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al servicio activo, Perón ya había muerto de cáncer y el país, bajo la presidencia de Isabelita, se debatía en una espiral de violencia. Los militares no tardarían en derrocarla y el capitán Diego Fioravanti sería trasladado a la unidad especial de contrainsurgencia comandada por el propio coronel Indart.
Desde su llegada a la unidad, Diego se había propuesto pasar tan desapercibido como un mueble. Se las había arreglado para evitar los operativos de los escuadrones de la muerte, encubiertos bajo el nombre de grupos de tareas, porque era mucho más útil en la imprenta. Pero eso se estaba acabando.
Salió del taller y caminó hasta el edificio principal, donde llamó a la puerta abierta de la oficina cuyo único distintivo era una pequeña cruz de madera.
–Ya tenés mejor aspecto –le dijo el padre Bauer, cerrando uno de los dos armarios archivadores que ocupaban, junto con el escritorio, dos sillas y una mesa, el reducido espacio de la oficina. En un nicho de pared, una estatuita de la virgen María rezaba de rodillas–. Se ve que necesitabas una buena siesta y un aseo. Perfecto. Vámonos.
Una estructura baja, a dos edificios de distancia en dirección a la avenida Dorrego, albergaba los calabozos. Un soldado prendió el interruptor situado junto a la puerta de una minúscula celda y los dejó pasar. En la pestilente atmósfera había un hombre desgarbado, con los ojos vendados, los pantalones a tiras y una camisa sin botones, sentado en un catre de lona.
–Soy el padre Bauer –le dijo el cura–. Sacate la venda.
El hombre no respondió. El padre Bauer se le acercó y le quitó la venda, revelando un par de ojos enrojecidos e hinchados bajo las espesas cejas; a Diego le pareció que los tenía infectados. Tardó un rato en reconocer al prisionero. Nadie que posara la vista en esas mejillas hundidas, en el cuerpo exangüe, reconocería fácilmente en ese despojo humano al director de periódicos cuya imagen había inundado los medios cuando fue secuestrado, supuestamente por subversivos. Con el tiempo, Diego había visto menguar la presencia en prensa de ese rostro a medida que aumentaban las desapariciones de editores, periodistas, ilustradores, escritores, psiquiatras y abogados. La familia había admitido públicamente haber pagado el cuantioso rescate exigido por los secuestradores. Pero el hombre seguía ahí, en esa celda.
–Qué cosa –dijo el cura en tono jocoso al contemplar el pecho del prisionero–. Te quemaron todos los pelitos. No te queda vello ahí.
El hombre miró sombríamente al cura, como si temiera hablar. Las ojeras encarnadas contrastaban con la palidez de su piel. Por fin, hizo acopio de fuerzas.
–Padre –dijo con un hilo de voz–. No quiero morir.
–Nadie quiere. –Asintió con gravedad el cura–. Tu vida depende de Dios y de tu colaboración. ¿Pensaste en lo que te dije ayer?
El hombre cerró los ojos y pareció encogerse aún más.
–¿Cómo puedo dar nombres de gente que no conozco?
–¿Y vos pretendés que el coronel crea eso? –Meneó la cabeza el cura–. ¿Por qué te parece que estás acá? ¿Por qué te están pasando estas cosas terribles?
No hubo respuesta.
–Cuando tu diario publicó esa carta del terrorista marxista, ¿pensaste que eso no tendría consecuencias? La confesión es buena para el alma, hijo. –El padre le lanzó a Diego una mirada instructiva y volvió a clavar la vista en el prisionero–. Escucharé la tuya cuando quieras. Le avisás al guardia y vengo.
El editor bajó los párpados nuevamente y ya no respondió.
–Tomá. –El padre Bauer sacó un frasquito de su bolsillo y lo dejó sobre el camastro–. Esto te aliviará los ojos.
–El tipo es testarudo –dijo el padre Bauer cuando se sentaron otra vez en su oficina–. Pero va a aflojar. Al principio, todos niegan todo. Nadie sabe nada de la guerrilla, del ERP, de los Montoneros. Las bombas, los secuestros, las ejecuciones… Nadie es responsable, son obra del Señor, y que Él me perdone por decir eso.
