Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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altares de la nación. El coche de Alberto cruzó el Potomac y rodeó la deprimente mole del Kennedy Center, agazapada en su montículo como un luchador de sumo sobre un taburete. En la avenida Pennsylvania, flanqueada por barricadas de grúas y martinetes ocupados en las obras del subterráneo, tuvieron que reducir la marcha a paso de hombre.

      –Otra vez los estudiantes iraníes –dijo Alberto, señalando los grupos de manifestantes que se dirigían a la Casa Blanca con carteles e imágenes del Shah en los que se leía: «Reza Pahlevi, criminal» y «Marioneta americana». Ya no usaban las máscaras que Solo recordaba como su distintivo antes de que el Shah huyera de Irán y su policía secreta fuera desmantelada. Alberto meneó la cabeza–. Llevan veinticinco años protestando. Los vi por primera vez en Nueva York, cuando me vine de Argentina para trabajar en la ONU poco después del golpe que derrocó a Mossadegh. Estos estudiantes deben de ser los hijos de aquellos.

      Esperaron a que cruzasen por delante algunos manifestantes más.

      –¿Quién te llamó para el pequeño tête-à-tête de hoy con los líderes del Mundo Libre? –preguntó Alberto.

      –Malena. La embajada organiza la reunión y Malena es la mano derecha del embajador, así que lo maneja ella.

      –¿Malena? –dijo Alberto, levantando las cejas–. No la veo desde que te separaste de Phyllis.

      –Yo tampoco –dijo Solo. Desde entonces, Solo casi no se veía con la mayoría de amigos comunes que tenían con Phyllis. La gente tiene sus lealtades; o bien se sienten incómodos de tratar por separado con las partes de una pareja rota. Al menos así lo explicaba su analista. Fueran cuales fuesen las razones, su círculo social, que la crianza de niños pequeños había restringido inevitablemente a progenitores de otros niños, se había distanciado de él.

      Alberto dobló a la izquierda hacia Dupont Circle, zigzagueando entre vehículos que le venían de cara. Calma, se dijo Solo mientras a sus espaldas sonaba un coro de bocinas. Un día más y estaría de camino a Argentina. Se moría por contárselo a Alberto.

      –Así que –dijo Alberto– un día más y estarás de camino a Argentina.

      Solo lo miró con la boca abierta. Después sonrió.

      –Me recomendaste vos.

      –Bueno, hasta tanto no sé si llego. Necesitaban un intérprete con autorización de alta seguridad y sus normas les impiden contratar personal en el país que van a inspeccionar. Me limité a darles tu nombre y tu ridículum vitae.

      –Gracias –dijo Solo escuetamente. Alberto le había conseguido demasiados trabajos como para exagerar la nota, aunque ambos sabían que este era especial.

      –Además, tenía mis propios motivos. –Alberto se puso serio. Sacó del bolsillo de su abrigo un grueso sobre–. Laura y Héctor Mahler. ¿Te hablé de ellos?

      –Durante años –sonrió Solo. Los Mahler eran los tíos de Alberto en Buenos Aires. Alberto lo miró.

      –Necesito que les des esta plata. Les avisé que irías y van a pasar a buscarla por tu hotel, pero por las dudas te anoté su teléfono y dirección. Deciles que voy a tratar de mandarles la misma cantidad dentro de poco.

      –Cómo no –dijo Solo, guardándose el sobre.

      Alberto forzó un silencio. La luz que se colaba por el parabrisas le arrancó una mueca.

      –Débora y David están desaparecidos.

      Solo ladeó la cabeza. Débora y David eran los hijos de los Mahler y, a pesar de la diferencia de edad, los primos preferidos de Alberto. Débora era estudiante universitaria y David trabajaba en una fábrica de la Ford.

      –¿Cómo que están desaparecidos? ¿Qué querés decir?

      Pararon en el semáforo. Alberto se volvió hacia él y lo miró fijo.

      –Solo, vos sabés que te considero como de la familia. En nadie confiaría más que en vos. Pero no te puedo contar.

