Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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vez Monique tuviera razón. ¿Por qué iba en realidad a Argentina? No solamente por la inesperada entrada de dinero, por vital que fuera. Argentina le tocaba la fibra. Salvo la trágica muerte de su padre, los cinco años que había vivido allí habían sido felices. Dieciséis años después seguían siendo su belle époque. Primer sexo, primer amor: con Inés se había hecho adulto. Sus padres aún vivían, su vida era plácida, despreocupada. ¿O acaso se engañaba? Quizás, en el fondo, todo era parte de la adolescencia, edad que uno ansía dejar atrás para añorarla después.

      Cierto, Argentina había cambiado desde entonces y estaba revuelta. Pero Argentina siempre estaba revuelta. Era un país de chiflados. ¿Acaso no era Buenos Aires el lugar con más analistas per cápita del mundo? Las crisis eran algo habitual en la Argentina, que entraba y salía de ellas como si nada. Por gordo que fuera el problema, un par de buenas cosechas y a otra cosa. Allá la gente lo explicaba así: Dios es argentino.

      Sonó el timbre.

      Cuando abrió, encontró a Malena bajo la luz del vestíbulo, con un taxi esperándola en la calle. Se había cambiado el atuendo por un cárdigan de jacquard, pollera y tacos bajos más cómodos. Pero no se la veía cómoda. Tenía un aire de inquietud, una extraña intranquilidad.

      –Hola –dijo él con sorpresa–. Fernanda me dio el pasaporte en tu oficina, pero no estabas.

      Ella asintió y le dio un beso en la mejilla al entrar.

      –Voy al aeropuerto, pero quería verte antes. ¿Los chicos duermen? ¿Los puedo ver?

      –Sí a ambas preguntas –dijo él–. ¿Todo bien?

      Ella sonrió sin decir palabra y él la acompañó por el pasillo hasta el cuarto de los niños. A la tenue luz de la lamparilla de noche, Solo la vio hacer lo que él hacía cuando llegaba tarde, entrar en puntas de pie, sentarse primero en una cama y después en la otra para admirar a Lisa y John.

      –Son tan lindos, gracias –dijo Malena en voz baja minutos más tarde, después de seguirlo por el pasillo hasta la puerta de entrada. Él notó en su voz una mezcla de lástima, tristeza, tal vez nostalgia de los días en que la familia estaba unida, cuando Lisa y John tenían a su madre en casa. Y él le agradeció para sus adentros que tuviera la delicadeza de no decirlo.

      Malena recuperó la cartera que había colgado del picaporte. Se calzó la correa en bandolera y dijo:

      –Necesito un favor, Solo. Y no te lo pude pedir en la embajada. Esto tiene que quedar entre vos y yo.

      Su tono era vehemente y en sus ojos se palpaba la preocupación.

      Él le tomó la mano, esa delgada muñeca de dedos largos, y la tranquilizó.

      –Sea lo que sea, está hecho. ¿Querés sentarte?

      –No. Tengo solo un minuto. Oíme, el jefe de tu grupo de la OEA es un abogado que se llama Hardoy…

      –Sí, es uruguayo. –El nombre estaba en el dossier que le habían dado.

      –Así es. La nota de la OEA dice que llega a Buenos Aires mañana. Necesito verme a solas con él y no puede ser en el Hotel Metropole, donde se alojan todos ustedes. Quiero que me consigas esa cita.

      –Claro, pero…

      –No –dijo ella–, te lo cuento todo en Buenos Aires. Fuera de nosotros tres nadie más tiene que saber nada de esto. Eso es muy importante. ¿Cuento con vos?

      La miró intrigado. Hablaba totalmente en serio. Le dijo que sí con la cabeza.

      Ella sacó de la cartera un sobre sellado dirigido al doctor Bruno Hardoy y se lo tendió junto con su tarjeta personal.

      –La carta dice el lugar y la hora de la cita. La tarjeta tiene los teléfonos de mi padre y de un amigo. Llamame ni bien llegues.

      Él se quedó con la carta y la tarjeta.

      –¿Quién te asegura que Hardoy va a acceder?

