Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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¿sabías? Me ha dado un salto en trampolín. Todavía más: me ha puesto pólvora en los pies. Y soy fogosa, eso no te lo recrimino, pero ¿Flaminia? ¡Un fuego fatuo, cariño, y se apaga tal y como se prende!

      Para hablar se paraba peligrosamente al borde del escenario. Leticia casi no se lo cree, pero fue víctima de un primer rocío. Nada comparado como cuando un sudoroso Polichinela se puso a la altura de Flaminia, ambos mirando la profundidad del teatro lado a lado.

      —Y sé que triunfarás a costa de este pantano. Se ve el brillo que no se puede regar a no ser que sea con dinamita, rubí flamígero. Quien se atreva a eclipsarte se verá absorbido por tu grandeza. Sin embargo, y solo por un instante, imagina que podamos ir juntos y construir una constelación, tú alfa y yo beta, irradiando la luz de los astros en el telón de la oscuridad y por sobre este pantano para marcharnos lejos, muy lejos. Una actriz necesita a un varón en quien se pueda apoyar y proyectar. —De a poco, Polichinela se fue girando hasta quedar cara a cara con Flaminia—. A todo esto, ¿te puedo llamar rubí?

      —Ejem… —quiso interrumpir Arlequín, en segundo plano, mas sin conseguirlo.

      —¿Para engarzarme como una joya en un anillo de plata y ser mostrada por ahí cual trofeo, cazado en los bosques mejor disimulados de barniz y andamios, mutilada de ambas gambas y zurcida la boca con un abucheo cordial? No, muchas gracias. ¡Qué considerado!

      —Ay —soltó Arlequín, como si le doliese algo.

      Polichinela pegó el mentón al pecho, decaído.

      —Además, no soy yo quien tiene una inmensa joroba a la espalda. Deberías verte en esos espejos —apuntó atrás—. ¿Qué pasaba por tu mente cuando dijiste que aceptabas?

      —¿Quieres seguir dándome cuerda? Aburres, mujer, no te quiero oír más. Suficiente, rubí.

      —Ejem… —volvió a insinuar Arlequín.

      Polichinela rindió los hombros y miró al techo con esfuerzo, venciendo como pudo el obstáculo de la joroba. Llegó a acuclillarse un poco.

      «Vaya, y todo eso para poner los ojos en blanco», pensó Dolores Avellaneda, haciendo un glorioso esfuerzo por comprender las aspiraciones de la obra que tanto prometía. A veces el diálogo se le escapaba. Como ahora, por ejemplo. No podía deducir a qué tanto «ejem». Ahora Polichinela algo explicaba. ¡Era eso, claro! El payaso de la máscara con protuberancias en la frente, de los losanges coloridos de verdes y naranjas y también amarillos, insinuaba con sutileza que Poli debía explicarle a la fastuosa y regia Flaminia lo de los nombres. Le decía «es un juego, o una manera de jugar», frente a lo que Flaminia se mostraba de acuerdo con una risa atronadora, queriendo encimarse sobre los otros actores que compartían el escenario. A la sazón resultaba forzado.

      Había que sumar a los supuestos de la trama la frecuente distracción que sufría Dolores. ¿Cómo conseguir interceptar al gran Mordechai David Glücksmann, más conocido como Max Glücksmann, sin resultar impetuosa? Desviaba constantemente su mirada al palco de la segunda planta más próximo al escenario. De seguro que el ángulo de visión sería inadecuado para que el director pudiese contemplar su puesta en escena, pero en este caso poco importaba, dado que el director era ciego y el dueño del teatro podría ver la obra tantas veces como le placiera, de llevarse a cabo más funciones.

      ¿Entrometerse en el palco, tal vez? Sería muy violento. ¿Hacer como que se perdía? Tendría que ser una estúpida. ¿Esperar hasta el interludio y tantear la situación para ver si podía inmiscuirse? Habría que contar con excesiva paciencia hasta entonces. ¿Sentirse indispuesta de pronto y acudir a la puerta más cercana? Era una idea más plausible. Para ello, debía partir localizando los servicios. Recordaba haber descubierto una puertecita que rezaba «DAMAS» junto a la escalera derecha cuando su aventura por las plantas superiores, antes de que iniciase el espectáculo.

      Se armó de valor y pidió a sus tres vecinos que le flanqueaban el pasillo en su hilera que la excusasen. Recibió dos gruñidos y un único «Pase usted. Adelante».

