿Buscas algo?

      —Hay un p-placer sencillo que no debería negárseme con t-t-tanta ignominia. ¿Habré sido burlado por otro más necesitado o por mi p-propia infeliz memoria? —se giró violentamente y apuntó al busto del dios indefinido—. ¡Estoy seguro de haber dejado unas galletas debajo de ese busto du-durante el ensayo! El apetito de todo hombre no debe ser cosa que se preste a juego, sabrás.

      —Oh, pensé que sería algo más importante —comentó Colombina—. Los nombres sí que son importantes. ¡Hay tantos que ignoro!

      El doctor Matasanos detuvo su búsqueda y miró a la mujer con un mentón que aseveraba desprecio bajo la máscara.

      —Seguirán siendo muchísimos los que ignores, querida.

      —Vamos, doc, no seas así conmigo. He encontrado un folleto en el pasillo, que nos describe. ¿No sería fantástico echarle una ojeada?

      —¿P-para qué? ¿Qué ganamos con ello? ¿La bu-buena acción del día pasa por leer un folleto? ¿Una lectura insulsa me asegura el Re-re-reino de los Cielos?

      —Vamos, basta; no me gusta que se desquiten conmigo —gimió Colombina—. Estoy tratando de hacernos pasar a todos una mejor racha.

      —…ráfaga, querrás decir.

      —…racha, ráfaga, ventisca, vendaval, tormenta, aguacero, torva, cellisca, aluvión; da igual. Sea como sea que salgamos de esta, habrá alguna oportunidad en que Tantaluz se reúna y recuerde y podamos decir «¿no era para reírse cuando hiciste a la que se creía una noble di Montecastania?». Ni siquiera hemos finalizado la función y la perspectiva del reencuentro me parece exquisita.

      Escondido bajo uno de los espejos traseros había un escaño de tres patas. El doctor Matasanos lo adelantó al centro de las tablas y dejó caer peligrosamente su cuerpo en el taburete. Se cruzó de hombros y hundió el mentón en los rollos de una papada presionada.

      —Te oiré, e incluso te aconsejaré, frente a una condición.

      Colombina puso los brazos en jarras y rio.

      —Déjame adivinar: que te consiga algo para el bache.

      —¡Qué rústica! Pero sí; has adivinado bien. Ahora, entretenme con ese folleto que tanto promete —tartamudeó.

      Colombina sacó un tríptico de su escote. Cuando lo extendió, Leticia pudo ver claramente que era un simple papel garabateado que había sido doblado con atención. Junto a ella, su abuela Pinélides entrecerró los ojos para ver si descubría algún dibujo en el papel.

      —A ver, a ver. Un título reza «I Argenti», que somos nosotros en la obra que sucede en Venecia. Aparecen los nombres, sin apellidos. El orden de los personajes es alfabético… No, creo que responde al orden por aparición, aunque… En fin, hay una escueta descripción de cada uno y (¡Eureka!) menciona nuestros lugares de procedencia. Por ejemplo, aquí dice que Arlequín… bla bla… veintiún años. Es bastante joven, ¿no? Dice que proviene de Bérgamo. ¿Debería llamarse Arlequín di Bérgamo?

      —Muy simplón, moza. Arréglalo un poco. Tíñelo con pi-picardía y maquíllalo con el sentido estético de la m-mujer. Recuerda que Arlequín es pobre; sus orígenes son humildes y lleva ropa zurcida, pues no le da para comprarse nuevas prendas. Dale el agua que hace b-brotar a la planta, si así me entiendes, pero que sea agua embarrada si quieres regar una hortaliza de un huerto en el campo. ¿Ca-capisce?

      —Oh, ya veo. Veamos, ¿qué se me ocurre? —Con elegancia, Colombina se llevó un índice al mentón y sostuvo con la otra mano el codo del antebrazo elevado en una postura que venía adoptando frecuentemente—. ¿Qué tal Arlequín Bergamasco?

      —Bien, ¡bien! —aplaudió el doctor Matasanos—. Me gusta esto. Eres la c-criatura de los juegos, Colombina. ¿Qué otro nombre te sacas de la manga?

      Ruborizada, Colombina efectuó una suave reverencia contra la figura del doctor. Se sentía halagada y fustigada por su apoyo. Impregnó


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