Malena. Edgardo D. Holzman
Pereira, la brasileña rellenita y cuarentona que administraba la oficina de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA, estaba sentada cuatro filas más atrás. En la entrevista inicial, ella le había hecho saber que su compatriota Fonseca y el profesor Summerhay, el delegado estadounidense, serían los principales usuarios de los servicios de interpretación en aquel viaje. Summerhay ya había salido hacia Argentina pero Fonseca, a la sazón en Nueva York por asuntos de negocios, se les sumaría en esa escala del vuelo. Doris también había dejado caer que Fonseca vestía a la antigua, con el consabido terno, gemelos, alfiler de corbata y sombrero de fieltro, una verdadera proeza en los tórridos veranos de Washington y ni qué decir en los de su Río de Janeiro natal.
Fonseca le devolvió la sonrisa y se desabrochó el último botón del chaleco, preparándose para el largo viaje.
–¿Primera vez que va a Argentina? –preguntó.
–No, señor, la primera fue veintidós años atrás –respondió Solo.
Había llegado a Buenos Aires con sus padres cuando apenas contaba trece años, aunque por entonces ya era ducho en las mudanzas internacionales y sus desajustes. Su familia se había desplazado en dos ocasiones anteriores, una cuando destinaron a su padre a Haití y la otra cuando lo mandaron a Brasil. Con excepcional clarividencia para una época en la que los norteamericanos seguían aferrados al ideal del crisol cultural, sus padres habían sabido evitar los colegios americanos de Port-au-Prince, Río y Buenos Aires y lo habían inscrito en colegios locales normales, en los que se vio obligado a sobrevivir hablando francés, portugués o castellano. Él estaba convencido de que esa decisión parental, más que ninguna otra cosa, le había valido su profesión actual, aunque cada nuevo traslado generase un nuevo desarraigo de amigos, compañeros de colegio, entorno e idioma. Aún recordaba como si fuera ayer su curiosidad y excitación durante el viaje por mar de Manhattan a Buenos Aires. Le fascinaban los albatros y delfines, las exóticas escalas portuarias: La Guaira, Puerto España, Recife, Santos, Montevideo. Había vivido en ese trayecto una mágica experiencia de travesía. Climas y paisajes se desplegaban ante él como en un pergamino chino, avivando su curiosidad y potenciando su sed de aventura.
Una serie de anuncios, seguida del encendido de las turbinas, puso fin a la conversación. Solo se arrellanó en su asiento y pensó en Malena y su misterioso pedido. Por lo visto no quería comunicarse directamente con Hardoy debido a su propio cargo oficial. Quizás le habían encargado contactarse discretamente con Hardoy por algún tema incómodo que el gobierno prefería tratar en privado. O tal vez tuviera que ver con el padre de Malena, el dirigente político cuyo partido había sido prohibido por la junta militar junto con todos los demás. O incluso podía tratarse de un asunto personal y no tenía sentido darle mayores vueltas.
Cuando el avión ganó altura, Solo levantó el párpado de plástico de su ventanilla y miró hacia abajo. Desde ahí arriba, Manhattan era puro músculo, monumental. Los rascacielos se empinaban buscando el cielo, encumbrándose altivos por encima de sus congéneres menores. Pero a nivel del suelo, como él bien sabía, gran parte de la ciudad era un devastado campo de batalla de ventanas enrejadas, calles desarboladas y plazas huérfanas de niños, capituladas a mendigos, traficantes y borrachos. La mitad de los edificios del South Bronx estaba en ruinas, obra de los incendios o el abandono. Ed Koch, el nuevo alcalde, había reconocido que Nueva York volvía a estar al borde de la bancarrota. Los años 70 no habían mimado a una ciudad que parecía menos la capital del mundo que una metrópolis asomada al abismo.
La silueta rectangular de la ONU se recortaba contra el East River: ahí estaba la antigua oficina de Alberto, donde Solo había iniciado su propia carrera de intérprete. Algo más hacia el oeste, detrás de Penn Station, se encontraba el loft de alquiler congelado en el que Inés y él habían vivido juntos en 1967, hasta la fatídica noche de Venus Adonis.
