Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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durante los años en que Phyllis y él fueron felices, Solo no dejaba de darle vueltas a aquella noche de noviembre. ¿Qué habría pasado si no hubieran alquilado el loft de Kimberly? ¿O si Venus no se las hubiera tomado con ellos en pleno brote psicótico? ¿Por qué él no había llamado antes a la policía, o salido al pasillo a enfrentarse a Venus en lugar de limitarse a defender la puerta? Si no se hubiera caído encima de Inés cuando la piqueta destrozó la mirilla, ¿estarían criando juntos un hijo, que ahora tendría doce años?

      Preguntas inútiles. Sin embargo, había pasado tanto tiempo desde que la demencia de Venus Adonis destrozara su vida en pareja que, con Solo nuevamente libre y –cabía esperar– más maduro que a los veintitrés años, quizás el tiempo y la distancia habían restañado las heridas. Y quizás Malena tuviera razón y el manto de silencio que se había instalado entre ellos les había servido de bálsamo.

      Durante la escala de una hora en Santiago de Chile, los pasajeros en tránsito desembarcaron para estirar las piernas en el aeropuerto de Pudahuel. Al este, las venas del alba empezaban a irrigar el firmamento. La terminal estaba desierta salvo por los carabineros con metralletas apostados en las salidas.

      –Estuvimos acá hace cinco años, al año del golpe de Pinochet –le dijo Doris a Solo mientras se sentaban con Fonseca en la cafetería vacía. Echó una mirada a los gendarmes–. No parece haber cambiado gran cosa.

      –Estas cosas llevan su tiempo –sonrió filosóficamente Fonseca–. Creo que nuestro informe de algo sirvió. Me preocupa más esto –dijo señalando el titular de un diario chileno abandonado sobre la mesa: Corte Suprema deniega extradición de chilenos en los casos Letelier y Prats–. Mal asunto. Puede caernos encima.

      Doris asintió. Solo sabía que el gobierno de Carter había pedido la extradición de los mandos militares chilenos implicados en asesinatos de disidentes en el extranjero. No recordaba quién era Prats pero sí Letelier, un ex canciller del gobierno de Allende asesinado tres años antes en Washington junto con una compañera de trabajo estadounidense. Ese día Solo y Phyllis habían ido a visitar a Malena con los chicos y habían visto el coche carbonizado de Letelier en Sheridan Circle, no muy lejos de donde vivía Malena.

      Solo se hizo con el ejemplar del diario al tiempo que los parlantes anunciaban el embarque del vuelo.

      Después de despegar, con el día ya clareando, planearon por encima del cinturón de valles costeros y sus cuadrículas verdes y marrones hasta llegar al pie de los Andes. Solo contempló el desfile de cumbres nevadas que recibían al avión y lo escoltaban a través de la gélida barrera zurcida de cráteres negros, profundos cañones y azules lagos glaciares. El piloto fue anunciando los picos más conocidos: Mercedario, Tupungato, Aconcagua.

      Pronto dejaron atrás los Andes y surcaron la meseta fruncida por la precordillera en dirección a la planicie pampeana. El mar de pasto disparó en él recuerdos de las vacaciones que su familia y la de Inés, los Maldonado, habían pasado en la estancia donde él y ella se descubrieron mutuamente. Su padre había conocido al de ella en la administración del puerto de Buenos Aires, donde el señor Maldonado trabajaba por entonces. Esa amistad se cimentó y fue creciendo aún más entre ambas familias después del flechazo de aquel verano entre Inés y él. Casi podía volver a paladear el olor penetrante a tierra y a ganado, a cuero crudo y alfalfa, y se vio a sí mismo mateando con los peones cuyas guitarras desgranaban viejas milongas sobre la vida errante del gaucho. Aquellas largas cabalgatas hacia ninguna parte, aquel horizonte infinito donde el sol se hundía en el cielo escarlata, aquel hacer el amor bajo un solitario paraíso en medio de la inabarcable llanura verde. ¿Acaso Inés y él podrían recomenzar recordando su edén adolescente en este confín del mundo?

      Una hora después, con el telón de fondo de un estuario interminable, vio cómo Buenos Aires comenzaba a cobrar forma y se extendía desde la ribera del río de la Plata hasta el horizonte, con un abigarramiento de barrios y suburbios desplegándose en todas direcciones. Apenas conseguía distinguir manchones de casas bajas y viejos techos de tejas entre los edificios más modernos y elevados. A la flauta, pensó, cómo creciste, Buenos Aires.

