Periféricos. Antonio José Royuela García

Periféricos - Antonio José Royuela García


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de hierro sus vidas, propiedad del todopoderoso Wagner Soto, se convirtieron en sus deseadas rutinas.

      Era el trabajo que siempre soñó. Gran parte de las chicas, en régimen de semi-esclavitud sexual, veían en su figura al camarada para conseguir determinadas necesidades. Muchas de ellas le complacían con todo tipo de fantasías sexuales. Además, el grado de autoridad que ahora desempeñaba era la recompensa a tanta adversidad profesional soportada. Algunas casualidades obedecen a un destino tan deseado como improbable, pero no imposible.

      Romeo y Julieta era uno de otros tantos night clubs que Wagner Soto gobernaba. Su actividad principal era el comercio sexual, pero también los utilizaba para el tráfico de drogas y de armas en alguna ocasión. El sobrenombre de la Bestia procedía de la ferocidad con la que maltrataba a todo el que se interponía en la realización de sus planes y de su imagen, un tanto terrorífica. Tenía una quemadura en la parte derecha del rostro que le afectaba a la frente, a la ceja y a parte de la cuenca externa del ojo y del pómulo. Un rostro ovalado con cicatrices dejadas por un acné mal cuidado. Un peso de unos ciento veinte kilos repartidos a lo largo de un metro noventa de altura. Todo en él era a lo grande. Alardeaba de tener un principio que nunca incumplía: jamás les ponía una mano encima a las mujeres, aunque ordenaba palizas descomunales e incluso sus asesinatos sin inmutarse.

      —Me resulta difícil comprender el alma y el cerebro de un criminal consumido por el odio, sin esperanza alguna —dije interrumpiéndole.

      —Hasta para los especialistas es complejo.

      Rafa no paraba de hablar. Era como si siempre se dejara algo importante por decir. Por desgracia, yo carecía de la capacidad necesaria para asimilar tanta información continuada.

      —Antes de que sigas, me gustaría hacer un resumen de lo expuesto.

      —Adelante, a ver si tu capacidad de síntesis es la adecuada para un agente en potencia —dijo mientras sonreía.

      En su sonrisa podía intuir el convencimiento de quien pretende engatusar al amigo hacia sus intereses cuando este parece haber mordido el anzuelo.

      Levantamos las copas, brindamos, miramos en derredor y asentimos con la cabeza en un gesto de aprobación hacia la belleza de muchas de las chicas que por allí andaban. Ambos dejamos escapar un suspiro cargado de sugerencias y posibilidades.

      —Me basta un minuto para recapitular. Por un lado, tenemos a Abdel Samal y a Adira Kintawi. Su relación, que atraviesa por el Triángulo de las Bermudas, y la evolución de sus diferentes identidades. Él, cada vez más radicalizado. Ella, labrándose un futuro con mucho esfuerzo. Por otro, a Teo Areces, que ya desde adolescente apuntaba maneras de matón. La dificultad de los tiempos que corren para encontrar trabajo y su predisposición a meterse en líos le han situado dentro de una organización mafiosa que trafica con mujeres, drogas y armas. ¡Casi nada! De la organización hemos hablado del jefe supremo, Wagner Soto, y de uno de sus lugartenientes, el famoso Aquiles. Y, por último, ¡los buenos! —exclamé con una sonrisa de oreja a oreja—. Está tu cuñado, Luis, con todo el CNI detrás; tú, que has empezado a colaborar, aunque desconozca cómo lo haces, y la probabilidad de que yo también pase a formar parte de esta misteriosa trama.

      —¡Bravo! —gritó, al tiempo que aplaudía de forma poco sonora para no levantar las miradas de extrañeza en la concurrencia—. Breve y certero —apuntilló.

      Las copas de ron estaban vacías. Llevábamos hablando alrededor de dos horas. El calor fuerte de la tarde dio paso a uno más transigente. Era el momento de cambiar de lugar. Decidimos ir a tapear por una zona cerca del Brillante, donde habían abierto algunos bares que, al parecer, estaban de moda. Eran aproximadamente las diez de la noche cuandocogimos cada uno nuestro coche y condujimos hasta la terraza donde habíamos quedado.

