Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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de la capital, donde los suburbios industriales pronto dejaron paso a zonas apenas pobladas que no supo reconocer. Veinte minutos más tarde, los tres coches llegaron a un amplio descampado rodeado de bosques. El doctor Bergman, oficial médico de la unidad, los estaba esperando; su silueta se recortaba nítidamente contra los faros encendidos de su pick-up entoldada.

      –Tráiganlos –voceó el doctor.

      Diego apagó las luces y el motor y salió del coche como los demás.

      –Hace calor –dijo el padre Bauer–. No vas a necesitar la campera.

      El sacerdote estaba parado junto a la puerta abierta del coche y su cara, fuera del alcance de la lamparita interna, permanecía en sombras.

      Diego dudó. Luego, sin decir palabra, se quitó la campera y la dejó, con la pistola enfundada en el bolsillo, en el asiento del conductor.

      Los guardias sacaron de los coches los cuerpos exánimes de los prisioneros y los tumbaron sobre el pasto, dentro de los dos óvalos gemelos que dibujaban los faros de la camioneta. Las cigarras cesaron su canto. Diego trató de apartar la vista de los tres bultos tirados en el pasto. Vio al doctor Bergman hurgar en su maletín de cuero negro, extraer una jeringa y llenarla con un líquido rojo.

      Hubo unos instantes de profunda quietud. Era como si cada uno de los presentes sintiera la presencia de la muerte. Diego se mantuvo un paso por detrás del grupo que rodeaba al doctor, lo vio clavar la aguja en el pecho de uno de los dos hombres y apretar el émbolo, volver a llenar la jeringa y repetir la operación con el otro hombre.

      Diego permaneció inmóvil, la vista clavada en los cuerpos iluminados por los faros. Cuando el doctor tuvo lista la jeringa para la mujer, sintió que un lamento le nacía en las tripas y moría en su garganta.

      De repente, la mujer gimió y volvió en sí. Diego no pudo ver sus ojos pero los imaginó muy abiertos de pánico mientras sacudía sus cabellos grises y gritaba:

      –¡No! ¡Ayúdenme, por favor! Soy Beatriz Suárez…

      El doctor le tapó la boca con una mano y le clavó la aguja encima del pecho izquierdo. Ella se resistió durante un segundo pero al instante dejó de moverse. El doctor esperó un momento antes de extraerle la hipodérmica y ponerse de pie. Posó la mirada en los tres cuerpos y después en Diego y los demás.

      –Tres menos –dijo–. Tírenlos en la camioneta.

      2

      Por fin, Solo volvería a ver a Inés. En cuanto terminara su jornada de intérprete del almirante Rinaldi, el canciller argentino de visita en Washington, lo enviarían a Buenos Aires por dos semanas enteras. Y, quién sabe, quizás tendría ocasión de reconectarse con la mujer que una vez estuvo convencido sería su esposa.

      Desde que una tal Doris lo había llamado de la OEA para ofrecerle el trabajo, llevaba una semana sin pegar ojo de tan excitado que estaba. El momento no podía ser menos oportuno: estaba en plena pelea por la custodia de sus hijos gracias a la demanda judicial de Phyllis, su ex mujer. Pero la perspectiva de volver a ver a Inés superaba cualquier reparo. El intérprete habitual de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA estaba enfermo, le explicaron a Solo, y le pidieron que no dijera nada hasta que la embajada argentina expidiera su visa. Cosa que ocurriría aquel mismo día. Iba a ser su primera visita a la Argentina en dieciséis años, desde que regresara a EE.UU. tras el naufragio en el que había muerto su padre. Estaba ansioso por contárselo a Alberto, aunque últimamente su amigo apenas hablaba de su país de origen. Solo sospechaba que Alberto no estaba muy contento con el derrocamiento militar de la democracia peronista, por deplorable que esta fuera, hacía ya tres años.

      Alberto lo había pasado a buscar para ir juntos al trabajo. Su amigo metió tercera y la cabeza de Solo dio un sacudón hacia atrás. Manoteó la hebilla del cinturón y ajustó como pudo la correa. Aunque su propia catramina estaba en el taller y el servicio de autobuses desde Alexandria al Distrito era un martirio, antes que dejarse conducir por Alberto quizás habría sido preferible el despilfarro de un taxi. Alberto, aferrado al volante, oteaba el asfalto como un vigía en la nave de Magallanes.

