Malena. Edgardo D. Holzman
Monique refunfuñó exasperada y empuñó una lapicera.
–¿Cómo se llama el amigo que vas a dejar a cargo?
Solo extrajo del tarjetero del escritorio una de las tarjetas de presentación de Monique y se la dio.
Cuando volvió a casa, la vivienda de dos pisos que Phyllis y él habían alquilado en Alexandria poco después de casarse, lo primero que hizo fue ir a su dormitorio y marcar con dedos temblorosos el número de Inés en Buenos Aires. Inés y sus padres habían salido, dijo la mujer de la limpieza. Él le pidió que anotara el día de su llegada y el nombre de su hotel.
Inés manda saludos. La frase de Alberto le resonaba en la cabeza. ¿Eran palabras de Serge, el traductor francés, o ella misma habría dicho algo tan seco, tan impersonal? ¿Y por qué no? Probablemente querría mantener la distancia… Había pasado una buena docena de años desde aquel doloroso adiós en Manhattan. Él solía rememorar sus días de juventud en Argentina, Inés abrazándolo en silencio cuando se enteraron de la muerte de su padre, el reencuentro en Nueva York años después, ambos recorriendo esas calles de la mano, su sensación de que la vida no podía ofrecerle nada mejor. Remover el pasado, lo llamaba su analista. Pero Inés seguramente lo había borrado de su memoria hacía tiempo. Él debía de ser para ella tan solo un error de juventud.
De pronto, presa de un impulso, se subió a una silla y se puso a hurgar en los rincones más recónditos del armario hasta que encontró la gran caja con los álbumes de fotos y papeles familiares. Se sentó con la caja en la cama. Arriba de todo estaban los documentos de su padre, que su madre había reunido y enterrado ahí dentro al morir su esposo. Miró con atención la foto de la credencial del Departamento de Estado, deteniéndose en los cabellos oscuros y ondulados y en los ojos grises que había heredado de él. Lo seguía extrañando, comprendió al volver a guardar el documento. En cierto modo, Argentina no parecía tan lejana en el tiempo. Solo suspiró y abrió un álbum de fotos.
Ahí estaban en Buenos Aires, dieciséis años atrás, Inés, él y su padre frente al Ciudad de Asunción, aquella tarde de invierno en que lo habían llevado al puerto para su acostumbrado y, en esa ocasión fatal, viaje a Montevideo. Su padre, con las manos en los bolsillos del gamulán y su amplia sonrisa, parecía feliz. Solo e Inés, abrazados por la cintura, se veían absurdamente jóvenes. En otra foto de ellos dos, tomada cuatro años después en Jones Beach cuando ya vivían juntos en Manhattan, los rasgos juveniles de ella ya eran los de una mujer. Y la pinta adolescente y el pelo descuidado de Solo habían dado paso a una coleta y una barba. Se los veía a gusto, nuevamente abrazados, sonriendo al sol, enamorados. Desde entonces habían pasado otros doce años: ¿qué pensarían el uno del otro al volverse a ver después de tanto tiempo?
Esa noche, Solo y los chicos se sentaron a la mesa de la cocina mientras Saturnina les hacía empanadas. Sabiendo que se iba, Lisa y John estaban más pegotes que nunca y Saturnina aún más silenciosa que de costumbre. Con Tita, la gata atigrada, ronroneando en su regazo, Solo observó las manos callosas de Saturnina, ocupadas en amasar y repulgar, y se preguntó, no por primera vez, qué edad tendría. Ni ella misma lo sabía. En su español con dulces ecos quechuas, Saturnina contaba que había nacido hacía muchos años en un pueblito boliviano de la zona de Cochabamba, no muy lejos de la ciudad minera: eso era todo cuanto sabía. Los vientos ardientes del altiplano habían tejido una telaraña de surcos alrededor de sus labios finos y sus tristes ojos negros. Patas de gallo, les había dicho a los chicos en su inglés fragmentado cuando ellos le preguntaron: es que de chica dormía en el suelo sobre un delgado colchón de paja y las gallinas le caminaban encima. Era el único chiste que Solo le había escuchado. Todavía llevaba los largos cabellos negros partidos en dos trenzas pero ya no vestía las faldas y chalecos coloridos, el poncho de alpaca y el sombrero chato y marrón de la foto enmarcada que se apreciaba a través de la puerta entreabierta de su cuarto frente a la cocina. En esa instantánea se la veía junto a un hombre ceñudo, de anchas mejillas, cuyo nombre jamás había mencionado.
