Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


Скачать книгу
a atascarse en las jergas o enmudecer ante el primer barbarismo. Tracy era bilingüe desde la cuna. Solo lo supo ni bien la oyó hablar: no necesitó preguntarle en qué idioma soñaba o contaba números. Sus preposiciones hablaban por sí solas. El uso correcto y espontáneo de las preposiciones, les había confiado Alberto cuando Solo asistía a sus clases en Georgetown, delata la lengua materna.

      –Cuando encontramos la botella que buscábamos –decía, apoyado en el pizarrón, manchándose de tiza el hombro del mismo traje marrón que usaría durante treinta años–, damos con la bebida, no nos damos a la bebida… Espero.

      También Solo se había criado con las preposiciones. Y las canciones de cuna, infantiles y escolares, los trabalenguas, las malas palabras y los modismos. Los modismos sobre todo. Aquí uno corre a tontas y a locas como gallina decapitada pero en Brasil se corre como cucaracha aturdida. En Tracy él reconocía su propio instinto para los modismos y los usos que no se pueden enseñar… ni aprender, sino tan solo absorber mientras el cerebro todavía es una esponja.

      –El FMI y el Banco Mundial destacan a mi país como un modelo para las naciones en vías de desarrollo…

      Solo miró de reojo el reloj de pared y Tracy le siguió la mirada. Llevaba casi media hora. Dos minutos más y le pasaría el testigo a él. Y todos en el acuario harían un gesto de sorpresa cuando una nueva voz irrumpiera en sus oídos deshaciendo el hechizo y recordándoles la presencia de los intérpretes invisibles.

      –Bien dicho, almirante –dijo una voz senatorial–. Retirarles nuestra ayuda militar fue una medida sumamente imprudente, máxime cuando nuestros propios intereses vitales están en juego en su país.

      Solo vio que el embajador Capdevila trataba de mantener erguida una de las puntas caídas de su pañuelo pectoral y consultaba ostentosamente su reloj pulsera.

      –Gracias por su franqueza, almirante –dijo Susan Segal, la representante por Nueva York–. Permítame corresponderle.

      Solo sonrió. Al otro lado del vidrio veía cómo el embajador se tensaba. En esta arena, los eufemismos eran la lengua franca. Nada constituía nunca un problema sino un reto o una oportunidad. Los dictadores ancianos pasaban a ser veteranos líderes y asumir toda la responsabilidad significaba que ni ebrio ni dormido ibas a renunciar. Libertad de información quería decir pilas de papeles peligrosos protegidos por legiones de leguleyos. Últimamente el favorito de Tracy era «apariencia de irregularidad», que luego de los habituales desmentidos podía utilizarse para restarle importancia a cualquier conducta, desde el soborno –más conocido como «aporte a la campaña electoral»– hasta el acoso sexual de tus subalternos. A menos que te agarraran con las manos en la masa y tuvieras que optar por «decisión desacertada». La representante por Nueva York había usado la palabra «franqueza». Estaba a punto de pisarle el callo al almirante.

      –Después de tres años de rechazar inspecciones, Argentina acepta recibir a un grupo de la OEA, nuestra organización regional con sede aquí en Washington. Voy a ser muy clara, almirante: tal como están las cosas, nuestra ley no permite desbloquear la ayuda sin un informe favorable de la OEA.

      El embajador Capdevila había dejado de juguetear con el pañuelo y estaba en alerta rosa. Tracy hizo un gesto. Solo encendió su micrófono, esperó a que ella acabara la oración y la reemplazó.

      –Si se me permite un comentario… –interrumpió el embajador en su inglés ortopédico–. Con el permiso de ustedes y la venia de nuestros intérpretes, la señorita Spencer y el señor Solórzano –Capdevila no conseguía pronunciar el apellido de Solo sin la acentuación española ignorada en EE.UU.–, voy a hacer uso de mi inmunidad diplomática para asesinar el idioma inglés.

      Su inesperada humorada arrancó algunas risas, rebajando un poco la tensión en la sala.

