Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


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había sido la de no volver más siquiera a pisar aquel sitio. Creyó que rodando sentada en su cómoda silla mantendría su promesa. Repara ahora en lo inmaduro de su postura; a su edad ya está bueno de excusas y de intentar salir indemne. ¿Para qué, a fin de cuentas?

      Si el anuncio de su arribo le ha sonado a acusación, reconoce que ella es la condenada al patíbulo. Será el castigo por quebrantar su palabra, asume.

      —Hemos llegado pronto —se atreve a expresar procurando evitar cualquier temblor en la voz.

      Arriba estarán los atalantes custodiando todavía el paso de cualquier paseante. Observarán con pétrea curiosidad la llegada del armatoste de hierro con cuatro ruedas y una apergaminada anciana montada encima de ella con los ojos cerrados, como muerta.

      «Todavía no», le gustaría recriminarles a los bestiales gigantes que en sus nucas sostienen los balcones de la segunda o tercera planta, si bien quien la arrastra a empujones no entendería ni pío y pensaría una vez más que su señora ha enloquecido. ¡Nada peor que dar lástima! Acaso uno de los más terribles pesares de la vejez es la usurpación de la cordura y su sustitución por la senilidad.

      Pero ya está: llega una vez más, contra marea y corriente y contra ella misma. «Ya está», deja de retorcerse. Se abandona aplicando entereza a su resignación. Sabe que debe restarle amargura a su condición para centrarse en su nuevo e inesperado cometido.

      —He de confesar que a mí también me parece que hemos llegado pronto, señora. Son tan imponentes los edificios y tan variadas las gentes que da gusto verles. Y los escaparates distraen. —La que empuja a la anciana calla al constatar lo disparatado de su comentario.

      Parece que la inválida no le presta suficiente atención. A medida que el ruedo las acercaba más y más a destino, venía pensando en dar la vuelta y marcharse, pero sus piernas le han dejado de responder hace años, luego de aquella vergonzosa amputación del pulgar. Debe vencer el miedo y aceptar su condición de condenada, de suerte que el reencuentro con el pasado le sirva de purgatorio para expiar su ingenuidad y cerrar un fallido intento de círculo que quedó colgado cual herradura, oxidado pero eterno.

      —Lo han convertido en una librería —puntualiza exagerando su resignación. Hay un dejo de amargura en la frase.

      —Hará uno o dos años, a lo sumo. He leído una noticia respecto del lugar —completa su asistente o su lazarillo. Nunca ha sabido cómo llamarla—. ¿Pasamos?

      Tras unos largos segundos, la anciana asiente. Nadie nota cómo tuerce la boca. Inhala un poco del sofocante aire bonaerense que precede a la lluvia de primavera. Cuando el viento refresca sabe que han entrado al vestíbulo del edificio.

      Le dan unas ganas locas de ordenarle a su asistente que emprenda la vil y poco honrosa retirada. ¿Por qué vuelve? De momento olvida la respuesta ante la agria duda. Podría emprenderla con su asistente. ¿No se da cuenta de que la senilidad enturbia su razón? ¿Hacerle caso al capricho inexplicable de una anciana? Sin embargo, cuando recuerda la razón que la hizo tomar la decisión logra apaciguar su tormento, dejándose guiar con soltura y docilidad.

      «Ya está. Ya está».

      Una afable voz masculina rompe el magnetismo atmosférico del vestíbulo aireado. Opacados quedan los sonidos de la calle a sus espaldas.

      —Buenas tardes. ¿Lleva algún libro en su cartera?

      Por cómo le cae el hálito del hombre en los párpados sabe que se dirigen a ella.

      —Por supuesto —responde.

      —Debe dejarlo en uno de nuestros casilleros, si fuese tan amable.

      —No hace falta cuando se trata de un Novalis publicado en la década del cincuenta y, más encima, en alemán. Estoy segura de que aquí no lo tendrán a la venta.

      —Le creo, señora, pero aun así el protocolo me exige revisar cada bolso que entra.

