Espejo para ciegos. Bruno Nero
bajan por un agujero…
—¡Un agujero!
La señora se lleva una mano al pecho, afligida por la novedad.
—Adivino que antes no lo hubo —cavila la muchacha—. Es un óvalo socavado en el medio del salón para descender a lo que desde aquí parece otra sección.
—¡Dios mío! Hay que ver la de cosas que son capaces de hacer las personas, si bien me temía visitar un lugar ultrajado y, por el contrario, pareciera continuar siendo sorprendente. —La señora se acomoda en su silla de ruedas adoptando un talante interesado—. Si tuvieras que elegir una palabra para describir lo que ves, ¿cuál sería?
Julia ni siquiera se lo piensa:
—Eso es fácil: ¡Dorado!
La señora se relaja en su silla móvil.
—Ya tenía razón yo; no parece haber cambiado mucho en todas estas décadas.
Avanzan algo más, rodeando los estantes repletos de libros que llegan a la altura de las caderas y que sirven en cierta medida como barandas del infame agujero practicado en medio del salón. Las portadas de los libros se camuflan como alas de mariposas o bien se entraman como escamas irisadas de peces coleccionados por aficionados que los categorizan con objetividad. Pasadas las novelas de bolsillo de reciente publicación o los best-sellers americanos con retratos de sus autores impresos entre nombre y subtítulo están las secciones de cocina con platos humeantes llamando a la tentación, la de autoayuda con sus preguntas sugerentes del tipo «¿Cansado de la rutina y del estrés?», la de arquitectura con edificios imposibles enmarcados en el frontis de esos volúmenes impagables, la de cómics con sus superhéroes de colores chillones o caricaturas divertidas e infantiles, también la de los infaltables ensayos y de doctrinas universales.
«Da para marearse», piensa Julia con intención de dejar volar a la curiosidad para sumergirse entre tantas materias. No obstante, un acogedor espacio captura todos sus sentidos.
—¡Vaya, vaya! Hay un cafecillo de lo más mono en el escenario —anuncia con evidente alegría. Repentinamente la perspectiva de tomarse una tacita le ha enardecido el ánimo. Lleva la silla de ruedas con inconsciencia hacia una rampa lateral que comparte el espacio de los peldaños que suben a los tablones—. ¿Le apetece algo?
La anciana constata por milésima vez cómo su ceguera le permite anteponerse a los límites de la visión, pues ha capturado el aroma del café molido y hervido varios estantes antes de que Julia se lo anunciase, si bien le parece increíble que el origen del aroma sea justamente el lugar que tanto rehúsa y al que la silla de ruedas parece dirigirse invariablemente.
—¿Es que acaso el escenario también lo mantienen? —pregunta a su vez la señora esquivando abiertamente la primera pregunta.
—Diría que debe tratarse del auténtico, a excepción de la escalerilla que han puesto para subir por el frente. Incluso se ve el cortinaje corrido.
Ya las ruedas delanteras de la silla móvil cogen el ángulo de subida de la rampa.
—Detente aquí mismo —ordena la anciana, subiendo el tono de voz de forma desacostumbrada. Julia se congela sin reparar en las miradas que ellas suscitan—. ¡Atrás, Julia!
Obedeciendo, la asistente retira la presión y deja que la gravedad le devuelva con su impulso la silla que estuvo a punto de empujar arriba. Queda a la espera de una voluntad que tarda en expresarse.
—¿De qué color es el telón?
La pregunta la pilla por sorpresa. Observa con detención los largos paños que cuelgan como columnas de lava junto a los márgenes del escenario.
—Rojo oscuro… Escarlata, creo que es.
Julia cree oír un gemido de impresión y un temblor en la silla.
—Es el mismo —sentencia la señora, hundiéndose en la oscuridad de su ceguera para viajar a una tarde de mil novecientos veintitrés, tan pretérita y a la vez tan presente.