      —Muy útil este riego por aspersores que evita que salgamos ardiendo.

      —Es una locura que cerca de las once de la noche estemos alrededor de los treinta y tres grados —replicó Rafa, con gesto de fastidio.

      Al terminar de cenar, Rafa sugirió tomar una copa allí mismo, para proseguir la parte del enredo que aún desconocía.

      A pesar de las ganas que mi amigo mostraba por inocularme con rapidez el virus, se dio cuenta de que me costaba trabajo mantener la boca cerrada sin bostezar. Madrugué, hice el viaje por carretera y, sin descansar un minuto, llegué a la cita acordada.

      —Lo dejamos para otro día —dije entre bostezos.

      —Lo siento. Soy muy pesado. No me he dado cuenta de la falta que te hace descansar. Te envío al correo dos archivos con información de Teo y de Abdel para que los leas con tranquilidad.

      —Me parece bien.

      Era una gran idea. Podría seguir informándome a mi ritmo una vez que el jet lag dejase de sacudirme.

      Cada vez tenía la consciencia más clara de meterme en un callejón, cuya salida no iba a resultar nada fácil.

      5

      Me levanté cansado después de dormir más de nueve horas. Las maletas y el resto de enseres estaban esparcidos por la casa pidiendo que los colocara en su sitio. No había prisa. Con la sensación de estar buscando algo sin saber qué, terminé de ordenar los bártulos. No había hablado con nadie de mi familia. Nadie me esperaba, pues.

      Recibí el correo de Rafa esa misma tarde. Como me había comprometido a asistir a la presentación de la novela de un amigo, decidí dejarlo sin abrir hasta que regresase del acto.

      La Casa Góngora es una casa solariega del siglo XVII que perteneció a la noble familia de los Fernández de Córdoba. Tras una rehabilitación integral por parte del ayuntamiento desde el año 2007, se conoce como Casa Museo Luis de Góngora. En su bello patio porticado, que aloja una fuente de piedra negra en el centro del mismo, se presentaba la novela. Cuando llegué, aún había sillas libres. Muy poca gente me era familiar. El calor obligaba a ir ligeros de ropa. Muchos de los asistentes ya lucían una brillante piel tostada. La novela contaba las alegres y peligrosas peripecias de unos estudiantes en sus años más alocados. El formato de entrevista pactado entre autor y presentador resultó interesante y ameno. Los últimos rayos de sol dieron paso a un cielo estrellado que hizo de la oscuridad un bonito espectáculo a modo de colofón. Una brisa ligera y agradable acompañó la firma de ejemplares y los cotilleos propios de los actos literarios.

      Se fue el día sin que pudiera pasar a saludar a mis padres. Vivir a caballo entre dos ciudades tiene sus inconvenientes. Son muchos los compromisos que adquieres a lo largo de las ausencias y, a veces, cuesta trabajo cumplirlos.

      Nada más llegar, conecté el ordenador y abrí el correo. Estaba impaciente por saber más de las vicisitudes de los asombrosos personajes que volvían a cruzarse en mi vida. El informe tenía dos apartados. El primero era el más breve. Teo Areces había escalado peldaños de forma meteórica en la organización criminal. Su función principal era la de transportista. Trasladar a las chicas de un lugar a otro y hacer entregas de drogas era el premio a una carrera brillante de agresiones y palizas brutales a más de un corazón rebelde y extraviado. Sus jefes valoraban la gran lealtad demostrada.

      La organización de Wagner Soto se hacía con las chicas a través de dos fórmulas distintas. Una de ellas consistía en pagar las deudas contraídas por las víctimas, mujeres que ejercían la prostitución, con otras organizaciones criminales para explotarlas en sus locales de alterne. La otra era la introducción de mujeres procedentes de otros países, que también tenían que saldar la deuda contraída en un viaje de falsas promesas prostituyéndose aquí. La organización tenía establecido un reglamento severísimo que aprovechaba para ampliar la deuda adquirida por las mujeres. Se les sancionaba si llegaban tarde, si la vestimenta no era adecuada o si no conseguían un número de servicios semanales. Se encontraban en un régimen de semiesclavitud difícil de abandonar. Una pesadilla tan real que la mente tardaba en asimilarla. Muchas de esas mujeres


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