Periféricos. Antonio José Royuela García
En la segunda parte, aparecía un nuevo y siniestro protagonista también conocido. No era algo fortuito. Rafa y el CNI estaban al corriente de esa pequeña gran coincidencia.
A Adira, la entrada a la universidad le brindó la oportunidad de conocer un mundo de sensaciones desconocidas hasta ese momento. Chicos y chicas con inquietudes comunes, asociaciones estudiantiles o fiestas más animadas de las que frecuentaba eran algunas de ellas. Pronto se le aparecieron los fantasmas que anidan en toda relación con sabor a cárcel.
Abdel empezó a vivir un auténtico infierno. No conseguía trabajo. La falta de recursos económicos acrecentaba sus problemas y acentuaba su odio por todo lo que le rodeaba. Su chica se alejaba más y más. Su único refugio era el locutorio regentado por Kadar Adsuar, que cada vez visitaba con más frecuencia.
Cuando leí el nombre de Kadar Adsuar, parte del puzle empezó a encajar. Este siniestro personaje era quien enseñaba a Abdel las suras del Corán, el mismo que le daba más importancia al aprendizaje de dichas suras que a los deberes del colegio.
No soy partidario de impartir la asignatura de religión en las escuelas. Cualquier religión es una cuestión de fe. La fe pertenece al ámbito privado de cada uno y, por lo tanto, debería estar fuera de la logística que lo público ofrece como bien general. En ocasiones, he sido testigo de cómo se manipula la historia o de cómo se miente acerca del futuro de todos los que profesen el credo de la religión en cuestión. Con ello se pretende exacerbar los sentimientos de unos niños inocentes de todo, tremendamente permeables a los razonamientos que carecen de fundamento alguno.
Kadar nació en Rabat en 1969. Llevaba en España alrededor de veinticinco años. Los diez primeros los pasó trabajando en diversas ocupaciones como la hostelería, la construcción o la recolección de frutas y verduras. Los últimos quince, como maestro de religión islámica en diversos centros de Educación Primaria en Córdoba, al tiempo que regentaba el locutorio.
Era un individuo de constitución ancha, con piernas gruesas y una barriga prominente, barba muy poblada, pronunciadas entradas en la cabeza, tez oscura y agrietada, voz suave y déficit de audición. Lo que siempre me llamó la atención era la amputación del dedo índice de su mano derecha. Cuenta que se lo lastimó trabajando en una fábrica. Sin embargo, la leyenda que manejaba la policía era que él mismo se lo cercenó al estilo de los yakuza japoneses en una turbia historia entre delincuentes.
Su locutorio servía de tapadera a una red financiada por Arabia Saudí, Catar y Kuwait, así como por empresarios musulmanes afines a la causa. Kadar era uno de los eslabones que un grupo de saudíes destinaba para el control de la colonia musulmana partidaria del wahabismo en Córdoba. Bajo el pretexto de la religión, los fines del patrocinio no eran otros que la implantación de sus costumbres, sus «tribunales» y sus «policías religiosos» al margen de la legalidad española vigente. La desescolarización de niñas, los matrimonios forzados y el reclutamiento de personal para la yihad o guerra santa formaban parte de su peculiar ley islámica o sharía.
La captación para la yihad era el principal objetivo de este complejo entramado. Para conseguirlo, los aspirantes debían completar el ciclo de preparación. Primero, se les obligaba a formar parte de bandas organizadas en el robo de todo cuanto pudiera tener valor. Con los botines conseguidos se sufragaba la propia tela de araña tejida y también se enviaba dinero a diferentes campos de entrenamiento repartidos por la zona del Sahel, Malí, Mauritania, Níger o la propia Arabia Saudí. Los alistados que superaban esa primera etapa y se entusiasmaban en la contienda pasaban a la segunda y definitiva: convertirse en muyahidín, versión lobo solitario. Los lobos solitarios podían elegir su propio objetivo y trazar su plan de actuación, aunque sería la cúpula de poder quien, en última instancia, daría el visto bueno a la ejecución.
