Malena. Edgardo D. Holzman

Malena - Edgardo D. Holzman


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–dijo Diego. Para qué negarlo. El ojo avizor del cura, siempre alerta bajo las pobladas cejas, no perdía detalle.

      –Lo que hicimos hoy, Diego, fue por el bien del país. Dios lo sabe. Y nos lo agradece. Era nuestro deber patriótico. Vos, más que nadie, deberías entenderlo.

      Diego siguió la mirada del cura que, a través del espejo, recorría las cicatrices de su espalda desnuda.

      –Vení a verme a mi oficina. Quiero que me acompañes a hacerle una visita a uno de nuestros huéspedes –dijo Bauer antes de irse.

      Era nuestro deber patriótico. Vos, más que nadie, deberías entenderlo.

      Debería. Esas cicatrices eran testimonio vivo de aquella noche, cuatro años atrás, en que esperaba sentado en el living de los Indart en la calle Zabala a que Graciela, la hija del coronel, y su amiga Ana María terminaran de hacer los deberes para llevar a Ana María de vuelta a su casa.

      –Teniente… –Ana María lo había llamado desde la puerta del comedor–. Ya terminamos. Voy al baño y nos podemos ir.

      Él le había sonreído desde su silla, cerrando la revista de diseño gráfico que había traído para entretenerse durante la espera. Ana María desapareció por el pasillo mientras Graciela juntaba los libros desparramados sobre la mesa del comedor.

      La misma rutina de siempre, recordó haber pensado. Ir de escolta en el coche patrulla. Recoger a las chicas en el Instituto de Lenguas Vivas, llevarlas al departamento del coronel Indart para que hicieran los deberes juntas, esperar a que acabaran, llevar a la amiga a su casa. Las medidas de seguridad tenían su razón de ser. El jefe de la policía federal y su mujer habían volado en pedazos mientras navegaban por el río. El jefe siguiente había escapado por un pelo de una emboscada. El coronel no quería correr riesgos.

      A Diego le caían bien las chicas y él a ellas. No era difícil encandilar a jovencitas de dieciocho años. Graciela no era especialmente atrevida pero Ana María era vivaz y le gustaba coquetear con él.

      Coronando la chimenea del living, una joven señora Indart le sonreía como siempre desde su romántico retrato. La tenue iluminación de la pintura resaltaba la conjunción del amarillo verdoso de la orquídea que tenía en la mano y el verde suave de sus ojos, agraciados por una sonrisa incipiente. Diego estudió el lienzo. En vivo, los ojos de la señora Indart conservaban un destello de esa inocencia juvenil que destacaba el retrato.

      –Graciela, querida –dijo la señora Indart, saliendo de la cocina con sus hijos menores, un nene y una nena, ya en piyama y listos para ir a dormir–. ¿Le ofrecieron un café a Diego?

      –No, gracias, señora Indart –dijo Diego–. Ya salgo a llevar a Ana María a casa. Estaba admirando su retrato.

      –Ah, eso –rio ella y se le iluminaron los ojos–. Demasiado generoso. Ya quisiera haber sido así en aquella época.

      Ana María volvió del baño y recogió su cartera y sus libros.

      –Listo –dijo con una sonrisa.

      Después de la ronda de besos de despedida entre Ana María y los Indart, Diego y ella salieron a la calle. El chofer del patrullero estaba charlando con los dos custodios apostados en la entrada.

      –Sentate conmigo atrás. –Ana María le entrelazó el brazo cuando él le abría la puerta–. Dale.

      Él se subió al asiento de atrás. El chofer no necesitaba que le dijeran adónde iban. Hacía una semana que repetían el trayecto.

      –La familia de Graciela me trata tan bien –dijo Ana María mientras el coche aceleraba. Después hizo una pausa–. ¿Sabías que me citaron para interrogarme?

      Él ya lo sabía. Se rumoreaba que la habían soltado gracias al coronel.

      –Me soltaron porque intervino el coronel. Porque soy amiga de su hija.