      –No tenemos la menor duda de que el informe de la OEA ponderará nuestros logros y permitirá que ustedes se reincorporen a nuestra batalla contra el enemigo común. –El embajador se giró hacia el almirante Rinaldi–. Almirante…

      Había llegado la hora del cierre humorístico elegido por el equipo de relaciones públicas, dedujo Solo.

      –Sí –dijo el almirante Rinaldi, retomando el pie–. Como todos sabemos en Argentina, para bailar el tango hacen falta dos.

      Monique Nguyen, doctora en leyes, miró con severidad a Solo desde el otro lado de su escritorio atiborrado de expedientes.

      –¿Por qué no me dijiste que tu empleada doméstica es ilegal?

      Él enmudeció, sorprendido.

      –Soy tu abogada, Solo. No me divierte enterarme de estas cosas a través del abogado de Phyllis. ¿Hablaste con él, o con Phyllis?

      –No hablé con nadie –dijo Solo–. Me lo prohibiste.

      –No sé cómo se habrá enterado –rumió Monique–. Bueno, nosotros podemos hacer lo mismo. Necesitamos algo que incrimine al novio de Phyllis, si es que tiene uno. Cualquier trapo sucio servirá.

      Solo encogió los hombros.

      –Ni idea. Nunca quise remover los trapos sucios. ¿No podríamos contratar a un detective privado o algo así?

      Monique cruzó los brazos y no respondió. Su mirada era elocuente: ¿con qué dinero?

      Dinero. Siempre el dinero. La larga enfermedad terminal de su madre en el departamentito de Chevy Chase se había llevado sus últimos ahorros, magros como eran tras la partida de Phyllis y la consiguiente obligación de mantener a la familia con un solo sueldo, encima esporádico porque había decidido desechar todo trabajo de jornada completa para poder estar más con los chicos. Lo que Phyllis ganaba como editora free-lance era un sensible desahogo cuando vivían juntos. Luego, ya sin ese aporte, llegó un momento en que se planteó declararse insolvente pero, con el divorcio y la custodia en ciernes, Monique se lo desaconsejó. Y por otro lado estaban los honorarios de Monique. Habían mantenido la amistad después de estudiar juntos en Rutgers y ella nunca le mencionaba el tema. Pero eso lo hacía sentir peor. Aún le debía lo del divorcio y ya estaba Phyllis disputándole la custodia.

      –Dejémonos de detectives –dijo Monique–. Trata de recordar algo que nos sirva.

      –Sí, claro. Me encantará ponerme a pensar en eso. De todos modos, no voy a estar. Me voy quince días a Argentina por trabajo.

      –No me digas. –Lo miró azorada–. ¿Y por qué no unos meses en Tahití? ¿Te has vuelto loco? ¿Qué demonios vas a hacer en Argentina?

      –Lo de siempre: reuniones, entrevistas. Es una comisión.

      –¡Solo, estamos citados para una audiencia crucial!

      –Para entonces ya voy a estar de vuelta. Necesito el dinero, Monique, no es ningún secreto. Saturnina sabrá cuidar de los chicos.

      La abogada le lanzó una mirada inclemente.

      –Solo, tu divorcio fue un juego de niños porque Phyllis se mandó a mudar y no discutió nada. Pero ahora va a haber un desfile de expertos y van a declarar que en esa época ella sufría problemas mentales o emocionales o lo que sea y van a jurar que ahora está perfectamente bien y debe recuperar a sus hijos. Lee los diarios: políticos en la picota por contratar a niñeras ilegales, hay muchas presiones para que Inmigración haga un escarmiento. Tenemos que demostrar que estás ganando buena plata pero también que los chicos están bien cuidados en casa cuando no estás.

      –Lo sé. Un par de vecinos y otros amigos van a ir pasando para controlar que todo esté en orden.

      –Claro, y con una denuncia del abogado de Phyllis puede que también caiga la Migra. Vas a tener que deshacerte de Saturnina.

      –No puedo.

      –Solo, estamos hablando de tus hijos.

      Él sacudió la cabeza.

      –Ya perdieron una figura materna. No quiero que pierdan otra.

      –¿Preferirías


Скачать книгу