El viaje de Tomás y Mateo. Lisandro N. C. Urquiza
continuaba en shock después de la confesión. Se percató de que había estado llorando él también cuando sintió sus ojos arder y el pecho explotarle en mil pedazos. No sabía qué palabras pronunciar o cómo reaccionar.
Sintió que el cristal se podría salvar, pero no imaginaba cómo podía ayudar en esa tarea. Algo en su interior se agitó.
Dos pequeñas aves de plumaje marrón se posaron en el alféizar. Mateo se puso de pie, tomó un pequeño trozo del panecillo hojaldrado que estaba comiendo y lo dejó muy cerca de los pájaros. Se quedó un momento mirando el comportamiento de los animalitos. Volvió su mirada a Tomás.
—¿Ves eso? Es una pareja de ruiseñores. Todas las mañanas vienen y se posan acá para que les de unas migas. —Se hizo una pausa. Los pájaros ya se habían incorporado y picoteaban el alimento—. Estas aves son muy conocidas por su bellísimo canto.
—No lo sabía, pensé que eran zorzales —respondió Tomás casi como en un susurro.
Mateo volvió por otro trozo de pan y lo desintegró. Le pidió a Tomás que ahuecara su mano y en ella depositó las migas. Le pidió que se arrimara hasta la ventana, y el muchacho obedeció. Bajó su mano mientras Mateo se la sostenía con la palma de la suya. Muy lentamente fue estirando su brazo hasta quedar cerca de las aves, las que al principio se rehusaban a acercarse y poco a poco tomaron confianza, para terminar comiendo de las manos de Tomás y de Mateo.
—En primavera, Tommy, estos pájaros cantan tanto de día como de noche, pero a menudo sus cantos se ahogan en ruidos perturbadores.
—¿De verdad?
—Sí, y es un poco el reflejo de la vida.
—¿De la vida? ¿De la vida en Buenos Aires? —Tomás preguntó con miedo.
—¡Mi vida! —gritó Mateo—. Tommy, mi vida era una mierda; yo sentía que no tenía sentido seguir viviendo y desde que te conocí… bueno, todo eso cambió…vos me viste entre la multitud, y…y…—Mateo se agitó, tragó saliva y tomó aire —, fui alguien y sentí que tenía valor para alguien.
Tomás estaba conmovido. Sus ojos no podían contener más lágrimas que pujaban por salir y ni cuenta se había dado de que el vendaje de su otra mano se había aflojado. Mateo se percató de este detalle y, como si fuera un enfermero, dijo:
—Dejale el pan a los pajaritos y vení que te cambio esa venda, que se te está por caer.
Tomás obedeció como un robot al que le dan una orden para ejecutar y se levantó, lo siguió hasta el baño, donde cambiarían el vendaje y no pronunció palabra. Mateo abrió el botiquín y sacó gasas nuevas, desinfectante y un rollo de cinta adhesiva. Con mucho cuidado reemplazó la venda y, cuando terminó de auxiliarlo, volvieron al desayunador. Mateo levantó todos los elementos y Tomás se encargó de guardar el mantel y las servilletas. Los ruiseñores seguían picoteando en el alféizar y de pronto uno de ellos comenzó a cantar. La melodía era tan maravillosa que los chicos se arrimaron como hipnotizados a observar la escena. La otra ave observaba y celebraba el canto de su compañero.
—Ese es el casalito —dijo Mateo.
—¿Casal?
—Su compañera, su compañero, su todo.
Mateo sonrió, le dedicó esa sonrisa, y regresó por las tazas.
Tomás se quedó pensando y observando a los pájaros, que al cabo de un rato levantaron vuelo. Y sus pensamientos fueron en una sola dirección.
Compañero.
Su Todo.
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