Espejo para ciegos. Bruno Nero
Tenía facciones limpias y espaciosas: frente alta, cejas separadas y cortas, nariz prominente —aunque con el buen gusto de ser respingada— y un bigote impecable que terminaba precisamente sobre las comisuras de sus labios. Bajo el lagrimal del ojo izquierdo tenía un lunar, detalle que Dolores encontraba “distinguido”. Durante una fracción de segundo sus miradas se cruzaron, prístina la de él y parpadeante la de ella, y el hombre le dirigió una sonrisa sumamente jovial a pesar de sus cuarenta y ocho años.
A punto habían estado de intercambiar cordialidades, pero se le había esfumado en el último instante. ¡Había temido inmiscuirse en una conversación importante! Por lo que lograba deducir, el hombre de las gafas tendría que haber sido Simeoni, el dramaturgo y director de Rumores tras bambalinas, la obra que les reunía en el Grand Splendid aquella tarde.
Si solo hubiese mostrado algo más de valentía y sabido utilizar el recurso de la distracción femenina con soltura… Abatida, Dolores suspiró y volvió a su posición junto a las barandas circulares. Buscó abajo a Pinélides o a su nieta, pero la muchedumbre las había devorado de alguna forma. «Ah, abajo adonde también deberé ir para tomar asiento». Supo que bajar era capitular, pero no tenía más que hacer ahí arriba.
De un momento a otro, justo cuando a oídos de Leticia llegaban las palabras de algún Bonpiani oculto por la muchedumbre, no sabía si emitidas por Carlo o por Alessandro, el asedio del público venció la resistencia de las puertas y cada uno fue a ocupar sus butacas. En comparación con el apuro general, Leticia y su abuela quedaron rezagadas, con lo cual la niña tuvo tiempo para admirar la nave en que se habían sumergido.
Cuatro hileras de palcos y un sinnúmero de butacas alineadas en tres filas, de las cuales la central era la más ancha, abusaban del espacio que convergía en una inmensa cortina bermellón de terciopelo. Antes de poder contemplar con detalle la sala, la cabeza de Leticia se alzó por tercera vez a lo alto.
Una pintura enorme coloreaba la cúpula. ¿Cómo se pintaba algo así? ¿Qué inmenso pincel se utilizaba? Sería mejor tener ojos en la coronilla o cojines en el suelo para que uno pudiese echarse de espaldas y abarcar toda la obra. Por más que su nuca le doliese, no pudo desprender la mirada de lo que parecía un consejo de gentes con túnicas en torno a una mujer vestida de blanco con un brazo alzado y el otro con unas ramas verdes en alto. Todos parecían prestarle oídos, menos el león oscuro que jadeaba cerca de sus pies junto a una escalera surcada por un reguero de flores. Junto a la mujer de blanco volaba una columna de palomas (¿con ramos de olivos en sus picos?) a toparse en el cielo con los querubines que también acudían al concilio.
—¡Espléndido! —celebró Pinélides.
—Splendid puede significar «espléndido» en otro idioma —sugirió la niña, que había aprendido hacía poco que su lengua no era la única hablada en el mundo y que existía gente que jamás la comprendería.
—Tiene sentido, polluelo.
«Mirar hacia arriba es importante, pero hace doler la nuca», concluyó con el incisivo raciocinio propio de quien emite axiomas tempranos, típico en sus nueve años.
No era la única en admirar la obra. A su lado, otros hacían sus empeños.
—Es evidente la alegoría al fin de la Gran Guerra.
—Representa la paz, sin lugar a dudas. ¿Algún modo de enfatizar lo importante de la prosperidad para el bienestar de los pueblos?
—No hace falta ni que lo digas, che.
Otras voces:
—La musa del medio, ¿quién podría ser?
—De buenas a primeras, diría que es la Fortuna.
—¿La Fortuna? Me falta la cornucopia a su lado.
—Fijate bien en las vides, el trigo y la fruta. Presagia abundancia.
