Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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      Volvió a sonar el timbre, seguido de un fuerte golpe en la puerta.

      Solo se acercó a la puerta y estaba a punto de arrimar el ojo a la mirilla cuando oyó a Inés gritar «¡Solo, no!» y sintió que Malena lo sujetaba por el cuello, tiraba de él hacia atrás y ambos chocaban con Inés y la hacían rodar en su caída. En el tumulto oyó a Inés gritar otra vez, aunque más que un grito era un aullido.

      Levantó la vista. El lente de plástico de la mirilla había saltado en pedazos y del hueco resultante emergía la punta metálica de una herramienta.

      ­–¡Maldita! –chilló Venus desde el corredor.

      Solo se puso de pie de un salto y se quedó clavado cuando el punzón de metal desapareció del agujero de la mirilla… y volvió a golpear una vez y otra. Parecía la punta de una piqueta.

      –¡No pienses que vas a poder escaparte! ¡Te conozco bien!

      –¡Dios mío! –dijo Solo apartándose de la puerta–. ¿Están bien? ¿Cómo te…? –Entonces vio a Inés, doblada en dos, con una mano en el abdomen y la otra todavía agarrada a un borde de la estantería de metal contra la que se había desplomado al caer.

      Sin perder un instante, Solo y Malena la levantaron como pudieron, la llevaron al dormitorio y la acostaron en la cama. Tenía la cara exangüe y jadeaba entrecortadamente.

      –No trates de moverte –le dijo Malena–. Vuelvo en seguida –y desapareció de la habitación mientras Solo veía cómo a Inés la cara se le partía de dolor.

      Todavía se podía oír a Venus al otro lado de la puerta, bramando de furia, reventando a golpes de piqueta el marco, las bisagras, las cerraduras, pateando los paneles de madera y embistiendo para derribarlos. Que no tenga una pistola, rogó Solo, y salió corriendo del dormitorio. Malena había agarrado el teléfono y se había alejado de la puerta todo lo que le permitía el cable. Un hilillo de sangre le surcaba la frente.

      ­–Y una ambulancia, eso es. Noveno B. ¡Está derribando la puerta con una piqueta! ¡Rápido! ¡Va a entrar en cualquier momento!

      Solo miró hacia la puerta y advirtió con horror que los labios de la mujer desquiciada oscurecían el hueco de la mirilla rota.

      –¡La policía no les va a servir de nada! –rugió. Su voz estaba ahí, con ellos, dentro del departamento–. ¡Esa mujer se creyó muy viva tiñéndose el pelo! Pero a mí no me engaña. ¡Abran la puerta!

      La puerta se estremeció con una nueva andanada de patadas y golpes. De pronto, una de las cerraduras cedió con estrépito y la puerta se ladeó. Solo la hombreó con todas sus fuerzas, tratando con ambas manos de volver a trabar la cerradura vencida, pero la puerta estaba desencajada y el pestillo no corría. Sintió que el cuerpo de Venus perdía empuje y vio a través de la mirilla masacrada que la mujer había retrocedido unos pasos. Entonces manoteó la cadena con desesperación y consiguió engancharla en el pasador un segundo antes de recibir la nueva embestida, que lo mandó rodando hasta el sofá.

      Se reincorporó en cuatro patas, sacudió la cabeza para despejarse y vio que la puerta estaba apenas entreabierta. A través de la rendija, la piqueta castigaba salvajemente la placa del pasador y cada golpe hacía volar astillas de madera.

      Solo se arrastró hasta el aparador, agarró una botella de vodka y regresó gateando hasta la puerta. Cuando la piqueta volvió a golpear, descargó la botella con todas sus fuerzas y consiguió arrancársela de las manos.

      –¡Maldito! ¡Ahora me las pagarán los dos!

      Sonó el portero eléctrico. Solo descolgó y pulsó el botón.

      –¡Suban rápido! –gritó por el receptor con voz temblorosa–. ¡Inés! ¡Ya llegó la policía!

      Por la abertura de la puerta mutilada vio que Venus se retiraba a su departamento y cerraba la puerta tras de sí. Solo vació con un profundo suspiro todo su cuerpo pero en seguida volvió a tensarse. Instantes después se abría el ascensor y aparecían un oficial y dos agentes. Solo descorrió la cadena y la puerta, que colgaba de una sola bisagra, flaqueó y le golpeó el hombro.

