Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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bien aquí?

      —De maravilla, niña. Ve a por tu café que sé querrás beber.

      —Espero volver con su libro.

      —Eso espero yo también. ¡Para eso hemos venido!

      Un capricho de anciana o un gesto excéntrico, es difícil diferenciarlo. La verdad es que Julia nunca ha reparado tanto como ahora en la realización del cometido. Sale cavilando del palco para darse a medio camino del escenario con Miguel, quien se ilumina al verla, pues ha estado buscándola.

      —Temí que se hubieran marchado definitivamente.

      —Hola… Miguel —alcanza a leer en la identificación, pues ha olvidado el nombre del empleado del pendiente plateado—. Fuimos a almorzar.

      —Uh, de haberte visto antes de salir te recomendaba un boliche que está buenísimo en donde venden pastas —exagera él con aquella cercanía amistosa tan propia del argentino.

      —Muchas gracias, pero hemos ido aquí a la esquina y ha estado excelente, sobre todo la atención.

      —¿El Babieca? Es un clásico. Y sí, se come bien. ¿Y la dama en silla de ruedas?

      —Está aquí, a la vuelta. Yo voy a por un café y vuelvo junto a ella.

      —Vale. ¿Le comentás que me ha ido fatal con la búsqueda de un catálogo? No tenemos esa información.

      Julia se desalienta ante la perspectiva de continuar una búsqueda sin pistas.

      —Yo le digo. Gracias, Miguel.

      —Encantado. Si necesitás cualquier cosa, ya sabés.

      —Sí, por supuesto.

      Así que ahora tampoco cuentan con un catálogo al que recurrir. ¿De dónde podía haber tenido su señora la idea de ir a meterse a una librería para buscar un libro de un anónimo escrito al menos cien años atrás, contando una trama indefinida? Lo que partió como un feliz viaje a otro continente podía estar tornándose en una sufrida tarea.

      Con tantos libros alrededor, la abrumaba pensar en que quizás ni siquiera alguno de aquellos miles y miles de tomos fuese el correcto. ¿Y las librerías de Madrid? ¿Qué? Pero claro, el autor era argentino y, por lo tanto, debía estar forzosamente aquí, en la capital de Argentina, en una de las librerías más impresionantes habidas y por haber.

      Hubo una segunda carta proveniente de aquel misterioso emisario de iniciales «A. B.», si bien Julia nunca pudo leerla, porque la correspondencia había llegado un día en que se turnaba con su colega, Ángela Sastre, quien jamás mencionó la carta y por la cual ella tampoco preguntó. ¡Hasta entonces seguía convencida de que se trataba del amor senilmente confesado de un viejo amigo de la infancia! Si antes dudara, ahora estaba segura de que había algo más. Lamentablemente, la señora no ha empacado la segunda carta ni la ha guardado en su cartera o en la bandeja de la silla de ruedas, porque Julia hubiera advertido de inmediato el sobre, más cuando reconocería la caligrafía de «A. B.».

      —Buenas tardes, ¿qué tomás?

      Parece ser costumbre que la sorprendan en el mesón de la cafetería. Ya no está atendiendo la chica baja y rubia —bien podía ser su hora de colación— a quien la ha reemplazado un par de anteojos inmensos y redondos apoyados sobre una naricita idéntica a una cola de conejo. Los intensos ojos azules están finamente delineados y miran a la espera impregnados de seriedad. La chica es incluso más baja que la rubia y parece no tener cabida para la simpatía.

      —Un exprés, por favor.

      —¿Corto o doble?

      —Eh… corto.

      —¿Para servir o llevar?

      —¿Para servir?

      —Vale. ¿Azúcar o endulzante?

      —¡Nada!

      «A lo que hemos llegado», se lamenta Julia.