Acto primero Escena I
Toda luz degeneró en un ínfimo brillo áureo. El telón se corrió arrugándose para revelar un cuarto singular y, todavía más singular, a un diablo parado en su centro rodeado por un sinnúmero de detalles que solicitaban la atención: en un extremo del escenario una corrida de perchas atiborradas de prendas multicolores, apretujadas y algunas superpuestas a otras, sin ningún decoro, hablando de presurosos cambios y poca disciplina. La parte trasera del escenario —esto es, aquella directamente opuesta al público— se extendía a través de tres espejos enmarcados en collares de ampolletas, algunas arrancadas o sencillamente quemadas. Tres sillas se anteponían a los espejos. La del medio estaba ocupada por una mujer, aunque de momento se le veía la espalda, si bien resultaba evidente que afinaba su maquillaje con ahínco. El otro extremo del escenario era un caótico conjunto de objetos, a saber: baúles a medio cerrar —o a medio abrir— con sábanas u otro tipo de tela queriendo arrancar; armas de madera, de las cuales sobresalían lanzas y alabardas, pero también había espadas y escudos; un papagayo de paño, puesto ahí seguramente para sugerir algo de color en ese extremo; un busto de una diosa o un dios encasquetado, podría ser Marte o Artemisa; un pequeño armazón semiesférico tejido de alambres, tachonado con máscaras venecianas, casi todas oscuras, aunque también las había cobrizas y de tono más claro.
El diablo exigía atención. Llevaba calzas carmesíes y ajustadas a lo largo de dos piernas huesudas. Se movía de lado a lado, inquieto. Parecía un pavo con su cuerpo largo y curvado hacia adelante, esperando que se le cruzase un conejo o algún animalillo sobre el cual abalanzarse. Mantenía los codos junto a las costillas, como si la articulación brotase de un hombro secundario a medio torso. Arriba, su mentón exagerado con barba de chivo igualaba la prominencia de la nariz de la media máscara huesuda y aquilina, algo menos demoníaca que su indumentaria. Una capa negra acentuaba su aspecto plumífero.
—¡Una vergüenza! —acabó por exclamar entre alguna ida y la respectiva vuelta—. ¡Como si él me debiese tolerar a mí cuando no está ocupado exigiendo pleitesía! Ha dicho maravillas acerca de su trabajo, mas no del mío, aunque estoy seguro de que ha forzado mi participación, pues conoce mis facultades. «Necesito un viejo con presencia, necesito un pilar sobre el que se sostenga el resto de la fronda de especímenes que estoy dispuesto a madurar en el árbol», ha dicho. Nos trataba como frutas, pero sé que mira al mundo de forma diferente. Y para él yo no soy fruta, sino que tronco. Heme aquí, todo un Atlas con el peso de una obra “orbe” a mis espaldas. Acepté, claro está, pero con pocas ganas, ¡y me disfraza así!
La mujer, quien hasta entonces estuvo maquillándose frente al espejo del medio, dejó inesperadamente su labor para buscar en el reflejo el aguileño perfil del hombre-pavo.
—¡Silencio, cariño, o te oirán del otro lado! Calla y presta oídos que la escena ya ha comenzado. —Sonidos ahogados provenían de alguna parte difícil de precisar. Podía suponerse que eran sonidos distantes embadurnados con un roce artificial muy particular que recordaba el gramófono de la abuela Pinélides, siempre presto a cantar óperas—. Me gustaría saber de qué va la obertura. Debemos cuidar lo que digamos, magnífico Pantaleón, para que no nos oigan del otro lado.
—¿Insistirás con eso de mofarte de mi personaje?
—La oportunidad es verdaderamente magnífica. ¿Para quién no sería un honor interpretar a Pantaleón, sacado de su tumba con la increíble promesa de renovar la gloria de antaño? ¿Cuándo volveré a verte convertido en un viejo avaro, cascarrabias, libidinoso y rico? Son cosas que escapan a la realidad e incluso a las fantasías que mejor pudiera haber elaborado.
Pantaleón apuntó al reflejo mediante el cual le hablaba la mujer.
—Pues si te quedas conmigo por otros veinte años, entonces quizás ya no necesite máscara alguna.
—¡Es un bello juego! —Por fin, la mujer dignó darse la