      –¿Y por qué te interrogaron? –El muslo de ella se había arrimado al de él.

      ­–Por mis padres. Son de izquierda –dijo ella en tono aburrido, como si le hubiera revelado que eran vegetarianos–. A mi padre lo echaron del hospital por izquierdista. Es cirujano. Mi madre es psicóloga. Ahora están separados pero las pasé negras con ellos el año pasado. Le dije a Graciela que no sé qué habría sido de mí de no ser por ella y su familia.

      Ana María le posó la mano en el muslo y Diego sintió cómo su cuerpo acusaba recibo del contacto. Ella le sonrió y dijo como quien no quiere la cosa:

      –¿Vos creés que es verdad lo que dicen del coronel, que ejecutó a todos esos guerrilleros en Catamarca después de que se rindieron?

      –No sé –dijo Diego. ¿A qué jugaba Ana María?

      –Es lo que dicen en el cole, que es el jefe de la Alianza Anticomunista Argentina, esos que andan matando a los subversivos.

      –¿Vos pensás eso?

      –No, no. Para nada. Es una persona tan amable…

      –Teniente –dijo el chofer–, voy a poner la sirena o de acá no salimos más.

      Recién entonces se dio cuenta Diego de que estaban en un embotellamiento. La sirena impidió que siguieran conversando mientras la mano de Ana María iba y venía sobre su muslo.

      –Nos vemos –le dijo sonriendo al bajarse.

      Él se quedó en el asiento trasero para recomponerse mientras volvían. Minutos más tarde llegaban al edificio de los Indart. El coronel no había llegado todavía, le dijeron los custodios. Graciela le abrió la puerta del departamento.

      –Hola –dijo con una amplia sonrisa. Diego se dio cuenta de que ella había estado esperando el momento de verlo a solas, sin la presencia de Ana María.

      –¿Quién es? ¿Diego? –La voz de la señora Indart venía del dormitorio.

      –Sí, señora. Si ya no me necesita por esta noche…

      –Váyase a casa, joven. Gracias. Los chicos están dormidos y yo me voy a acostar ya mism…

      Nunca terminó la frase. O tal vez sí, pero Graciela y él no pudieron oírla. La explosión los catapultó a ambos contra la pared frontal del departamento.

      Desde su cama en el Hospital Militar, a pocas cuadras del edificio de los Indart, Diego pudo ver durante semanas la misma secuencia televisiva del departamento devastado, repetida sin cesar a medida que avanzaba la investigación y los periodistas y comentaristas la convertían en prueba palmaria del grado de horror al que podían llegar los subversivos y de la necesidad imperativa de acabar con ellos por cualquier medio. La onda expansiva había arrasado el interior del departamento, derribando gran parte de la mampostería, destrozando puertas y ventanas y esparciendo fragmentos de vidrio por todo el vecindario. En las tomas de la tele había restos de muebles por todas partes. La señora Indart había muerto al instante. Graciela y sus hermanos fueron hospitalizados con heridas graves, aunque se esperaba que se recuperasen. Ana María y su familia seguían prófugos. Los Montoneros se habían atribuido el atentado; la bomba había sido introducida en el departamento en una botellita de perfume que Ana María llevaba en la cartera y los guardias de la entrada no habían considerado sospechosa. La carga colocada bajo el colchón de los Indart era de setecientos gramos de trotyl. Ana María se había colado en el dormitorio a la ida o vuelta del baño, antes de que Diego la llevara a su casa. Sólo entonces se había ausentado del comedor, donde él la esperaba leyendo su revista.

      Diego recordaba vagamente una visita del coronel Indart durante sus primeros días de convalecencia en el hospital, cuando la medicación lo tenía embotado e inconsciente a ratos. A sus desorientados ojos, el coronel se mostraba espectral, ajado. Tenía los hombros caídos y las facciones agrisadas, algo más toscas incluso. Había permanecido junto a la cama, mirándolo durante un buen rato, y al final se había ido sin decir palabra.

      El cuerpo de Diego fue sanando poco a poco. A Inés le diría más tarde que las cicatrices


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