      Mientras espera el café, hila el pensamiento que dejó en suspenso: si la teoría del amor senil es cierta, ¿por qué la librería? ¿Habrían pactado encontrarse aquí? Para él sería sencillísimo dar con una señora anciana e inválida, mientras que para la ciega… Y acaso por eso ella busca un libro que no existe; para alargar la espera.

      De ser cierto todo esto... ¡La señora Leticia la está empleando para entretenerse con un libro inexistente! Vaya, eso es para poner de mal genio a cualquiera, pero Julia inhala hondo y trata de darle otra vuelta más al asunto.

      ¿Qué si «A. B.» es escritor y le ha dedicado un libro a ella? ¿Qué si se lo ha autografiado en la primera página y se lo ha dejado como una búsqueda del tesoro? Acaso ni sabe que la señora es ciega. No obstante, esta idea se desarma, porque un libro autografiado queda expuesto a las garras de cualquiera y porque su señora no ha dicho algo semejante. Por el contrario, ha hablado puntualmente de una obra de teatro ocurrida ahí, en el Grand Splendid, la cual se basa en otra obra, la «problemática», porque la memoria de su señora es demasiado frágil como para retrotraerse ocho décadas.

      —Aquí está tu café.

      —¿Eh? Oh, gracias.

      Llevándose el café se sienta sola en una mesa cercana al tétrico piano. Junto a ella, en otras mesas, oye chácharas alegres en ese dialecto argentino que todavía la asombra. Lanza una mirada a la mesa que ocupara el escritor, despejada ahora. Con ello le invoca, al parecer, pues el escritor de la camisa abotonada y las gafas de marcos anchos viene caminando junto al óvalo en dirección al escenario. Habrá tardado en el Babieca, porque cuando ellas se retiraron él seguía ahí. Ahora vuelve con su zaino de cuero abultado de papeles que quieren ser libros.

      Julia es víctima de un puñado de ideas que se le retuercen entre las sienes: un libro ambiguo o, incluso peor, una historia vaga; papeles que quieren ser libros; la eternidad en una librería buscando una narración inexistente; la frágil memoria de su señora.

      Sin dudárselo coge su taza y se instala frente al escritor que ya ha tomado asiento, como si fuese lo más normal del mundo, justo antes de que este desplegase todos sus borradores y anotaciones.

      —Hola.

      —Hola —responde él sin detenerse en su quehacer; ahora coge el bolígrafo.

      —¿Te interrumpo?

      —De nueve a doce y media y de una y media a cinco o seis, depende de cómo me corra la mano. Decidí tomar la escritura como una rutina de oficinista, porque así justifico las horas fuera de casa y también porque me fuerzo a escribir aunque sean un par de líneas al día, promedio que no estaría nada mal. —Consulta su reloj de pulsera, aquel que asoma por su manga izquierda—. Ahora es horario de oficina, pero creo que ya superé mi cuota diaria.

      Julia no sabe cómo reaccionar. Agradece que él carraspee, porque sabe que es así como ríe, y ella sonríe en respuesta.

      —Pues, me alegro que todo marche bien hoy.

      —Tú de lazarillo y una ciega en una librería me han dado un punto de partida. ¡He llegado a escribir casi una página de ideas!

      —Hombre eso me alegra y me sorprende.

      A él le brilla la cara. Julia juguetea nerviosa con los dedos. Se quema las yemas con la taza, los retira y espera que se enfríen para volver a probar suerte. Es algo que la mantiene ocupada mientras se recrea en la incisiva mirada del escritor. Ha olvidado por completo a la señora; se siente atenazada por la conversación que quisiera estar teniendo.

      —Sí, aunque no logro vislumbrar qué resultará.

      —¿Vale decir que no estás trabajando en una historia concreta?

      —Uf, la literatura es lo más abstracto del mundo. Quizás si cuente las distintas tramas que he anotado darían para cien libros, o bien pueden revolcarse y hacerse uno, ¿sabés? Claro que para ello necesitaría tener una idea fija con la que poder guiarme. He heredado,


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