Espejo para ciegos. Bruno Nero
de su más reciente desafío.
—Si te birlas una máscara en los bastidores, te compro tu chocolate favorito —le había susurrado Carlo en un momento de diálogo en el escenario. Los cinco integrantes de la familia se sentaban uno al lado del otro. Junto al pasillo, Alessandro, luego Giacomo y Carlo, este junto a su madre y esta junto a su padre. Seguía un completo desconocido que apenas les había dirigido una inclinación de cabeza nada más sentarse.
Ahora Giacomo sopesaba la propuesta. Por un lado el chocolate y por otro la vigilancia imperturbable del hombre de allá arriba. ¿Sería sencillo colarse?
En el escenario seguían con los nombres.
—Todos vosotros, los altos exponentes de la realeza veneciana, han de tener un lugar de procedencia —decía Arlequín—. Me pregunto cuál es el tuyo, Pantaleón Hacecas.
—¡A mí también me gustaría saberlo, cariño!
Por un lado del hombre-pavo se puso la mujer y por el otro el payaso, expectantes.
—En primer lugar, no tengo apellido. ¿Está claro? En segundo lugar, nací en la región del Véneto, pero ni idea si fue en Venecia. Podría ser de Padua y así ni me entero. Me hice noble no por la cuna, sino que por desempeñar con excelencia la profesión de mercader. He apilado una fortuna y no tengo reparos en dilapidarla, pero soy tacaño con quien me pide favores, así que en escena ni siquiera intentéis improvisar un soborno que os irá como la peste. En cuanto a nombre, olvídense que esto tendrá continuidad. A lo más aceptaré un Pantaleón Padovés mientras estemos en escena. Entretanto dejaos de tantas estupideces.
Colombina mostró todos sus dientes con una encantadora sonrisa. Pasó por delante de Pantaleón para coger de un brazo al payaso. ¡Cómo brillaban las escamas de su antifaz! Parecía la piel de una serpiente azulina o de un cocodrilo diamantino.
—Alguien no quiere jugar, Arlequín, pero apuesto a que tú sí que no tendrás objeciones.
—¿Por qué las tendría si te puedo hacer feliz, amiga mía? —indagó con retórica el payaso, hablando muy rápido.
Ambos recorrieron el borde del escenario, tranquilos en comparación con el inquieto hombre-pavo.
—Me divierto con tan solo verte, Arlequín. ¿Sabes que me declararás tu amor en una escena?
—Incondicional, mi Colombina. Espero que nuestro Pantaleón no se ponga celoso.
—En el escenario tendrá que ser así, pero tras bambalinas pueden fanfarronear todo lo que quieran con sus máscaras y burradas —terció este—. Va quedando poco para salir a escena, Mona, así que no te entretengas y concéntrate.
Ella esquivó el llamado de atención de Pantaleón.
—¿Harías una cosa por mí, divino Arlequín?
—Lo que mi amada Colombina desee es para mí la luz del día y el sol que deberé seguir.
—¡Qué romántico! Adivino que en el escenario la pasaremos divinamente. Ahora, dime lo que otro no me ha querido decir.
Miró por sobre su hombro en dirección a Pantaleón, que ya iba y venía otra vez, berreando rabietas insonoras.
—¿Y eso qué es? —se interesó Arlequín.
Colombina adoptó un aire conspiratorio.
—¿Habrá alguna muerte durante la obra?
—Veo que alguien no se ha leído todo el libreto.
—De lo mismo me quejé yo —terció otra vez Pantaleón.
—¡Tan solo dímelo, mi Arlequín! ¿Habrá alguna muerte a la que tengamos que hacer frente?
Arlequín soltó un largo bufido. Buscó apoyo en Pantaleón, quien no le devolvió la mirada. El payaso se encogió de hombros. Su tono se volvió tétrico y podría decirse que le respondió al público más que a la mujer que se le colgaba de un hombro.
—Sí, me temo que la habrá.