      Afortunadamente, su butaca pertenecía a una hilera bastante alejada del escenario. La separaban precisamente siete corridas si las hubiera contado, pero qué sentido tenía. Se internó en las sombras y, antes de atravesar las cortinas que cerraban el salón, se giró para ver si se perdía algo valioso de la escena.

      —Me gustaría saber por qué nuestro Arlequín ha aceptado el papel —decía Flaminia, abanicándose.

      Polichinela se cruzó de brazos, enfurecido porque le prestaran atención a otro que no fuera él.

      —Porque… Por dos cosas —explicó acercándose al borde de las tablas y hablando muy rápido, ya algo propio en él—. En primer lugar, tenéis que saber lo comprometido que me siento con Tantaluz y lo mucho que espero que vosotros también os sintáis parte del grupo. Con nuestros defectos, hemos formado una familia. ¿Qué familia no los tiene? La pregunta me queda muy por encima de mis facultades. Sabéis que Pantaleón partió por meternos en esto. Es amigo de Minoesi desde hace años. Creo que estudiaron juntos algo de actuación, aunque Minoesi se desvió por la dramaturgia. Vi cómo se le iluminaban los ojos a Pantaleón cuando supo que podríamos revivir el teatro de las máscaras; pensó que era una gesta noble. Es más, pensó que sería un honor personar la Commedia dell’Arte y que nadie en su sano juicio podría ponerse quisquilloso o esquivo. Toda esa excitación fue anterior al libreto, claro está. Pero son amigos, el dire con Pantaleón, y este hizo eso que hacen siempre los amigos: dijo que sí. Lo que siguió fue una reacción en cadena. Creo que Pantaleón habló con Colombina, facilísima de convencer, que permeó la idea con más tildes de las que haría cualquier otro. Fuimos cayendo uno por uno, como patos asados por el sol que quemó al mismo Ícaro.

      Prosiguió un momento de silencio. Otra vez un halo de incomodidad se cerró sobre los tres personajes en escena. Flaminia, demasiado orgullosa como para volverse, observaba impasible la fría masa de espectadores difuminados en espectrales contornos. Polichinela, entretenido en ordenar el desorden de vestimentas que había dejado con Arlequín, se abstuvo de mirar a sus colegas. El único que parecía absolutamente perdido era Arlequín.

      —Aquí es cuando uno de vosotros muestra interés por saber cuál es la segunda razón que tuve para aceptar —se quejó.

      Flaminia se miró las uñas. Polichinela botó las ropas que había logrado reunir.

      —Oh, no te hagas de rogar, Arle. ¿Nos dirás cuál es la segunda razón o deberemos hacer mérito?

      Arlequín se volvió y se enfrentó al reflejo de los espejos.

      —Sin esto, nada queda.

      Hablaba lentamente, lo cual sorprendió a los otros dos. Se volvieron. Algo de solemnidad en la escena.

      —¿A qué te refieres? —preguntó altanera Flaminia.

      —Cuando no estoy actuando, estoy intentando alegrar a los chicos de mi barrio con malabares o piruetas. Lo hago para no tener que reparar en las deudas. Pago una mísera pensión. Cualquier mes me cortan. Y como me hundo en fuertes dosis de literatura, la dueña no da un peso por mí. ¡Os lo digo que cualquier día me echa a patadas! Ya no me puedo embriagar tranquilo, porque no hay con qué pagar un litro. Sabéis que el alcohólico a alguien le roba para subsistir, porque no es justo andar de vago y tener además con qué poder limpiarse el gaznate. Porque, digamos, el que se quiere embriagar se debe dedicar a ello y hacerlo de la mejor forma. ¡Cuántas veces me ha pasado que empiezo y no logro más que un suave mareo antes de encontrar el vaso vacío! Y ahí quiero que se corte la luz y que se acabe todo. ¡Todo! Que me trague la tierra misma que piso. Pero no, ni siquiera tengo a quién recurrir para embriagarme tranquilo. Ni siquiera sé dónde me puedo caer muerto y tranquilo. Así que ya veis; tuve que aceptar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De alguna forma hay que seguir rascando pasta y llenándose el estanque.

      —Vaya, creo que hablo por los dos cuando digo que nos pillas desprevenidos.

      —Yo algo me olía, pero nunca estuve segura.

      —Da


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