Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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del baño, llorando a carcajadas, sacudidos por nuevos accesos de risa cada vez que intentaban hablar, hasta que, rendidos, se durmieron ahí mismo.

      –¿Sabés una cosa? –le diría Inés cuando, rato después y ya más serenos, se duchaban juntos–. Es increíble cómo sincronizás los diálogos. Y encima hablás un montón de idiomas. ¿Nunca te planteaste trabajar de intérprete?

      Ella tenía bastante idea de traducir e interpretar gracias a Alberto, que solía pasarle cintas para que las desgrabara. Le pagaban bien y, para hacer el trabajo en casa, se había comprado una máquina de escribir eléctrica y un aparato transcriptor, todo de segunda mano. Con los auriculares puestos y un pie en el pedal, pasaba un par de horas diarias dedicada a teclear, soltando de vez en cuando una de sus carcajadas musicales cuando los comentarios al margen que Alberto insertaba para su deleite le hacían especial gracia.

      –¿Por qué no le pido a Alberto que te consiga una prueba?

      Al principio, la idea no lo sedujo. Una cosa era doblar películas para divertir a Inés –él lo veía como un juego de mímica– y otra muy distinta la interpretación profesional, algo a lo que se dedicaba la gente seria en lugares serios, y lo único que Solo tenía la intención de tomarse en serio era su relación con Inés. Sin embargo, ya fuera por él o por el bebé que estaba en camino, o por ambos, ella insistió. Y él decidió complacerla. Alberto le concertó una prueba en la biblioteca Dag Hammarskjöld de la sede central de la ONU y Solo, para su sorpresa, supo desde el instante en que se puso los auriculares y empezó a hablar por el micrófono que Inés estaba en lo cierto. El suyo era un talento innato. Descubrió que poseía una sorprendente solvencia para el vertiginoso toma y daca, para adaptarse a la miríada de acentos, localismos, expresiones y construcciones del español, el francés y el portugués –sus tres lenguas complementarias–, para adaptarse instintivamente al tono, la velocidad discursiva e idiosincrasias del orador y para elegir sobre la marcha la mejor manera de trasladar no solo el sentido sino también el ánimo y los matices.

      Vendrían años de estudio y práctica, pero el día en que aprobó esa primera prueba de interpretación volvió a casa desbordante de entusiasmo, sintiendo que había dado con su verdadera vocación y la pieza que faltaba para encarar su vida adulta.

      Se imponía festejarlo. Esa misma noche, Inés, Solo y Malena, la nueva amiga de Alberto, subieron al loft a preparar la cena de celebración mientras Alberto iba a comprar el vino. Cuando Inés estaba metiendo la llave en la cerradura del departamento vieron a su vecina, Venus Adonis, una rubia grandota metida en un muumuu amarillo, abrir la puerta del suyo y llenar el marco con su sonrisa de brillante carmín en labios y mejillas.

      –Hola. ­–Malena y Solo le correspondieron la sonrisa desde el otro extremo del breve pasillo mientras Inés se entendía con la cerradura.

      ­–Hola, Venus… –dijo Inés, alzando la vista.

      La mujer no dejó de sonreírles ni siquiera cuando ya estaban entrando.

      –¿Y esa? –preguntó Malena ni bien cerraron la puerta.

      –Rara, ¿viste? –dijo Solo, depositando la bolsa de comida sobre la mesa–. Es nuestra vecina Venus.

      –Así se hace llamar –dijo Inés, abriendo un armario–. Venus Adonis, madre de la divinidad, hija de Zeus y las estrellas y no me acuerdo qué más. Publica avisitos por el estilo en los diarios. Kimberly nos dijo que es rara pero inofensiva. De hecho, no había hablado con ella hasta ayer. Tomamos el ascensor juntas y me preguntó si estaba embarazada. No se me nota tanto, ¿verdad?

      –Un poquito, pero te queda bárbaro –dijo Malena–. ¿Te preparo alguna bebida?

      –No, no. También dejé de fumar. Mejor me pongo a cocinar. –Inés agarró la bolsa y la llevó a la cocina.