      Como una ventolera cae otra vez el hálito del hombre que se ha dado cuenta de la ceguera de la señora. No sabe hablarle desde la distancia.

      —O sea que usted me cree, pero precisa del registro —resume ella con sorna—. Otra prueba de que pertenezco a una época pasada en que la palabra bastaba.

      Antepone su cartera de mala gana y ordena a su asistente que saque el ejemplar mentado. A ojos vista se trata de una encuadernación deshilachada en estado decadente, con hojas amarillentas cortadas irregularmente y con una portada arruinada por frecuentes lecturas.

      —Muy bien. Adelante —aprueba el hombre dirigiéndose a la guapa muchacha que empuja a la postrada.

      —Julia —dice la anciana con una voz de mando que evidencia su autoridad sobre su lazarillo.

      Las ruedas retoman su giro, esta vez con apacibilidad y no con la presión de la calle. Julia, enmudecida, sonríe con empatía al afable guardia de ancha panza. Hay veces en que su señora se remonta con exceso al pasado, como si deseara vivir todavía en él.

      —Querida niña, quiero que vayas relatando lo que veas, por favor.

      Acostumbrada a la petición, Julia adopta un tono de voz monocorde. En España ha sido fácil, porque es su patria y la comodidad de mostrar la propia casa se le hacía patente describiendo los mismos monumentos que conocía desde los textos escolares. Ahora, recién llegada a un país diferente, le resulta artificial apoderarse de algo que le es ajeno. Sabe, por lo demás, que aquel lugar guarda un significado particular para la señora, quien se ha alterado en un par de ocasiones cuando lo rememora, siempre con una emoción indescifrable.

      —Bien, pues hay libros amontonados sobre mesas que cortan el avance, por eso giramos ahora hacia la derecha. Es un lindo y amplio vestíbulo. A ambos lados hay repisas y mostradores que ofrecen volúmenes gráficos de hojas anchas. Pasamos junto al inicio de una escalera que da a las plantas superiores. Ahora subimos una rampa que está a la par de las escaleras para llegar a un rectángulo sin mesas. A cada costado hay unos mostradores… No, son los puntos de venta. La gente hace fila para pagar sus productos.

      —¿Y la decoración?

      Julia se sorprende por la excitación de su señora.

      —Se ve muy antiguo y por eso no la he descrito —justifica—. Da la impresión de que siempre ha sido así.

      —¡Fabuloso! ¿Qué más?

      —Bueno, hay una garganta que nos permite pasar a un salón más grande… Vaya.

      —Así que lo han conservado. ¡Lo han conservado! Aquella reacción tuya no puede ser por otra cosa.

      Julia se toma unos segundos antes de contestar:

      —Cuando usted me comentó que se trataba de un teatro… Bueno, teatros he conocido muchos, pero jamás llegaría a imaginarme algo así.

      —Bienvenida, entonces. Bienvenida al pasado …

      —Es estupendo.

      —No en vano se le bautizó Splendid. Espléndido. No se creería que haya vuelto… Ahora dime cómo se las han arreglado con los libros. —Julia no responde de inmediato, por lo que su señora se ve obligada a elaborar la petición—: Conozco tus silencios tanto como el sonido de tu voz. Sé cuando no has comprendido gran cosa. Lo que quiero decir, niña, es que la última vez que estuve aquí todo el suelo eran butacas. Imagino que ahora algo habrán hecho para dar cabida a los libros.

      —¡Por supuesto! Qué tonta he sido. La comprendo absolutamente. —La asistente retoma su voz de locutora radial—: Ante nosotras hay una bifurcación y podría decirse que cada camino es simétrico. Poseen estantes perpendiculares a las paredes del óvalo, en donde se almacenan más libros. Porque la sala es un óvalo, me doy cuenta ahora. Veo espacios de lectura; no muchos, pero los hay. Desde aquí se ve que las plantas superiores no cuentan con repisas atravesadas, sino solo con repisas pegadas a las paredes.

      —¿Y ante nosotras?


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