En el estante junto a la foto reposaba el Ekeko, dios de la prosperidad y la buena fortuna. Los chicos adoraban a ese muñeco, el hombrecito de arcilla con su mostacho y joroba, su poncho y sandalias anchas, la gorra andina y el cigarro en la boca. El Ekeko cargaba sobre pecho y espalda miniaturas de todos los objetos de valor imaginables en el altiplano: llamas, gallinas y cabras, quenas y erques, tejidos, fruta, cestas, ollas y billetes. Pero Solo advirtió que esa noche el Ekeko estaba tapado hasta las sandalias con una bolsa de papel. Solo sabía lo que eso significaba. A Saturnina no le gustaba nada que él viajara.
–¿Estás preocupada? –le preguntó, señalando al Ekeko.
–Ay, señor –dijo ella–, ya le dije al Ekeko que no lo destapo hasta que usted no haya vuelto.
Después de cenar se sentaron en el living, todos menos Tita, escondida bajo la cama de Solo tras haber sido declarada gata non grata por masticar los cables del estéreo. Mientras Saturnina tejía, Solo les empezó a contar a Lisa y John una historia de una princesa de largos cabellos rubios…
–Que sean negros –interrumpió Lisa, juntando sus cejitas–. Como mi mamá.
A Solo esto lo tomó desprevenido.
–Muy bien, la princesa tenía largos cabellos negros y se llamaba…
–Phyllis –dijo Lisa.
–¿Phyllis?
–Sí, como mi mamá.
–Está bien. Se llamaba Phyllis…
A la hora de acostarse y después de contarle a él la historia, en la que Phyllis rescataba al rey y la reina de las garras de un brujo malvado que los había encerrado en su castillo, Lisa empezó a desplegar sus habituales maniobras dilatorias, oportunamente secundada por su hermano. John había estado luchando contra el sueño en un combate sobrehumano de largos bostezos y frotado de ojos que hacía honor a su piyama de Súperman, pero cuando la hermana dijo que no podría dormirse porque tenía un dolor de cabeza él dijo que tenía dos. Al final se tambaleó hasta la cama aferrado a su peluche. Solo alzó en brazos a Lisa y la llevó a su cama, donde ella negoció que jugaran dos veces a quién se ríe primero, que se convirtieron en cinco porque un par de veces ella se hizo un lío y otra él hinchó la nariz y eso no valía. Finalmente le dio un beso de buenas noches y Lisa se durmió.
Él no. La insistente mención de Phyllis por parte de Lisa era una novedad. ¿Habría oído alguna de sus muchas conversaciones telefónicas con Monique? Su analista le había dicho que los niños iban a extrañar a Phyllis y afligirse como si hubiera muerto. Exageraciones, pensó Solo. Mami y él, les explicó, no se llevaban bien y se habían divorciado. Ella se había ido por un tiempo pero los seguía queriendo mucho. Se preguntó si los chicos iban a ponerse a preguntar otra vez por Phyllis, si la extrañaban tanto como antes. Saturnina era maravillosa pero todos los niños necesitan una madre verdadera, ¿no? Y Phyllis había sido una buena madre, eso era innegable. Lo cual hacía más dolorosa su repentina partida.
Posó la mirada en los tres hermosos mosaicos de Nicea que Phyllis había colgado en la pared del dormitorio y allí seguían: una profusión de granadas, alcauciles y jacintos; una guarda floral en lapislázuli, coral y esmeralda; y un barco muy poco turco, más parecido a un junco chino, del vívido color turquesa que a ella tanto le gustaba. Ni siquiera se había llevado los mosaicos. Apenas su ropa en una valija y su coche.
Usted siga adelante con su vida, le había dicho el analista. Phyllis era dueña de hacer lo que quería y en todo el país había mujeres que luchaban por encontrarse a sí mismas en estos tiempos confusos. Salga, conozca a otras mujeres. Solo lo había hecho. Aparte del sexo, no había sacado mucho más. Si hacer amigos ya era difícil, ni hablar de encontrar un alma gemela en Washington y sus alrededore, un mundo de transitorios burócratas obsesionados con su trabajo, como bien había diagnosticado Malena a poco de asumir su nuevo cargo en la embajada. Malena detestaba los restorantes que cerraban la cocina a las diez, los gigantescos centros comerciales con sus barrios satelitales de calles desiertas, el ulular constante de las sirenas nocturnas en los bulevares vacíos de la ciudad. Durante aquellos primeros meses luego de su llegada