      A la distancia, el Distrito de Columbia yacía bajo la mortaja de lechosa contaminación que venía acumulándose desde el amanecer. Cual vanguardia del ejército de empleados públicos que asaltaba a diario la capital del país, funcionarios madrugadores atravesaban raudos el aire viscoso en dirección a sus puestos en el cuadrante noroeste de la ciudad. Alberto y él engrosaban la marea suburbana que inundaba todas las autopistas para acabar vaciándose en la urbe.

      –¿Te acordás de Serge, el traductor francés de mi oficina? –preguntó Alberto–. Acaba de volver de una reunión en Buenos Aires. Le pedí que ubicara a nuestra común amiga.

      –Nuestra común amiga… –repitió Solo, tratando de aparentar desinterés. Sabía que Alberto se refería a Inés y sintió el pellizco secreto de sus propias ansias. Un día más y partiría a verla. Como decían en Argentina, ya tenía un pie en el estribo.

      –Sí –dijo Alberto–. Vamos, muchachos, está verde. Despierten.

      Solo esperó a que Alberto completara la información pero al final no se pudo contener.

      –Muy bien, Serge ubicó a Inés. ¿Y…?

      –No, nada. Supuse que te interesaría saberlo.

      Solo golpeteó nerviosamente el felpudo con el zapato. Alberto sonrió.

      –Manda saludos. Está viviendo con sus padres, trabaja media jornada y estudia traducción literaria. Preguntó por vos. Sabe que te divorciaste de Phyllis.

      –La verdad es que aún no se acabó –dijo Solo mirando a su amigo–. Phyllis acaba de presentar una demanda de tenencia compartida.

      –Yo creía que eso se había resuelto cuando se divorciaron.

      –Yo también. Todavía le estoy pagando a mi abogada, además de las últimas facturas médicas de mi madre.

      –Lontano da questa casa stia il medico e l’avvocato –sentenció Alberto.

      Elegí un carril de una vez, pensó en decirle Solo. Avanzaban por el George Washington Parkway. Retazos de niebla cubrían algunos tramos del Potomac, aferrándose al frondoso verdor de sus orillas antes de disiparse cielo arriba en la húmeda luz que bañaba las cúpulas de Georgetown. Un par de remeros en sus esquifes, como agujas blancas suturando un cuerpo marrón, surcaban la superficie del río. Con una leve sacudida, el enorme coche de Alberto aceleró y los botes quedaron atrás, convertidos en lejanos zapateros de agua que trazaban estrías en el caramelo.

      –¿Y Lisa y John? ¿Saben que su madre quiere la custodia compartida? –preguntó Alberto, mesándose el cabello cano que empezaba a ralear.

      No apartes las manos del volante, por favor, pensó Solo cuando el vehículo se montó brevemente sobre la línea divisoria de la autopista. Alberto se hacía viejo. Las manos se le habían llenado de pecas, cada día le aparecía una arruga nueva en la cara y parecía angustiado. El avance progresivo de la degeneración macular lo estaba jubilando anticipadamente de su puesto de jefe del departamento de idiomas en la OEA. Ya había dejado de dar clases en Georgetown. Pero lo que urgía era que dejara de manejar.

      –No les dije nada –se encogió de hombros Solo–. Tienen seis y cuatro, son demasiado chicos para preocuparse por esas cosas. A veces la pesco a Lisa haciendo de madre y protegiendo a su hermanito. Ya sufrieron bastante.

      Ocho meses atrás, Phyllis se había ido de casa, dejando a sus hijos y al desconcertado Solo con la única explicación de que no podía seguir con él y que necesitaba reordenar su vida a solas. Cuando él le preguntó si había un tercero, ella se negó a contestarle. Poco después, tras una larga lucha contra el cáncer, fallecía la madre de Solo. Saturnina, su vieja ama de casa, había sido la única noticia buena en un año desastroso: se quedó a vivir con él y los niños y lo ayudó a adaptarse a su nueva condición de padre y madre a la vez.

      Jefferson, Washington,


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