Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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esa primera impresión. La amistad entre ellos había sobrevivido a la ruptura con Inés, a la mudanza de Solo a Washington y al regreso de Malena a Argentina después de trabajar en Nueva York para su tío, el criador de petisos de polo, volviendo a florecer cuando, ya convertida en diplomática, Malena había sido destinada a la embajada argentina en Washington.

      –Cuánto hace que no nos vemos… –dijo Malena–. ¿Cómo están tus adorables hijos? Los extraño. Tenemos que vernos. La visita de esta delegación me está desquiciando.

      –¿Y eso por qué?

      –Las esposas. Se dedican a hacer compras libres de impuestos con sus pasaportes diplomáticos y saben tres palabras en inglés: give me two. Después despachan aviones militares cargados al tope desde la base de Andrews directamente a Argentina. Electrodomésticos, cámaras, muebles, lo que sea. Transporte gratis y sin aduana al llegar allá. Un asco.

      La misma Malena de siempre, pensó Solo. Era un misterio que se mantuviera en el servicio diplomático. Pero, claro, mujeres políglotas, inteligentes y sexys que se movieran como peces en el agua en todos los salones y estuvieran acostumbradas a las tonterías del protocolo diplomático debía de haber pocas.

      –Vi tu nombre en la lista de visados de la comisión de la OEA –dijo ella–. Fue todo muy rápido, ¿no?

      –Sí. El intérprete se enfermó y yo lo reemplazo.

      Malena asintió.

      –También a mí me mandaron llamar a consulta. Vuelo esta noche y hay algo que quería…

      Se detuvo. Sus ojos miraban por encima del hombro de Solo. Alguien se les acercaba y él notó en el labio inferior de Malena una mueca casi imperceptible de irritación.

      Un hombre enfundado en un elegante traje azul marino llegó hasta ellos y dijo:

      –¿Es este el joven que va a desenredar lo que yo diga?

      –Almirante –dijo Malena sonriendo–, le presento a mi amigo Kevin Solórzano. Solo, te presento al almirante Rinaldi, nuestro canciller y amigo personal de mi padre.

      –Ah, sí, nuestro intérprete. –El almirante estrechó la mano de Solo con excesivo vigor. Alto, de tez morena, lustroso pelo negro y ojos oscuros coronados por un par de gruesas cejas, el almirante Rinaldi se parecía muchísimo a un famoso actor de cine italiano cuyo nombre Solo no recordaba–. Y también está en la lista de visas de la OEA. Por lo visto, usted corre con la liebre y caza con los lebreles –añadió risueño.

      –Ese es mi oficio, almirante –Solo esbozó una sonrisa.

      Un empleado de la embajada apareció en el vestíbulo llamando a Malena.

      –Si me disculpan –dijo ella, con ademán de irse–. Hablamos después, Solo. Fernanda tiene en mi oficina tu pasaporte con nuestra visa oficial estampada en la última página. Necesitás un pasaporte nuevo.

      –Qué mujer maravillosa –dijo el almirante, siguiendo su silueta que se alejaba–. Tengo entendido que se conocen hace tiempo, ¿verdad?

      –Nos conocimos en Nueva York hace años, almirante, cuando ella trabajaba ahí, y somos amigos desde entonces.

      –Una familia muy distinguida, ¿sabe? –dijo el almirante–. Destacada en política, el comercio, las artes.

      Solo lo sabía. El tío de Malena había sido presidente de Argentina, aunque con otro gobierno militar –«o sea, que no vale», ironizaba ella–. Y el padre era uno de los principales políticos del país, semirretirado ahora que los militares habían vuelto a tomar el poder.

      –Me dice Malena –continuó el almirante– que usted vivió en varios países. Yo lo habría tomado por argentino: no tiene nada de acento.

      –Es que aprendí español cuando era joven. Mi padre estuvo destinado en Buenos Aires durante cinco años.

      –¿Gobierno?

      –Sí. Era experto en instalaciones portuarias de la usaid. Murió en Argentina, por cierto, en un naufragio en el río de la Plata.

      El almirante lo miró con atención.

      –Cuánto lo siento. ¿En qué año ocurrió eso?

      –1963.

      –¿1963? –dijo el almirante asombrado–. ¿El Ciudad de Asunción?

      Solo asintió, nada sorprendido de que el almirante conociera el nombre del barco. Había sido un naufragio sonado.

      –Lo recuerdo –dijo el almirante, y a Solo le llamó la atención la pena que había en su voz–. Fue en julio, pleno invierno, había una niebla impenetrable. El radar falló en el trayecto de Buenos Aires a Montevideo, la nave se desvió de su rumbo y chocó contra un barco hundido. Se partió en dos, se prendió fuego y cundió el pánico. Treinta desaparecidos y más de cincuenta muertos confirmados, la mayoría por hipotermia.

      Solo no pudo dejar de asombrarse. Habían pasado dieciséis años. Los detalles de la muerte de su padre, que su madre siempre había preferido callar por considerarlos demasiado dolorosos, estaban archivados en el depósito mental de su juventud. Y este hombre conocía los pormenores.

      –Yo participé en las labores de rescate –dijo el almirante como si le leyera el pensamiento–. El cuerpo de su padre…

      Solo sintió el difuso dolor que lo asaltaba cuando pensaba en la muerte de su padre.

      –No lo encontraron nunca.

      El almirante clavó la vista en el suelo y luego la levantó.

      –Espero que tenga otros recuerdos más gratos de la Argentina. Si hay algo que yo pueda hacer por usted durante su visita… hágamelo saber. Los amigos de Malena son mis amigos.

      –Muchas gracias, almirante… –empezó a decir Solo. Luego, dejándose llevar por un impulso, continuó–: Quizás sí haya algo.

      –Dígame.

      –Tengo un amigo… Acabo de enterarme de que sus primos han desaparecido en Argentina.

      –¿Desaparecido? –El rostro del almirante se ensombreció.

      –Sí, se llaman Débora y David Mahler.

      –Mahler –dijo el almirante pensativo–. El apellido no me suena. ¿Cuánto llevan sin aparecer?

      –Varios meses, tengo entendido.

      –Varios meses… –El almirante frunció el ceño–. ¿Un accidente? ¿Averiguaron en los hospitales? ¿Será un asunto policial?

      Solo se sintió ridículo. No tenía respuesta a ninguna de esas razonables preguntas. Se dio cuenta de lo poco que sabía, de lo vago que sonaba todo, y se reprochó no haber obtenido más información de Alberto, por reacio que este se mostrara.

      –No estoy seguro, almirante –acabó disculpándose–. Todo lo que sé es que ella es estudiante y él trabaja en una fábrica automotriz.

      El almirante Rinaldi se acarició la barbilla con el índice y el pulgar.

      –La guerrilla rapta empresarios para pedir rescate, pero esto no parece ser algo así.

      Extrajo un par de anteojos del bolsillo superior del saco, se los puso y luego sacó una libretita y una lapicera.

      –Déjeme investigar –dijo, anotando los nombres–. Le agradezco que me haya puesto al tanto. A menudo son estos pedidos de terceras personas los que nos ayudan a resolver casos. No sé cuánto podré ayudar pero ya mismo voy a hacer algunas averiguaciones. Venga a verme en Buenos Aires –añadió con una sonrisa.

      En la biblioteca de la embajada, después de los apretones de mano, Solo se sentó entre el almirante y Henry, frente al embajador Capdevila, que lucía como de costumbre un estupendo traje cruzado, exquisita corbata a juego y bigote rasurado al milímetro. El embajador, según Malena, era uno de los tantos políticos respetados


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