Espejo para ciegos. Bruno Nero
una gama de licores dignos de cualquier señor porteño que se precie. —De pronto, el payaso se giró y comenzó a sollozar ruidosamente, rascándose el pecho como si fuese el buche atragantado de un pájaro—. ¿Debería empeñar la única reliquia que me une con el pasado de mi familia? Malditas ropas que no me dejan tomar la medalla. —Se vio cómo se le rajaba un triángulo y un pentágono sobre el esternón—. Lo he arruinado, pero nada importa. Aquí está.
De su mano colgaba un reluciente medallón de oro.
Polichinela lo rodeó con avaricia, pero luego se apartó.
—Aquello sería ir demasiado lejos.
—Es precioso —reconoció Flaminia—, pero es tuyo y deberás atesorarlo por el recuerdo familiar.
Los sollozos se detuvieron. La mujer se le acercó para envolver con sus delicadas manos las de él.
—Gracias. Gracias a ambos.
Dicho esto, salió de escena saltando por sobre el montón de ropa que Polichinela no había sido capaz de ordenar. Este se acercó a Flaminia.
Sin deseárselo, Manuel Villarino se sintió compungido por el relato de Arlequín. Hasta entonces no daba ni un peso por esa obra por la cual, contradicción de contradicciones, su mujer Rosa había pataleado, exigido y malmirado en las veladas tardías y agotadoras que quedaban luego del magisterio. Había empezado por reducir la porción a la hora de la cena; eso fue frente a la primera negativa: «¿Para qué vamos a gastarnos una fortuna en la première?». «Porque ya se habla de su extrañeza. Se ha filtrado (seguramente un actor descontento) que será algo digno de ver».
A los dos días Rosa sufrió una laguna mental que le hizo olvidar completamente la preparación de la cena. Demasiado agotado, el magistrado Villarino no había sido capaz de golpear la mesa. En cambio, había decidido salir al balcón de su residencia en calle Rivadavia y había optado por encender un cigarrillo y pedir, formalmente y sin pesadez, cebar un mate, si no era mucha la molestia. Rosa se le acercó para robarle el pitillo y probar dos caladas. Había nervios en el aire.
«¿Y los niños? ¿Duermen?», preguntó Manuel Villarino.
«A Raulito le han dado una tunda a palos en la escuela», contestó Rosa afirmando y extendiendo la primera pregunta.
«¿Por qué?», se interesó el padre.
«Porque ha presumido que el día de mañana los metería a todos en la cárcel».
Manuel Villarino iluminó la tenue sonrisa que se dibujó en su rostro con el fuego del agonizante cigarrillo. Sintió orgullo por saber que al menos uno de su camada seguiría sus pasos. Faltaba nada más convencer durante los próximos años al bebé de Santiago Wilde para que también siguiese los pasos de su padre y socio y entre ambos —Raulito y el hijo de Santiago— pudiesen proyectar en el porvenir la firma de abogados V & W.
Aquella noche el mate había estado dulce; dos cucharadas de caña de azúcar y un chorrito de aguardiente, tal como le gustaba. Tres noches después —dos semanas antes de la función— supo amargo y quemaba al paladar.
«He oído que las entradas se venden como pan caliente», mencionó Rosa en el balcón. Había preparado un pollo sin sal.
«Entradas… ¿a qué?», apuntilló el magistrado solo para enfurecer a su señora, deporte que emprendía con rigor.
«¡Pues a qué otra cosa va a ser!», estalló Rosa.
«Punto para mí», anotó mentalmente Manuel Villarino. Esta vez tuvo cuidado de que nada iluminase su sonrisa.
Así habían pasado otros eventos, hasta que un día —una semana antes de la función, cuando Rosa de Villarino temía que se hubiesen agotado todas las entradas— dejó sobre la mesa dos papelitos que su señora apenas miró.
«Deberemos hablar con la fámula para que se quede hasta tarde cuidando de los renacuajos», comentó su señora, sin decir más.