Diego callaba y escuchaba atentamente. La voz del cura era la voz del coronel Indart.
–Vos sabés, Diego, que el coronel te tiene especial aprecio por lo de su querida esposa. –El padre Bauer se santiguó–. Vos también fuiste víctima del terrorismo. Te dejó profundas cicatrices. Pero vas a tener que aprender a confiar en tus compañeros y en las órdenes de tu coronel.
El fierro. Diego sabía que Maidana, Elizalde y los demás iban a estar armados, órdenes o no. Nadie confiaba en nadie. Pero no había previsto que el cura se diera cuenta de que él también iba calzado.
–Todos tenemos un papel que cumplir, Diego. –El cura lo escudriñaba como si tratase de leerle el pensamiento–. Quise que me vieras cumplir el mío, que consiste en sacarle información a los prisioneros, porque esa información puede salvar vidas. Esta es una guerra sucia y todos tenemos que ensuciarnos las manos. No hacerlo sería injusto con tus compañeros, ¿entendés?
–Sí, padre.
–Bien –dijo el cura, suavizando el tono–. El grupo de inspectores de la OEA está por llegar y hay mucho que hacer. Todos sin excepción tenemos que poner el hombro. Y después, si hacés buena letra, bueno, ya sabés que el coronel quiere que llegues lejos. Tu expediente dice que hablás francés con fluidez. ¿Es cierto?
–Bueno, sí –contestó con cautela Diego, que no esperaba esa pregunta.
–¿Te gustaría ir a París?
La cara de sorpresa que puso hizo sonreír al capellán.
–Estamos abriendo ahí una oficina vinculada al Plan Cóndor, para contrarrestar la campaña antiargentina de los exiliados.
Diego hizo un gesto de comprensión: había oído hablar de la red desplegada para identificar y neutralizar a los exiliados. Se rumoreaba que el propio padre Bauer había participado en una de esas operaciones un año antes en Nueva York, actuando como enviado parroquial a una iglesia del Bronx.
–El coronel Indart –dijo el cura poniéndose de pie– cree que podrías ser muy útil en París. Pero ya vamos a hablar de eso cuando sea el momento. Mirá, como clérigo supongo que no debería decirte esto pero quizás para distraerte de este tétrico trabajo deberías buscarte una novia. ¿O ya tenés una?
Dejando atrás las verjas del regimiento, Diego recorrió la avenida Santa Fe hasta dar con un teléfono público en el hall de la estación Pacífico. Marcó el número de Lucas.
¿O ya tenés una? Rogó a Dios que su cara no hubiese cambiado de color o expresión cuando el padre Bauer le soltó la pregunta. ¿Sabría lo de Inés? No, ¿cómo iba a enterarse? Pero ¿y si lo sabía?
Terminó de discar y el teléfono, como si nada, le volvió a dar tono. Ahogando un insulto, aporreó el aparato y discó otra vez. En las películas norteamericanas llamaban a la operadora cuando pasaba esto. Acá, si una operadora te atendía, te daba un infarto.
Finalmente sonó. Y sonó.
–Hola… –dijo la voz dormida de Lucas.
–Lucas, soy yo, Diego. Despertate.
–¿Diego? –se oyó, seguido de un estrépito–. Perdoná, se me cayó el teléfono. Estuve toda la noche en el quirófano. ¿Qué pasa?
Diego se oyó decir, con la voz áspera, tensa, extrañamente apagada:
–Se me acabó el tiempo.
4
–Así que usted es nuestro intérprete –dijo en portugués Justiniano Fonseca, el vicepresidente de la comisión de la OEA, después de guardar con sumo cuidado su portafolios y su sombrero en el compartimento para equipaje de mano y acomodarse junto a Solo en el asiento del pasillo. Era un hombre de tez pálida, ojos afables y cabellos negros y brillantes con raya al medio y sienes plateadas–. Ante todo, permita que me disculpe. Me temo que mi portuñol