Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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ahora?

      –Ahora. Van a mandar un coche a recogerlo. Lo va a esperar en el Club.

      Diego sintió una puntada en el estómago. ¿Cómo sabía Maidana que estaba en el Club Español? ¿Lo estaban siguiendo?

      –El Club… –dijo.

      –El Club Atlético –completó Maidana, arrastrando las palabras. Diego sabía que la cara poceada de Maidana estaría sonriendo con sorna. Solo los no iniciados necesitaban que se les aclarase de qué Club se trataba. Oficialmente, lo que se daba en llamar Club Atlético era el sótano del edificio de intendencia y mantenimiento de la Policía Federal. Extraoficialmente… Diego sintió un escalofrío. Indart quería que se subiera al coche en el Club Atlético. El mensaje del coronel era cada vez más claro y tajante.

      –En la esquina de Paseo Colón y… –empezó a decir Maidana.

      –Sé donde es.

      Hacer más preguntas no tenía sentido. Maidana era un mensajero.

      –Lo veía venir –Inés alzó los ojos al techo cuando él se lo dijo–. ¿Tendrías al menos la cortesía de explicarme por qué te tenés que ir, cuál es la terrible urgencia?

      Diego hizo ademán de tomarle la mano pero ella la retiró y la apoyó en la mesa. El pianista ya había vuelto a su asiento y calentaba los dedos con un fraseo de «Malena».

      –Perdoname –se disculpó Diego–. Es obvio que de haberlo sabido no te habría invitado a bailar.

      –Pero nunca sabés, claro. O, si sabés, no podés decirlo. Todo es un gran secreto, hasta tu dirección o tu número de teléfono. Y vos esperás que yo dé un taconazo y grite ¡sí, mi Führer! Enterate: yo no fui a la escuela de obediencia canina, o comoquiera que la llamen tus milicos.

      Su boca era una furiosa mueca pintada de rouge, pero el tono forzado delataba una mezcla de resentimiento y preocupación. Inés no soportaba que él fuera militar. Sus misteriosos quehaceres abrían una grieta entre ellos, y la posibilidad de que lo convocasen en cualquier momento enturbiaba sus encuentros. La culpa era toda suya, él lo sabía.

      –Mirá –dijo–, esto va a cambiar pronto, te lo prometo. Voy a dejar el ejército.

      Inés arrugó un lado de la boca.

      –Decís eso una vez por mes. Es pavloviano.

      Él frunció el ceño.

      –Te lo dije: lleva tiempo. Necesito una razón irrefutable. Y creo que ya la encontré. Voy a pedir la baja médica.

      Inés lo miró preocupada:

      –Pero estás bien, ¿no?

      Él arrimó su silla a la de ella y, con su mejor sonrisa, se le pegó.

      –No me pasa nada. Pero… –Diego bajó la voz, aunque la orquesta había subido el volumen– si le encuentro la vuelta, quizás consiga que me den de baja.

      Ella, vacilante, lo miró fijo.

      –Te lo iba a decir ni bien presentara los papeles.

      Sabía que no debía dejar entrever ni el menor atisbo del plan que podía rescatarlo y poner fin a la inseguridad. Pero Lucas le había asegurado que lo tenía todo calculado, y en Lucas se podía confiar. Era un médico respetado. Hacía meses que venía estudiando la enfermedad, observando a pacientes en el hospital, para ver cómo simular los síntomas y liberar a Diego antes de que el coronel Indart lo pusiera definitivamente entre la espada y la pared. Estar bajo el mando de Indart ya le había producido suficientes cicatrices.

      –No puedo contarte nada más –susurró Diego bajo el rumor de la música–. Confiá en mí. Y no digas ni una palabra. Podría arruinarlo todo.

      Él se dio cuenta de que ella quería creerle pero dudaba a la vez. Se levantó.

      –Me tengo que ir. Consigo un taxi y vamos.

      –Te vas vos –dijo Inés, con repentina dureza y mirando hacia la orquesta–. Yo me quedo acá, disfrutando del vino y de la música. Después voy a cenar algo y puede que baile con alguno de estos caballeros.