Manuel pensó que él se lo tenía bien merecido, aunque no dejaría de practicar su deporte. ¿Acaso alguien pensaría que esos papelitos sobre la mesa, oscilantes a causa del viento que entraba abombando las cortinas y alargando la llama de las velas, impondrían una tregua? Nada de eso.
La noche siguiente se sirvió un banquete en casa de los Villarino. Los comensales eran solo dos: marido y mujer. Así supo el primero que su mujer le estaba infinitamente agradecida.
Ahora la miraba de reojo. ¡Cómo le brillaba el rostro! Estaba prendada de la obra con un interés rayano en la fascinación. Miró por encima de la cabeza de su mujer y advirtió a su socio Santiago Wilde. Se había portado excelente habiéndole conseguido a él y a su mujer asientos a última hora. ¡Y en los palcos, ni más ni menos! Estaban en la hilera de la primera planta, a la izquierda del mar de butacas inferiores. No le había pasado inadvertido que una mujer se había levantado durante esa misma escena. Poco antes lo había hecho un niño, seguramente aburrido. Naturalmente pensó en Raúl y en lo mucho que hubiese molestado si estuviera ahí.
«¿Por qué los disfraces? ¿Por qué las máscaras? ¿Por qué había un señor con gafas de aviador? ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?», hubiese preguntado cíclicamente. Lo peor era que si uno no tenía respuestas quedaba desacreditado y había que acertar varias respuestas más para retomar el podio de eminencia del conocimiento.
De Raúl su pensamiento volvió a centrarse en el chico que se había ausentado del salón. Pensó en la valentía de sus padres por haberlo llevado consigo, aunque notó dos siluetas más de torsos poco desarrollados junto al asiento del cual se retirase. Habría que estar loco para arrastrar tres críos a una obra extraña como lo era aquella. De pronto creyó recordar al padre de la familia. ¿No era un italiano? En Buenos Aires eso era casi regla. ¿Buonpiano o algo así? ¿Domingo Buonpiano? De seguro que su socio, Santiago Wilde, recordaría el nombre. ¡Tenía una memoria para los nombres! Podía ver un rostro de lejos y asociarlo a un nombre susurrado y listo, el registro quedaba grabado a fuego en un archivo pulcro y eidético.
Era fácil dejar vagar el pensamiento cuando no se sentía mayor interés por el teatro. Había catalogado al teatro con una frialdad ártica; para él no era más que una interpolación de monólogos con volteretas grandilocuentes y mimos absurdos. Ello parecía gustar al resto. Se habría sentido identificado en su aburrimiento con el chico que se retiraba de la sala —o se escapaba— de no ser por el diálogo de Arlequín. De pronto advertía un realismo inusitado sobre las tablas del que no había sido testigo en representaciones pasadas. Todavía no sabía qué era, pero presentía que en el trasfondo de ese Rumores tras bambalinas se movían mareas más emotivas de las que podía llegar a imaginar.
Experimentó la fea sensación de que perdía un punto en el deporte que mantenía con su mujer. La miró otra vez por el filo de los ojos y descubrió el por qué: ella parecía entender de qué iba todo y por eso, aunque de manera recatada, la envidió.
—Pon algo de música, quieres —pedía Flaminia, mirándose en los espejos de atrás.
—Nos oirían en la platea —infirió Polichinela refiriéndose a esa platea existente únicamente en el colectivo imaginario de todos los presentes; aquella desde donde la audiencia imaginada presenciaba la obra acaecida en Venecia.
—¿Qué se puede hacer entonces? ¿Tararear?
—Habría que intentarlo.
Flaminia intentó un apurado swing sin separar los labios que solicitaban algún platillo o algunas fusas desparramadas en un piano o algún contrabajo sacudiendo sus cuerdas. Polichinela castañeteó sus uñas contra la superficie de la campanilla que llevaba con él. Comenzó luego con su pie a marcar el ritmo; apenas una compulsión sin necesidad de levantar el talón bastó para que el entablado reverberase y se extendiese por el salón, respetuoso en su silencio. Se contagiaron unos cuantos entre las butacas sin llegar a descubrir que con sus pies seguían la breve pieza.
Sin motivo