El locutorio poseía una habitación trasera que se utilizaba a modo de mezquita para las oraciones y como lugar de reuniones clandestinas. En esa estancia se proyectaban vídeos de contenido terrorista y se pregonaban soflamas sobre la lucha espiritual. La tapadera que les servía de sostén era el estar dados de alta como asociación cultural islámica. Abdel fue una presa fácil. Una vez captado, el proselitismo y el reclutamiento se llevaron a cabo en dichas instalaciones.
6
No me fue fácil conciliar el sueño tras lo leído. Cuarenta páginas de la novela recién adquirida fueron mi somnífero.
A la mañana siguiente, conseguí ver a mis padres. Comí con ellos. Nos pusimos al día de los últimos acontecimientos. Por supuesto, nada de la aventura que estaba por llegar. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde mi niñez! La relación ahora era fluida, cordial e incluso cariñosa. Ya no hablaban de futuro. Las inquietudes, cuando se ha vivido más de lo que queda por vivir, son banales si al otro lado están los hijos o los nietos.
Sin embargo, no siempre fue así. Durante muchos años tuve la extraña sensación de que mi madre y yo no nos queríamos. Lo hablé con mis hermanas en varias ocasiones, pero ellas no lo sentían así. Pudiera ser que no fuesen más que vapores de un espejismo. De niño envidiaba a los amigos que iban a sus casas y decían: «mamá, tengo un problema», y su madre les daba un beso y les solucionaba la adversidad. Mi madre no tenía ese poder mágico. No la culpo. Trabajó mucho para ponernos el plato en la mesa y que los cinco hermanos fuésemos aseados al colegio. El resto queda en un segundo plano.
No era hora de llamar a nadie. Las cinco de la tarde en julio es hora de siesta en Córdoba. No tenía sueño ni ganas de ir a mi casa. Calibré la situación, me arriesgué a que Rafa me soltara algún exabrupto y le llamé.
—¿Leíste lo que te mandé?
—Hasta la última coma. ¿Te hace un café?
Ni rastro de mal humor ni salidas de tono. Acerté.
—¿Nos vemos en media hora en Fidiana?
Fui el primero en llegar. Rafa no tardó. Tenía que irse a las nueve.
—No te preocupes. Tres horas dan para mucho.
—¿Has conseguido unir las piezas del puzle?
Expuse que podía entrever los vínculos entre Kadar Adsuar y Abdel Samal. No tenía ni idea de la relación que pudiera existir entre ellos y Teo Areces. Tampoco calibraba el rol de Adira en toda esta trama, más allá de la historia de amor imposible con Abdel.
—Con lo que te voy a decir, desaparecerán todas tus dudas. Esta es la situación —dijo mientras carraspeaba.
—Nos fumamos un cigarro y me lo cuentas.
Mientras fumábamos, una pareja de mediana edad entró y se sentó frente a nuestra mesa. Los dos parecían malhumorados. La voz del él sonaba beligerante y a la defensiva. Daba la impresión de ser alguien a quien le gusta decir siempre la última palabra. En su mirada no había el menor rastro de solidaridad. Era guapo y fuerte, con grandes tatuajes en los brazos. En los ojos de ella se apreciaba una expresión condescendiente. Era de esas chicas que se recuerdan, aunque solo las veas una vez en tu vida, de proporciones armoniosas y ojos negros muy vivaces. Quizá demasiado sufrimiento sobre la piel para su edad.
—¿Llegarán a casarse? —preguntó Rafa al ver las chispas que saltaban entre ambos.
—No pasarán por la vicaría —contesté con rotundidad al tiempo que me imaginaba que yo sería el nuevo novio de la chica triste y con aura de ángel. Eran las trampas de una mente calenturienta.
Mi capacidad de asombro se vio desbordada cuando me narró la última parte de la telenovela con guion adaptado que me tenía en ascuas. Los augurios de que algo más cercano al desastre que a la ventura iba a suceder estrechaban sus lazos en mi subconsciente.
Tres semanas atrás encargaron a Teo un trabajo un tanto especial. Hubo una fiesta universitaria en la Facultad de Ciencias de la Educación. Teo entregó dos paquetes a un estudiante llamado Juan Carlos Moreno, uno con cocaína y otro con shabú, una nueva droga sintética muy nociva y adictiva, pues enganchaba desde la primera