Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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pared, con las Uzis cruzadas contra el pecho. Mientras subía al asiento trasero del coche, la piel de gallina le erizó la nuca.

      –Dios es argentino, padre –dijo el coronel Indart frente a la ventana abierta de su despacho, contemplando el parque bañado de luna que rodeaba el cuartel general del Regimiento 1 de Infantería, Primer Cuerpo de Ejército. Las cigarras elevaban sus coros desde los lapachos florecientes de rosa que, de día, eran un hervidero de jilgueros. El coronel Indart aspiró el dulce aire nocturno y le sonrió al padre Bauer.

      –Amén, coronel –le correspondió sonriente el sacerdote desde su sillón orejero, ubicado como de costumbre junto al escritorio del coronel–. Una noche espléndida para servir a Dios y a la Patria.

      Diego, firme en el centro de la habitación, se mantuvo a la espera. El aroma del pasto recién cortado no lograba imponerse a la fina colonia del padre Bauer. Como siempre que acudía al despacho del coronel, Diego dirigió la mirada al retrato en óleo que colgaba junto a la ventana, con su pequeño crespón de terciopelo negro pegado al marco. La mirada fresca e inteligente, el cabello dorado y la sonrisa luminosa de la señora Indart en sus años mozos. El coronel se había hecho traer el cuadro al despacho después del funeral y lo había puesto en la pared como recordatorio constante del asesinato. Que alguno de sus subordinados, pero Diego en especial, no compartiera su sed de venganza era una posibilidad que no parecía entrar en la cabeza del coronel.

      –¿Es todo, señor? –preguntó Diego, con las manos a la espalda y la mirada impasible.

      –Sí, capitán. –El coronel volvió sus acuosos ojos azules hacia él. El tiempo estaba labrando entradas en el pelo del coronel, agrandando su rostro carnoso–. Le repito: se trata de una operación sencilla. Los prisioneros son tres subversivos quebrados que cooperaron con el gobierno y vamos a permitir que abandonen el país. Ustedes los tienen que llevar al aeropuerto de Ezeiza y meterlos en un vuelo comercial rumbo a Brasil. ¿Entendido?

      –Sí, señor.

      –Muy bien. Usted maneja el primer coche, capitán. Salen en cinco minutos. El padre Bauer ya habló con los prisioneros.

      El capellán repasó la perfecta raya del pantalón de su pierna cruzada y asintió:

      –Conversé un poco con ellos después de nuestra fiestita de despedida. Ahora voy a bendecirlos antes de que salgamos. Yo también vengo –añadió con una sonrisa dirigida a Diego.

      –Y capitán –completó el coronel Indart con mirada penetrante–, nada de armas. Eso va para todos.

      –Entendido, señor.

      –Bien. Usted a menudo me oyó decir que la guerra contra la subversión hay que librarla en muchos frentes. Su trabajo en la sección de documentación ha sido muy valioso, capitán. Pero esta va a ser su primera misión operativa, la oportunidad de sumarse a sus compañeros en las trincheras, por así decir. Confío en usted plenamente. Viene de una honrosa estirpe militar. Su abuelo sirvió a la Patria con valor. Sé que va a saber estar a la altura. Vaya nomás.

      Diego saludó y abandonó el despacho.

      Los tres vehículos esperaban fuera. Al pasar por la sala donde se había organizado la reunión, Diego vio algunas botellas, vasos de papel, globos y las flores que algunos familiares de los prisioneros habían mandado de Brasil, donde estarían esperando el vuelo. Frunció el entrecejo: a lo mejor los soltaban a los tres.

      En el vestuario no había nadie. Ingresó la combinación de su armario, se quitó el saco y lo reemplazó por la campera de cuero que guardaba dentro. Con rápidos movimientos empuñó la semiautomática, verificó el cargador y la guardó en el bolsillo interior de la campera. Nada de armas, había dicho el coronel, pero ¿y si todo era un montaje para simular un enfrentamiento con la guerrilla en el que no solo morirían los prisioneros sino también algunos militares, en aras de la verosimilitud periodística? No sería la primera vez.

      Fuera, bajo la ambarina luz del acceso para vehículos, el sargento Maidana y su perrito faldero, el cabo Elizalde, esperaban junto a la puerta trasera abierta del primer coche. La cara de Maidana, seca y poceada como un cascarón de almendra, se inclinó para saludarlo. Diego devolvió el saludo. Ellos también iban calzados, estaba seguro. Se sentó al volante.

