Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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y la voz pedregosa seguían haciéndolo inconfundible. Los medios ya no le rendían la pleitesía de antes pero aún ejercía enorme influencia en los asuntos externos, daba conferencias, aceptaba el ocasional honoris causa y dirigía su empresa de asesoría internacional. Últimamente se le echaba en cara la cantidad de golpes militares orquestados en el exterior durante su largo reinado pero Solo sabía que en EE.UU. esos pecadillos desaparecían bajo el conjuro de las palabras mágicas «seguridad nacional».

      Solo se volvió hacia Henry para expresarle las primeras palabras del almirante:

      –Cuánto tiempo, ¿verdad?

      –Desde el Mundial del año pasado, cuando fui invitado por su gobierno –repuso Henry. Solo recordó su fama de fanático del fútbol.

      –Así es –convino el almirante–. Es usted un verdadero amigo. Su apoyo a nuestra guerra contra el terrorismo ha sido muy útil.

      Henry sonrió al escuchar las palabras que le transmitía Solo.

      –Soy chapado a la antigua. Entiendo que a los amigos hay que apoyarlos. Como le dije a su gobierno cuando tomaron el poder: queremos que tengan éxito, y cuanto antes mejor.

      El almirante le devolvió la sonrisa y suspiró.

      –Recuerdo su consejo: hagan lo que tengan que hacer antes de que el Congreso de EE.UU. se vuelva a reunir. ¡Cuánta razón tenía! Carter ganó las elecciones y nos retiraron la ayuda. Llevamos tres años muy difíciles, sin nadie que nos defienda en el Despacho Oval.

      La conversación recayó en el reciente derrocamiento de Somoza a manos de los Sandinistas y la posibilidad de un efecto dominó en la región. El almirante Rinaldi destacó que Argentina había enviado asesores militares a Honduras y otros vecinos de Nicaragua, discretamente por supuesto, para reorganizar lo que quedaba de la Guardia Nacional de Somoza y permitir que esos países aprovecharan la experiencia argentina en la lucha antisubversiva. Henry sorbió su café y asintió.

      –Por desgracia, nuestro actual gobierno ha participado activamente en el derrocamiento de Somoza sin preguntarse con qué reemplazarlo. Lo que ocurra en esta región será crucial para mantener nuestra credibilidad en otras zonas del mundo. Si no podemos controlar Centroamérica…

      El almirante y el embajador sonrieron mostrando su aprobación.

      –Trescientos siete, señor. –La cajera del taller le devolvió la tarjeta de crédito mientras el mecánico iba en busca del Volkswagen marrón «de bonito color caca con pentimenti beige», según una descripción de Phyllis.

      –Tiene una rueda en la tumba –le volvió a advertir el mecánico cuando Solo se iba. Sí, convino Solo, pero con la gasolina por las nubes a ochenta centavos el galón, la sed de camello del escarabajo era un regalo del cielo.

      Siguiente evento: el Congreso, un encuentro privado e informal con miembros selectos de la comisión de relaciones exteriores del Senado y su contrapartida de la Cámara de Representantes. Por suerte el almirante tenía que dar antes una conferencia en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de la Universidad de Georgetown, que contaba con intérprete propio. Eso le daba a Solo tiempo suficiente de retirar el coche, pasar a buscar a su colega Tracy Spencer y llegar al Congreso antes que el almirante y el embajador.

      Qué bueno, pensó, haber podido mencionarle al almirante lo de los primos de Alberto. Y qué curioso que la idea se le hubiera ocurrido así, de pronto, propiciada quizás por la cordialidad del marino y la inesperada conexión con el naufragio que había acabado con la vida de su padre. El acceso personal a un ministro del gobierno que, además, resultaba ser amigo de la familia de Malena era una oportunidad única. Él la había atrapado al vuelo y el almirante pareció interesarse sinceramente en el caso. Si la gestión no daba fruto, al menos lo había intentado.

      Divisó a Tracy, que lo esperaba en la entrada del Banco Mundial.

      –¡Qué nervios! –dijo ella al subir al coche–. Mi primer trabajo en el Congreso. ¿Es muy corta la falda?

      –Demasiado larga –dijo Solo, deteniéndose en sus piernas bien torneadas.