      –Okay… –dijo Solo, sin saber muy bien cómo reaccionar y sorprendido por el tono grave de Alberto–. No tenía intención de meterme. Me preguntaba por las circunstancias… No sé, hace cuánto que no aparecen.

      –Meses.

      –¿Meses?

      –Sí. Mis tíos no han conseguido averiguar qué ha sido de ellos. No puedo decirte nada más.

      –Claro. Si puedo hacer algo… –Solo no acabó la frase.

      –Llevarles el dinero ya es una gran ayuda –dijo Alberto en tono solemne. Después, con una media sonrisa, sacó un papelito–. Este es tu premio. El número de Inés. Saludala de mi parte.

      Casi se llevan por delante una toma de agua cuando Alberto se arrimó a la entrada de la embajada argentina en New Hampshire Avenue.

      –No me felicitaste por lo bien que manejo –le dijo a Solo cuando se bajaba.

      Solo lo miró alejarse. Alberto tenía razón: eran más que amigos, y le dolió un poco que no le contara qué sucedía con sus primos. Ahora que lo pensaba, hacía tiempo que Alberto no los mencionaba. Solo había trabajado como intérprete en suficientes casos de personas desaparecidas en EE.UU. como para saber que casi todos los adultos se iban por decisión propia y, en casos de enfermedad mental, cuando no regresaban por su cuenta alguien finalmente daba con ellos. La gente no se evapora así como así.

      Salvo su padre. No, ni él. Nunca habían encontrado el cuerpo, pero era un hecho que se había ahogado. Con los primos de Alberto tenía que haber alguna explicación. Seguramente la familia no sabía a quién acudir. Y en un país como Argentina, todo dependía de a quién conocía uno.

      Faltaban diez minutos para la entrevista con Henry. Al ingresar en la embajada, se acreditó en la entrada y fue directo al salón de actos, donde Malena le había dicho que pasaría el día ocupada en los preparativos de la recepción en honor del canciller. En cierta ocasión Malena le había contado, para su asombro, que aquella elegante mansión de 1907 era obra de un arquitecto negro llamado Julian Abele, un hombre prácticamente desconocido a pesar de haber diseñado maravillosos edificios en todo el país. Solo nunca había oído hablar de Abele, pero el sencillo esplendor de la gran sala oval en la que acababa de entrar sin duda daba fe de su talento. Los dinteles en arco engalanaban las hermosas puertas francesas por las que los camareros iban y venían, preparando las mesas del buffet. Un hombre subido a una escalera verificaba las luces disimuladas tras la moldura central que acentuaban el ancho ribete de yeso dorado a lo largo del cielorraso ovoidal.

      –O Solo mio…! –trinó a sus espaldas una voz femenina y Solo se dio vuelta para encontrarse a Malena, puño en el corazón, sonriéndole pícaramente. A él le encantaba esa sonrisa, que el peinado chignon, al realzar sus ojos almendrados y su amplia frente, volvía aún más cautivadora. Su figura le recordaba siempre a una madonna renacentista.

      –¡Magdalena! –respondió para provocarla. Ella solía bromear que poseer un apellido tan rimbombante como Uriburu-Basavilbaso era una impronunciable desgracia en un país de habla inglesa. En Argentina, desde muy joven, había aligerado en parte esa pomposidad reduciendo su nombre de pila al más malevo Malena, apodo en homenaje a la dama de la noche del tango «Malena», de voz sensual y dudoso pasado.

      Ella se le acercó, radiante, y lo besó en la mejilla, y acto seguido le limpió la huella de los labios con un pañuelo de papel.

      –Ya volví a meter la pata. ¿Una muestra pública de afecto entre dos solteros? ¿Qué va a decir mi gobierno? ¡Qué indecencia!

      –Habrá que ocultarlo –dijo él. El qipao de seda roja bordado de dragones y fénixes, de cuello alto y talle ajustado, resaltaba la silueta esbelta y pálida y las manos y rasgos delicados de Malena, dejando entrever sus bonitas piernas a través de los tajos laterales–. Estás despampanante. Qué bueno verte.

      Lo decía de verdad. De los amigos que se habían distanciado a consecuencia del divorcio, Malena


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