      Diego esperó un taxi delante del Club Español, contemplando a los emperifollados que ingresaban en su popular restorante dispuestos a pasar un buen rato, como si en el país no pasara nada. Él también había venido con esa intención. Su mirada trepó por las tejas, los elaborados frisos y los herrajes de la fachada iluminada hasta la broncínea figura alada de la cúpula. Había visto muchas veces este edificio modernista de rasgos moriscos en libros de diseño, en revistas y películas, y siempre acababa pensando en lo diferente que debió ser aquella Argentina de 1911, cuando Henry Folkers, un holandés, lo diseñó para la próspera comunidad española, muchos de cuyos nietos preferirían ahora que sus abuelos se hubieran quedado en Europa.

      Se quitó el saco y se lo colgó del hombro, tratando de saborear las sobras de su malograda velada civil. La ola fría que había fustigado Buenos Aires dos días atrás había remitido y la noche templada lo sorprendió con sus augurios primaverales. Una suave brisa llegada del río de la Plata meció los jacarandás a lo largo y ancho de la 9 de Julio. Miró hacia el norte donde, a una media docena de cuadras, erecto como un enorme símbolo de fertilidad, el obelisco se recortaba contra el cielo estrellado, dominando la ciudad palpitante. Qué coherente con la actualidad que el «monumento al falo» presidiera Buenos Aires. Tres años después de la muerte de Perón y la defenestración de su inoperante esposa, los militares, con su culto al machismo, gobernaban el país a puro vergajo.

      Inés lo preocupaba. Se había puesto como una fiera y él, aun sabiendo que le convenía callar, había terminado por confesarle que iba a solicitar la baja. La confidencia la había ablandado, compensando un poco la velada trunca. Pero ahora se arrepentía de habérselo contado. Cuanto menos supiera, mejor.

      Un taxi venía hacia él con la señal roja de Libre encendida entre el techo amarillo y la carrocería negra, la radio a todo volumen. Lo paró y se subió.

      –Buenas noches –dijo, tratando de imponerse a la radio.

      –Buenas noches, señor.

      –Paseo Colón y Garay, por favor.

      Diego habría jurado que el chofer lo había escudriñado velozmente en el retrovisor antes de bajar la banderita. En la guantera, una calcomanía rezaba: yo quiero a mi argentina, ¿y usted?

      El locutor de la radio cacareaba noticias sobre una delegación de alto nivel encabezada por el almirante Rinaldi, el actual canciller, que había llegado a Washington para suavizar las relaciones con el gobierno de Carter. El chofer soltó un bufido y apagó la radio.

      –Otra vez chupándoles las medias a los yanquis –dijo.

      –Supongo que Rinaldi no quiere ponérselos en contra –dijo Diego.

      –Seguro –se burló el hombre–. Pero no es lo mismo abrirse de brazos que de piernas. El Carter este no tiene ni idea de lo que pasa acá.

      Y vos sí, pensó Diego. Acarició con el pulgar el anillo de su mano izquierda, grabado con los laureles y el sol naciente del ejército argentino. Ojalá con solo frotarlo pudiera convocar el espíritu de su dueño original, su abuelo, el sargento primero Arambillet. Su abuelo se había ganado las cartas enmarcadas y las condecoraciones que la tía Finia seguía exhibiendo en la pared, debajo del sable y junto a una vieja y borrosa foto en la que el abuelo lucía una barba descuidada y un uniforme astroso y polvoriento. Pero el abuelo Arambillet había muerto hacía mucho tiempo; Diego tenía que arreglárselas solo. Cualquiera fuera la razón por la que el coronel Indart lo requería esta vez, tenía que aguzar todos sus sentidos. Quizás fuese pura rutina, otra falsificación urgente, un pasaporte o un certificado de defunción. Diego se mordisqueó el labio inferior. La salida estaba tan cerca. Solo unos pocos días más, le había dicho Lucas.

      Media cuadra antes de llegar al Club, Diego le dijo al taxista: «Acá nomás está bien».

      El


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