No les había importado que el vecindario fuera poco recomendable. De día hervía de peatones y ciclistas, skaters, mercachifles y tahúres de monte con sus mesitas y naipes. En las horas pico un desfile de viajeros entraba y salía del laberinto de túneles de la terminal, esquivando los cuerpos recostados en las escalinatas, agazapados en los rincones, tendidos junto a los muros. Por las noches, una mujer se acurrucaba en el umbral del edificio donde vivían y hablaba con las paredes mientras otro vagabundo comía de los tachos de basura y boxeaba con las sombras. Desde la ventana, Inés y Solo podían ver a un barbudo borrachín de piyama astroso durmiendo en una isleta de tráfico, con la cabeza a escasos centímetros de la muerte.
Había sido un golpe de suerte poder subalquilar a través de Alberto, un amigo de Inés que por entonces era traductor en la ONU, el loft de alquiler congelado. Kimberley, una ex novia de Alberto, se había ido a fotografiar el interior de Australia y les dejó el loft por la ínfima suma que ella pagaba. Para Inés y Solo, que no tenían el menor interés en trabajar más que para pagarse comida, vino y fumo, era un regalo del cielo: un noveno piso de techos altísimos, enormes ventanales y una claraboya sobre la ducha. Amén de la terracita de cara al sur con vista al Empire State Building, que se elevaba majestuoso justo ahí donde el perfil de la isla se desplomaba hacia el valle de Lower Midtown para emerger otra vez en el acantilado de torres del bajo Manhattan. En invierno, cuando nevaba de noche, Inés y él se envolvían en frazadas y, estilo sanatorio suizo, se recostaban en las reposeras de la terracita. Ahí, guarecidos bajo la cornisa del piso de arriba, sorbían ponche caliente frente a la blanca quietud citadina, mirando los copos formar arco iris a través de las luces azules, verdes y doradas del rascacielos, un filamento gigante enhiesto en la noche.
Inés y él se habían aislado del mundo exterior en ese loft. Las noticias de las calamidades habituales que conseguían colarse rara vez les hacían mella: una guerra árabe-israelí, la andanada veraniega de disturbios raciales y protestas contra Johnson y la leva obligatoria para ir a Vietnam. Él recordaba haberse preocupado por esa posibilidad: había terminado la universidad y no tenía impedimentos físicos. Pero se sentía demasiado feliz como para que la preocupación le durase.
Vivían entregados al esplendor de su amor, con sus libros, su música y sus drogas, abandonándose al anonimato de la gran ciudad, suspendiendo el sexo para recibir el pedido de comida china, yendo a conciertos en el Village, a películas de kung fu en Chinatown y a festivales de cinema-noir en mugrosas filmotecas del Lower East Side. Al evocarlo luego de tantos años, casi podía volver a sentir esa dulce dejadez, ese lujurioso deslizarse hacia la desidia, la seducción de vivir en un mundo íntimo donde solo cabían dos.
No duró. Cortesía de Venus Adonis. Pero incluso antes de que Venus se presentara en su puerta esa fría noche de noviembre, la realidad se había puesto bruscamente de manifiesto: Inés quedó embarazada y, cautivada por la perspectiva de la maternidad, insistía en tener el bebé. Y él no sabía si estaba preparado para ser padre. No habían hablado de matrimonio, pero a sus veintitrés años y recién salido de la universidad, la idea de encabezar una familia lo amedrentaba.
La cuestión del bebé, que a ella la entusiasmaba, a él le preocupaba. El sentido del deber lo había llevado entonces a buscar cómo aumentar los magros ingresos generados por sus clases particulares de idiomas a alumnos poco aplicados de la zona de Park Avenue. De ahí había surgido la idea de trabajar de intérprete, idea de Inés inspirada en los doblajes que él solía hacer cuando trasnochaban, fumados, mirando las películas más extrañas que les ofrecía la tele. Inés encontraba sus doblajes desopilantes, sobre todo cuando a él le daba por imitar los distintos acentos de las películas extranjeras. A Solo no le parecía tan gracioso pero le encantaba oírla reír a ella. Inés se reía con todo el cuerpo, con todo su ser, a veces en espasmos que la dejaban temblando como un flan y contagiaban a cuantos la rodeaban. Él le daba el gusto a menudo solo para oírla reír.
Una noche le quitó el volumen a una vieja película de Bollywood y se puso a simular, imperturbable como siempre, los parlamentos de los personajes, tejiendo una trama disparatada que hizo efecto en ella al instante. De pronto, en el punto álgido de su actuación, Inés soltó algo parecido a un chillido y se cayó de la cama.
–¡Pará, pará! –gritaba en medio de carcajadas, intentando llegar al baño.
Al volver, todavía lagrimeando y vulnerable, lo encontró