      –Está ahí dentro –dijo señalando la puerta de Venus–. La… La loca que hizo todo esto. Salió corriendo cuando los oyó a ustedes. ¿Dónde está la puta ambulancia?

      –En camino, señor. –El oficial se apartó y tocó el timbre de Venus. Uno de los agentes estudió los daños de la puerta mutilada.

      –Dios santo. ¿Dice que una mujer hizo esto? –dijo con la mirada puesta en la botella de vodka que Solo seguía aferrando.

      –Hola, muchachos. –Venus abrió la puerta y ofreció su sonrisa a los uniformes. Solo tuvo que parpadear: se había puesto un vestido de chiffon rosa y mucho más maquillaje y lápiz de labios que antes. Advirtió que tenía la mano hinchada pero ni el menor atisbo de ira en su voz o actitud–. Los estaba esperando.

      –Tendrá que acompañarnos, señora –dijo el oficial.

      –Por supuesto –sonrió Venus, clavando la mirada en el policía. En ningún momento miró a Solo–. Me estaba preparando.

      Venus cerró la puerta de su departamento y los dos agentes la escoltaron al ascensor.

      –¿Esta es el arma? –el oficial se dirigió a Solo, señalando la piqueta tirada en el suelo.

      Solo iba a dar un paso hacia delante cuando oyó un largo y sonoro gemido que venía del dormitorio y entró corriendo al departamento, seguido por el oficial.

      –Inés, ¿qué pasa? –preguntó. Inés cerraba con fuerza los párpados y tenía el rostro contraído. A su lado, Malena la tomaba de la mano.

      El oficial fue hasta el teléfono. Solo se quedó mirando la mueca agónica de Inés. No sabía qué hacer para ayudarla.

      –La ambulancia está por llegar, señor –dijo el oficial, de regreso al dormitorio–. No se preocupe. Se va a poner bien.

      No fue así. Esa tarde, en el Hospital Bellevue, tuvo un aborto espontáneo. Luego, durante los días y semanas posteriores, se sucedieron la fuerte depresión, los ataques de pánico, las pesadillas recurrentes. Era como si se hubiera amurallado en su trauma; él no podía acercarse. Duraron unos tres meses más en el loft, con su nueva puerta de acero, Venus Adonis temporalmente recluida en el pabellón psiquiátrico del penal de Rikers Island y Solo e Inés cual planetas distintos, alejándose cada uno de la fuerza gravitacional del otro. En una de sus cenas prácticamente mudas, Inés le dijo que se volvía a Argentina. Él no trató de disuadirla.

      Fue Alberto, que se estaba mudando a Washington para ocupar su nuevo puesto en la OEA, quien lo ayudó a conseguir una pasantía de intérprete en el Banco Mundial y a inscribirse en los cursos de interpretación de la universidad de Georgetown. Y fue Malena, cuando Solo juntaba sus trastos para mudarse, la que trató de ayudarlo a elaborar la partida de Inés. Malena le habló con ternura, como una amiga, para hacerle ver lo que ella había podido atisbar en sus conversaciones con Inés.

      –Para ella, tu ambivalencia en relación al bebé era como un rechazo –le explicó, mirándolo con sus dulces ojos castaños llenos del afecto que se había ido forjando entre ellos–. Ella sentía que en el fondo no te parecía mal, o al menos te aliviaba, que hubiera perdido el bebé. Y no pudo digerirlo.

      Eso le había dolido a Solo, en parte porque sabía que algo de cierto había.

      –¿Y por qué no me lo dijo?

      –Tal vez –suspiró Malena– pensó que empeoraría las cosas. Tal vez ustedes dos necesiten distanciarse un tiempo.

      Distancia y tiempo. A partir de entonces, Inés y Solo se mantendrían en contacto pero, con el correr de los años, las llamadas en las que se contaban los sucesos del día o de la semana fueron dando paso a cartas, puntuales al principio y luego cada vez más espaciadas, hasta que él le escribió para decirle que se había casado con Phyllis y, luego, para anunciarle


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