      Algo se le encogió dentro al contemplar la vasta cuenca del río, tumba sin fin de su padre. La Mar Dulce, como lo habían bautizado los primeros exploradores españoles. Dieciséis años atrás, esas aguas parduzcas, eternamente volcadas hacia el mar, se habían cerrado sobre su padre, cerrando a la vez un capítulo de la vida de Solo. Desde allí abajo, las aguas lo encaraban como un inmenso memento mori, indiferentes a su regreso.

      Un suave impacto del tren de aterrizaje contra el asfalto. Un rugido de turbinas en reverso. Cuando el avión perdió velocidad y empezó a rodar hacia la terminal del aeropuerto de Ezeiza, los pasajeros argentinos rompieron en aplausos. Solo aplaudió también.

      –Señorita Pereira, doctor Fonseca, señor Solórzano. –En el minibús al dejar Ezeiza, el funcionario de protocolo sonreía y devolvía los pasaportes que había solicitado en la sala VIP para su sellado–. Bienvenidos a la Argentina. Ustedes son el último grupo de la OEA que faltaba. Les deseamos una agradable estadía.

      Bueno, ya no cabía duda de que había vuelto, pensó Solo: volvía a ser el señor Solórzano, con acento en la segunda o. Que no se le olvidara. A la gente local le parecería raro que no supiera pronunciar su propio apellido.

      La moto de policía volaba delante del minibús y los dos vehículos hacían valer sus luces de emergencia que teñían de amarillo y rojo el pavimento mojado. En el guardabarros trasero de la moto, Solo advirtió la chillona calcomanía amarilla: yo quiero a mi argentina, ¿y usted?

      Ya veía que algunas cosas habían cambiado. No estaban viajando por las sufridas rutas que recordaba. Un flamante tramo de autopista, de rigor incluso en los países más pobres, se encargaba de ahorrarles a los visitantes el panorama de las villas miseria que rodeaban la capital. Sentado sin nadie a su lado, detrás de Doris y Fonseca, Solo trataba de absorber el paisaje, pero la cháchara de su guía sobre las nuevas edificaciones que salpicaban por doquier un rejuvenecido Buenos Aires se interponía constantemente.

      –Notable –repuso Fonseca cortésmente–. Tengo entendido que hay grandes obras públicas en ejecución.

      –Por supuesto –dijo el funcionario, y se embarcó en una pormenorizada descripción de varios proyectos.

      Hora de echar mano a las herramientas del oficio, se dijo Solo. Ducho en escuchar con atención dividida mientras su cerebro almacenaba el discurso entrante, podía retener suficiente significado como para producir respuestas coherentes mientras el resto de su mente se ausentaba. Seleccionó una expresión idónea, una mueca pensativa que de vez en cuando trocaba en asentimiento o sonrisa, y se dedicó a mirar pasar la ciudad.

      El tráfico, en todo caso, no había cambiado. Coloridos colectivos fumigaban el aire con su negra combustión de gasoil. Los vehículos seguían teniendo derecho de paso frente a los peatones. Zigzagueando como kamikazes, los taxis invadían constantemente los carriles vecinos y frenaban con un rebaje al filo de cada bocacalle, disputándose el paso a dentelladas. Las reglas implícitas, recordó Solo, eran sencillas. Los peatones cedían el paso a los coches, los coches a los colectivos, los colectivos a los camiones. Los vehículos de similar tamaño jugaban a ver quién era más guapo. Con algunas excepciones lamentables, el sistema parecía funcionar. Como Argentina.

      Un coche algo recalcitrante tuvo que apartarse velozmente de su camino cuando el cosaco que les abría paso en moto, con estudiada puntería y perfecto equilibrio, le dio al pasar una tremenda patada en la puerta trasera. Ya estaban en el centro, en la parte vieja de la ciudad. Edificios que Solo recordaba vagamente desfilaban ante sus ojos en rápida sucesión.

      Se fijó en su pasaporte y vio que entre las páginas había un pequeño sobre dirigido a él. Lo abrió y dentro encontró una nota del almirante:

       Estimado señor Solórzano:

       Estuve ocupándome de su pedido relativo a los Mahler. Estar é en mi oficina esta tarde y podría recibirlo, si no está demasiado cansado por el viaje.

      Solo


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