—Sin embargo, no están en su posesión. Me inclino a pensar que se trata de otra diosa. Atenea, más bien. ¡Eso es! Atenea es la diosa de la guerra, pero también de la paz. Por si fuera poco, es la diosa de la cultura y de las artes. ¡Vaya, sí debe de ser ella!
—Reconozco que me convencés.
Leticia renovó su interés por la pintura. No tenía idea quién podía ser Atenea, pero le llamó la atención el comentario acerca del final de la Guerra Mundial. En efecto, descubrió muy cerca del borde cercano al telón, donde una mujer y un niño u hombre acuclillado lloraban junto a un murciélago —porque acaso le temiesen y quisiesen espantarlo—, una inscripción sucedida por unos números. ¡Una fecha, sin duda alguna!
«N. ORLANDI 1919»
Logró descifrar la inscripción deletreando en voz alta. ¡Entonces debía ser cierto que la cúpula quería representar la paz tras la guerra! Leticia todavía no era capaz de concebir las distancias, pero ella sabía que la guerra había sucedido muy lejos y, por consiguiente, parecía increíble hallar alguna referencia a la misma en un lugar tan apartado del mundo, según el atlas que aprendían en la escuela.
—¿Qué hacés, Pine? —Era Dolores, que las alcanzaba por la retaguardia—. Vamos a encontrar nuestros asientos.
—Pensé que te habríamos perdido —rezongó la aludida.
—Nada de eso. ¡Andando! —esquivó con maestría el reproche.
Su abuela tironeó de Leticia por uno de los dos pasillos. «A 7» y «A 8» rezaban sus boletos. Dolores, a pesar de la incredulidad de su abuela Pinélides, tenía el «H 5». Desmintió que fuese premeditado y dio a entender que un error de último minuto había acabado confundiendo su número de butaca. A Leticia no le importó, pues la fortuna le sonreía al ofrecerle un asiento en primera línea. Su abuela no parecía la mar de contenta, pero supo ser agradecida. Las amigas se despidieron; deprimida la que no había capturado a su presa y contrita la que se resignaba a ver la obra sin nadie con quien poder comentarla, amén de la excitada nieta que por ningún motivo podría estar a la altura del entendimiento dramático. Pinélides Blanco se dejó caer con un resoplido y quiso hundirse en la butaca al constatar con vergüenza que prácticamente todo el teatro las había visto al ser de las últimas en tomar asiento.
—Sentadas aquí serviremos de receptáculos para los escupitajos de los actores.
Pálida, la niña no dio crédito a lo que oía.
—¿Son tan buenos que la gente los viene a ver incluso si les escupen en la cara?
Su abuela rio de buena gana, justo cuando bajaban las luces y el murmullo general arreciaba en recatadas toses, como una tormenta gobernada a voluntad. Pinélides se vio obligada a susurrar al oído de su nieta.
—Lo verás tú misma. Por el esfuerzo que les significa impostar la voz, suelen…
—¡Ssss! —siseó alguien a su lado, imponiendo el mutismo sobre los últimos arrullos de las primeras filas.
Sobrevino un tímido silencio que poco a poco supo asentarse entre los infaltables quejidos y golpecitos de los paraguas que se caían o de las carteras que se resbalaban por la falda de las señoras.
Leticia giró la cabeza y buscó una última vez a los Bonpiani. Un codazo de su abuela le advirtió que sucedía algo en el escenario. Cuando se volvió, apreció el vaporoso correr de la elegante cortina. Los tablones crujieron bajo el peso de una imponente figura.
CAPÍTULO 1 En donde se empieza por el retorno
—Aquí es.
La silla de ruedas se frena secundando el esperado anuncio, tajante cual acusación de verdugo. Ella, la mayor, no se cree que hayan llegado tan pronto, si hacía tan solo una cuadra que doblaron por la Avenida Santa Fe.
Frente a sus narices pasa la gente con su habitual indiferencia, participando de la corriente citadina que vuelve a la mole de edificios un ente orgánico cuya respiración asfaltada y húmeda le rocía su rostro