      –No te hagas ilusiones –rio Tracy–. No pago comisión por conseguirme trabajo. –Solo dobló hacia el este por Pennsylvania Avenue. Una cuadra antes de la Casa Blanca, el tráfico se detuvo. Los manifestantes. Se había olvidado de los malditos manifestantes. En Lafayette Park, al otro lado de la Casa Blanca, un puñado de ellos acordonados por la policía giraba en torno de una mujer con un megáfono. Pero no eran los estudiantes iraníes. Agitaban una bandera estadounidense y otra azul y blanca que Solo no lograba ubicar. La escena lo retrotrajo a sus propias protestas universitarias contra Nixon y la guerra de Vietnam. Él también había hecho estas cosas en sus años de idealismo juvenil, antes de llegar a Washington y obtener su autorización de alta seguridad, antes de que la realidad le enseñara los colmillos. De haber dependido de las manifestaciones, la guerra de Vietnam aún seguiría.

      –¿Llegas a entender lo que cantan? –le preguntó a Tracy.

      Ella bajó la ventanilla una pulgada y lo miró:

      –Está trabada.

      –Ya sé. La mía no abre ni eso.

      Ella escuchó a través de la rendija.

      –Piden la extradición de Somoza a Nicaragua.

      Sigan soñando, pensó Solo mientras un policía con un silbato le daba paso. Somoza se había fugado a Miami con todo el tesoro nicaragüense, pero para la radio y la televisión no existía otro tema que el accidente nuclear de Three Mile Island. Como habría dicho Franklin Roosevelt, Somoza era nuestro H.D.P.

      –Las Fuerzas Armadas asistíamos al desmoronamiento del país.

      A través del vidrio polarizado de la cabina portátil instalada para los intérpretes, Solo observaba al almirante recitar las frases preparadas por la empresa americana de relaciones públicas que su gobierno había contratado para pulir su imagen internacional. La mayoría de los rostros alrededor de la mesa ovalada de la sala de conferencias –«el acuario», en la jerga de los intérpretes– le eran conocidos: Jesse Helms, hijo dilecto del Viejo Sur, y su antítesis, Claiborne Pell, retoño de la nobleza de Nueva Inglaterra y paladín de todas las causas progresistas. El astronauta John Glenn estaba ahí, como también la estrella del básquet Bill Bradley y muchos otros cuya larga supervivencia en el cargo había grabado sus nombres y caras en la memoria pública. Hombres altos, de mandíbulas prominentes y rasgos telegénicos. Había una única mujer entre ellos, Susan Segal, la representante de Nueva York. Solo vio al embajador tomar nota de su presencia.

      –Los colegios eran nidos de subversivos, se asesinaba a policías y se secuestraban empresarios. Incluso hubo ataques a dependencias militares. Por todos lados nos instaban a intervenir…

      En el otro extremo de la mesa, mientras simulaba estar sumido en profundas cavilaciones, el representante por Utah repasaba con la mirada las largas piernas de su vecina, la atractiva morena asistente del representante de Massachusetts. Tracy ya había advertido con qué habilidad Utah maniobraba su silla giratoria, reclinándola y ladeándola como quien no quiere la cosa para obtener mejores vistas. Las piernas de Massachusetts volvieron a cambiar de posición, obligando a Utah a nuevas contorsiones, y Solo vio a Tracy sonreír y menear levemente la cabeza sin dejar de hablar por el micrófono.

      La gracia que a ella le hacían las bufonadas del acuario lo hizo sentir… ¿Cómo? ¿Viejo? Treinta y cuatro no era viejo. Pero para él ya no era novedad el curioso voyerismo de la vida del intérprete. Alberto –el profesor Dellacroce en ese entonces– ya se lo había advertido a él y a los demás novatos: ustedes son invisibles. Y era verdad. La gente entraba en el acuario con plena conciencia de las cabinas de interpretación. Se sentaban, se ponían los auriculares, seleccionaban el idioma, regulaban el volumen con las perillas y se relajaban en el asiento. Pronto perdían toda noción de los ojos que los escudriñaban a través del cristal polarizado. Y una vez que eso ocurría, cada movimiento, por privado que fuera, era observado a la fuerza por los espectadores ocultos. Al principio Solo también se había divertido


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