      Una sonrisa cruzó los labios de Malena y por un instante él distinguió en sus ojos esa provocadora picardía que siempre le había fascinado en ella.

      –Vos –le dijo ella, apretándole la mano–. Sos irresistible.

      Después abrió la puerta y corrió al taxi.

      3

      Diego se despertó en el catre que tenía en el taller de imprenta y advirtió a través de la persiana abierta que ya era de noche. Se habían encendido las luces en el predio del regimiento. ¿Cuánto habría dormido?

      Terminada la operación, habían vuelto al cuartel a primeras horas de la tarde. El sargento Maidana iba al volante, el cabo Elizalde a su lado y Diego atrás. Al padre Bauer lo habían llevado a su domicilio antes de trasladar los cuerpos de los prisioneros a otro lugar y quemarlos junto con neumáticos para ocultar el olor a carne carbonizada. Por suerte el doctor Bergman había decidido que lo ayudaran en esa tarea los cuatro guardias de los otros coches. Durante el trayecto de vuelta al cuartel, Diego había permanecido en silencio, incapaz de borrar de su mente una imagen: los cabellos grises de Beatriz Suárez en llamas.

      –Bueno, bueno –se había entusiasmado Maidana cuando atravesaron el portón y sintieron el olor a parrilla. Al fondo, varios costillares se asaban a la estaca sobre un gran lecho de brasas–. Por fin un asado verdadero.

      –Huele a mucha guita, ¿no? –festejó Elizalde–. Nuestros huéspedes tienen familias muy generosas. Este cura es un crack, la volvió a hacer completa.

      Otro rescate jugoso negociado por el padre Bauer, había deducido Diego mientras iba directo al vestuario a dejar la campera y el arma y llevarse la muda de ropa que guardaba en el armario. Las familias de los muertos no tardarían en comprender que el rescate no había servido para liberar a sus seres queridos sino para sellar su suerte. No se cruzó con nadie ni en el vestuario ni camino del tallercito de imprenta situado detrás de la intendencia. Agradeció más que nunca que sus tareas le permitieran trabajar a solas, requiriendo de ayuda solo cuando el trabajo lo sobrepasaba.

      Se frotó la cara, se levantó del catre y, sorteando el armatoste de la imprenta, entró en el baño del taller. Su camisa seguía en el suelo, ahí donde la había tirado para lavarse los restos de sangre seca del cuello y el pelo. La cara que le devolvía el espejo era blanquecina y tenía los ojos inyectados.

      Todo había sido una prueba. La fiestita de despedida era una artimaña del coronel Indart para garantizar la docilidad de los prisioneros, y a Diego lo habían puesto en capilla para ver cómo reaccionaba. El padre Bauer se había dado cuenta de que portaba un arma y le había hecho quitarse la campera para hacérselo notar. Ahora todo cobraba sentido. El sacerdote lo había estado observando mientras él miraba absorto los tres cuerpos inertes que el doctor iba inyectando con veneno. Todo indicaba que el coronel Indart ya no permitiría que el capitán Diego Fioravanti siguiera ocupándose de la imprenta: en adelante tendría asuntos más serios que atender.

      Unos golpes en la puerta del taller lo sobresaltaron.

      –¡Adelante! –gritó a través de la puerta abierta del baño.

      Era el padre Bauer. Vestía pantalones de gabardina azul y un saco sport gris perla en espiguilla sobre la remera negra y llevaba el escaso pelo cano bien peinado. Diego no recordaba haberlo visto nunca con ropa de cura, o sotana, o alzacuello siquiera. Su ropa era cara, como también lo era el Toyota importado que manejaba, una cupé roja equipada con una sirena de policía obsequio del coronel Indart. Eran viejos amigos, el coronel y el cura.

      –No quiero molestarte –dijo el padre Bauer, avanzando hasta la puerta del baño–. El coronel va a felicitar a los que participaron en la operación pero antes me gustaría hablar con vos. Veo que lo de ayer te causó una honda impresión.

      –Padre, no estaba preparado…

      –… para lo que pasó, ya sé, ya sé –lo atajó el padre Bauer, alzando la mano. Pareció a punto de apoyarse en la pared de azulejos pero lo pensó


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