      El padre Bauer salió del edificio acompañado por dos hombres y una mujer. Sin esposas, sin capuchas, tal como había dicho el coronel. Los prisioneros, dedujo Diego, rondarían los veintipocos años, aunque incluso en esa penumbra pudo observar que el pelo de la mujer, llovido sobre sus hombros, era cano. Parpadeando, la mujer lo miró con recelo antes de meterse cautelosamente en la parte trasera del tercer coche, con un guardia a cada lado. A uno de los dos hombres lo situaron en el segundo coche, y el padre Bauer condujo al otro hasta el primer vehículo. Diego sintió un ligero sudor en la frente.

      –Yo me siento adelante –dijo el padre Bauer. El prisionero iba atrás, entre el sargento Maidana y el cabo Elizalde. Diego ajustó el espejo retrovisor para captar a Maidana y el prisionero, un joven esmirriado de ojos hundidos y labios exangües apretados en pétreo silencio. Se dejó caer en el asiento y clavó la mirada al suelo.

      Cuando arrancaron, en la falda de Maidana sonó un walkie-talkie. El sargento contestó:

      –En camino. Cambio.

      Salieron por un portón del predio del regimiento al bulevar arbolado de la avenida Bullrich, que al igual que todas las calles lindantes con instalaciones militares estaba custodiada por casetas blindadas y soldados armados. Había carteles a intervalos regulares que conminaban a los conductores a no detenerse ni descender de sus vehículos en ningún punto del perímetro, pues los centinelas tenían órdenes de disparar.

      El coche dejó atrás el barrio de Palermo. Tal como le habían ordenado, Diego enfiló hacia el aeropuerto de Ezeiza. Es solo un viaje al aeropuerto, había dicho el coronel. Tal vez. Diego quería creerle, y por ahora nada parecía indicar lo contrario: los prisioneros no estaban ni esposados ni encapuchados y hasta les habían organizado una despedida. Pero ¿por qué manejaba él en vez de Maidana o Elizalde? ¿Y por qué lo habían mandado llamar para impartirle las órdenes a último momento? Su brazo apretó el bulto del arma que ocultaba en el bolsillo.

      La ciudad les iba abriendo paso. Ya circulaban por Mataderos, cerca del acceso a la General Paz. El tráfico y el alumbrado público menguaron en esa barriada humilde en la que se alternaban plantas frigoríficas y manzanas de casitas con mínimos jardincitos delanteros. Diego puso las luces largas, iluminando los troncos encalados de las hileras de árboles plantados en angostas veredas. Había bolsas de basura esperando la recogida en cestas colgadas fuera del alcance de perros y ratas. El olor fétido de los mataderos invadió el coche. El padre Bauer sacó un pañuelo perfumado y se lo llevó a la nariz.

      –Cómo puede haber gente que viva acá… –masculló.

      El aparato volvió a sonar. Esta vez, en lugar de la voz de Maidana, Diego oyó un golpe y un gemido de dolor procedentes del asiento de atrás. Miró por el espejo. A la luz de los faros del tráfico en dirección contraria vio como el prisionero, sangrando, forcejeaba con el sargento, que empuñaba un arma. El cabo Elizalde, a su vez, le pegaba en la cabeza con su propia pistola. Diego dio un respingo al sentir la sangre tibia salpicándole la nuca y los hombros, y por una fracción de segundo su pie se hundió en el acelerador. Casi enseguida, el forcejeo cesó.

      –Listo –dijo Maidana. Uno de los coches se les puso a la par, tocó un bocinazo y aceleró. Los otros dos coches, comprendió Diego, también se habían ocupado de sus prisioneros y se lo hacían saber a Maidana.

      –No los pierdas –dijo el padre Bauer. Diego lo vio usar el pañuelo para limpiarse la sangre del prisionero de la mejilla y el abrigo.

      –¿Y el aeropuerto…? –Diego sabía que la pregunta era inútil.

      –Nuevas órdenes del coronel –dijo Maidana desde el asiento trasero. El padre Bauer asintió.

      Diego sintió que el sudor le bañaba el tórax. Todos sabían de antemano cuáles eran las órdenes verdaderas. Todos menos él. Él era el monigote.


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