      –Qué departamento más lindo, ojalá yo pudiera encontrar algo parecido –dijo Malena, de pie junto a la gran foto en color de la pared del living, un retrato de Kimberly, con su pelo rojo intenso flameando al viento, tomada de la mano de Alberto en Central Park. En la remera de Alberto se leía: Yo no soy la Solución.

      Solo fue a la cocina a buscar hielo. Le gustaba que Alberto hubiera traído a Malena para presentarle a «mis jóvenes amigos», como los llamaba él. Alberto la había conocido poco antes durante una marcha contra la guerra que iba de Central Park a la ONU. Habían visto juntos los discursos de Martin Luther King, Stokely Carmichael y Benjamin Spock desde la cómoda primera fila que les ofrecía la oficina de Alberto y desde entonces habían salido alguna que otra vez, siempre como amigos, según Alberto. Aunque su amigo la doblaba en edad, Solo se preguntaba si no habría algo más entre ellos. Malena acababa de llegar a Nueva York enviada por su tío, que presidía una asociación de criadores de petisos de polo, para abrir una oficina de venta. Solo le calculaba su misma edad; era muy atractiva, de ojos suaves y luminosos y una belleza de finos rasgos resaltada por el corte à la garçon y el discreto collar de perlas que subrayaba la delicada curvatura de su cuello. Aunque era la primera vez que los tres se veían, Solo tuvo la sensación de que a Inés le caía tan bien como a él. Había en ella algo que lo desarmaba a uno, una franqueza y naturalidad que invitaban a trabar amistad con ella.

      Mientras Solo vaciaba una cubetera, Malena se apoyó en el marco de la puerta de la cocina y se puso a charlar con Inés.

      –Me dijo Alberto que viniste por un tiempo, que estás acá con un programa de intercambio.

      –Estaba. Mi familia en Argentina ni siquiera sabe que estoy viviendo con Solo y mucho menos lo del embarazo. Creen que sigo en el programa, perfeccionando mi inglés durante dos meses más.

      Inés terminó de lavar la lechuga y la pasó del colador al secador de ensalada.

      –¿Entonces no les vas a decir nada? ¿Por? Disculpá que me meta, pero es más fuerte que yo.

      Solo vio cómo Inés torcía el gesto con determinación.

      –Porque mi vida privada es cosa mía –dijo ella, y Solo se preguntó si se daba cuenta de que acababa de contarle su vida privada a una extraña. Aunque tal vez le resultara mucho más fácil hablar del tema con una extraña, sobre todo con esta, que compartía su nacionalidad y, probablemente, su sentir.

      En el breve silencio que los envolvió, los tres oyeron claramente un susurro al otro lado de la puerta del departamento. Malena se asomó desde la cocina.

      –Hay un papel bajo la puerta. ¿Lo agarro?

      –Sí, gracias –dijo Solo, que estaba reponiendo el agua de la cubetera–. Seguro que es otro aviso de la huelga de inquilinos o algo por el estilo.

      Malena volvió con una tarjeta de fichero en la mano y se la dio.

      –¿Qué es? –preguntó Inés.

      Solo leyó en voz alta:

      –Cambiaste pero igual te reconocí. De mí no te vas a esconder.

      –¿Cómo? –Inés arrugó la cara y se secó con un repasador–. ¿A ver eso?

      Solo le entregó la ficha y fue a abrir la puerta. El corredor estaba vacío. Tanto la puerta de Venus como la del ascensor estaban cerradas. Cerró y volvió a la cocina.

      –Nadie.

      Inés seguía escrutando la ficha.

      –Medio siniestro, ¿no? –dijo.

      –¿Podría ser la vecina? –preguntó Malena.

      –Es lo que pensé –dijo Solo–. ¿Oyeron su puerta?

      –No.

      Sonó el timbre.

      –Voy yo –se ofreció Malena–. Debe ser Alberto.

      Solo la vio mirar primero por la mirilla y después agacharse a recoger otra ficha.

      –Sí, es la vecina nomás –dijo Malena, volviendo a la cocina–. Vi cómo el muumuu amarillo se escabullía dentro del departamento. Esta dice:


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