Colombina alzó los brazos y giró mostrando su alegría y haciendo una pequeña pantomima de festejo.
—¡Qué excitante!
Justo entonces se oyó una explosión amortiguada y rasposa, producto también del oculto gramófono de los ruidos. Pantaleón cesó en sus idas y venidas para coger a Colombina del brazo y arrastrarla consigo hacia el extremo derecho del escenario.
—¡Los fuegos de artificio! —vociferó—. Es nuestro turno.
Reacia a ser arrastrada, la mujer se zafó de la garra y se alisó las faldas antes de seguir la estela de Pantaleón, quien ya desaparecía por las sombras invisibles del teatro.
CAPÍTULO 2 En donde ocurrió algo horrible
Hay algo preocupante en el silencio al igual que ocurre cuando se es víctima de una bulliciosa cacofonía. Las fauces del escenario permanecen abiertas, listas para engullir a la extraña criatura de dos pies, dos cabezas y cuatro ruedas que se mofa sin saberlo del bostezo, cual plancton incauto o más bien vivaracho que contemplase las barbas de la ballena con expresión miope, inmune a la succión del gigante.
Julia sabe cuánta responsabilidad lleva sobre sus hombros o, precisamente, en las manillas que aferran sus manos: evitar cualquier exposición a lo desagradable —amplísimo espectro de múltiples definiciones—; evitar cualquier discusión acalorada; nada demasiado estimulante, tanto en comidas como en sensaciones; nada que pueda resultar demasiado repetitivo o ruidoso. Por eso, cuando supo que su señora quería ir a una librería, accedió sin reparos. ¿Qué otro lugar podría ser más apacible que una librería? Se le ocurrió una casa en una montaña o un iglú en el Ártico.
No obstante, de lo que conoce a su señora hasta ahora, sabe que ella cae presa de emociones intensas, acaso indeseadas para su débil condición. Súmese a ello que los sentidos restantes se agudizan cuando se ha perdido la visión, según dicen.
Quiere hallar inspiración para fundir el plomo que atenaza el corazón de la dama, que se ha quedado en vilo. Se percata de quienes reparan en ellas desde sus mesas en el escenario. Sabe que aquí despiertan tanta extrañeza como hicieran en Madrid. Las observan con las facturas a media altura o las tazas asidas con pulgares e índices, mas no alzadas.
A todo esto, son las diez de la mañana.
—Y bien, ¿vamos a por ese café o prefiere que se lo traiga?
—¿Eh? —Unos ojos vedados la buscan en los infinitos espacios de la oscuridad, como si hubiera un rostro flotando por ahí que correspondiese al autor de la frase—. No, no, mejor dediquémonos a la misión que nos trae aquí. No quiero pisar el escenario. Al menos no de momento, porque para ello debo prepararme. —A la señora se la ve intranquila e incómoda—. Llévame adonde están las novelas. Alejémonos, Julia.
Es la primera vez que la señora habla de una “misión”. Ni siquiera en las catorce horas que pasaron sentadas lado a lado en el avión —tortuosas horas en que la constante preocupación privó a la asistente de pegar los párpados— le insinuó algo semejante. ¿A qué aludirá? Debe dejar pasar el comentario.
Inclina su cuerpo hacia adelante para imprimir suficiente impulso a la silla de ruedas. Continúan el rodeo del gran óvalo central para dar, aproximadamente a medio camino de vuelta hacia el vestíbulo, con un espacio abierto entre los estantes paralelos y perpendiculares al muro. Tres mullidos sillones y una mesita central están ahí para que los visitantes puedan degustar de algunas páginas puestas a airearse entre manos indecisas, parangonando la condición textil del texto que necesita ser probado con la vista tal como la tela con la yema de los dedos.
Dos de los asientos se encuentran libres. Julia no tarda en ocupar uno, dejando la silla de la señora junto a ella. El ocupante del sillón restante es un hombre barrigudo de