Periféricos. Antonio José Royuela García

Periféricos - Antonio José Royuela García


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más que tener presentes en todo momento.

      —¿Me harías los planos de una buhardilla que tengo en mente?

      Quizá fuese una pregunta imprudente, pero sentía curiosidad por la manera en la que manejaba su tapadera. Hay personas indiscretas por lo que afirman y otras por lo que preguntan. Sin duda, yo pertenecía a este último grupo.

      —Te advierto que soy caro, pero cuando quieras nos ponemos manos a la obra.

      —No conozco a nadie tan efectivo como él aparentando normalidad —añadió Rafa para dejar claro que él se sorprendió tanto como yo al conocer la faceta de espía de su cuñado.

      Luis mostraba ser una persona de grandes recursos. Respondía con seguridad y rapidez. Sabía cómo arrancar una sonrisa en los momentos delicados. Me fui convencido de poder confiar en él.

      Aunque resulte difícil de creer, ejercía de arquitecto. No me refiero a estar colegiado y a los demás requisitos burocráticos lógicos para ocultar su principal ocupación, sino a elaborar planos y dirigir obras civiles. No mintió cuando dijo que era caro. Era su manera de echar atrás a la mayor parte de clientes que se interesaban por sus servicios. Me sorprendió sobremanera que hubiese podido ocultar a su mujer durante diez años su actividad con el CNI.

      —Lo tendré en cuenta.

      Estaba más claro que el agua. No era ningún juego de niños, pero como humano e irresponsable ya sentía la melancolía de lo imposible.

      Estuvimos reunidos cerca de tres horas. Días más tarde, percibí con claridad la maestría del plan que trazaron para enrolarme en su contienda. Su objetivo fue hacerme comprender que para darse cuenta de que se ha cometido un error hay que cruzar una línea que ya no puede descruzarse con facilidad. Lo más rocambolesco de la cuestión es que aseguraban una salida sin daños.

      —¿Eres de los que piensan como Donald Trump? ⎯dejó caer Luis cuando nos marchábamos.

      No supe intuir por dónde iba su comentario. Lo miré, perplejo, y contesté:

      —Lo dudo. ¿Por qué lo dices?

      —Al parecer, le gustan los traseros jóvenes y bonitos.

      Reímos con simpatía, a pesar de la carga machista del comentario. Siempre hay una cuota de banalidad en la adversidad.

      Regresé a casa con la tarea de organizar mi propio plan de actuación. No me hizo falta mucho tiempo para diseñar la estrategia. El presente absorbe la inquietud de lo inmediato. Una visita al Romeo y Julieta y pasarme por la plaza Cañero, donde solían reunirse los amigos de Teo, con la intención de ser el fichaje estelar para los campeonatos que se organizan en verano, eran los planes más inmediatos. También me rondaba la idea de visitar a Ahmed Oubalhi, un amigo marroquí relacionado con la poesía que había hecho a través de Facebook. Ahmed gestionaba un espacio parecido al de Kadar Adsuar en un pueblo cercano a Córdoba y tal vez pudiera aportarme información de interés. A partir de ahí, ya lo iría dilucidando.

      En verano, a diferencia de los cordobeses que huyen despavoridos hacia lugares más frescos donde mitigar las altas temperaturas, sobrevivo a base de aire acondicionado y de ducharme varias veces al día. Al sureste de Córdoba se encuentra Cañero, un lugar tranquilo, de casitas adosadas, con centenares de naranjos repartidos por sus calles. Así, cuando en primavera florecen los naranjos, el color blanco del azahar y su maravilloso aroma hacen de él una zona pintoresca como pocas hay en la ciudad. Allí tengo mi morada, al menos la parte que me corresponde por llevar nueve años pagando una hipoteca de treinta.

      Al llegar a mi casa no tenía muchas ganas de cenar. Me preparé una ensalada. De postre, un trozo de chocolate para finalizar con sabor dulce.

      La noche anterior terminé de leer la absorbente novela que adquirí días atrás, así que decidí acostarme y dejar que Haruki Murakami me llevara en volandas a una realidad con grandes similitudes a su 1Q84, por extraño que parezca.

      8

      Aunque desayuno fuera de casa y disfruto de los suplementos dominicales de los periódicos, no me gustan los domingos. En vacaciones, todo es diferente. Suelo hacer las cosas mucho más relajado. La nostalgia está más presente. Melancolía e inmovilismo van unidos de la mano.

      Ese domingo transcurrió sin sobresalto alguno. Pero la noche iba a ser distinta. El cortejo a mi Julieta se presentaba cargado de emociones.

      Cené copiosamente con la intención de crear una base sólida para prevenir los efectos adversos del alcohol. «Hombre precavido vale por dos», solía repetir mi abuela. Adopté un look más juvenil del que me correspondía. Si tenía que ligar, mejor cuanto más joven pudiera parecer. Me puse unos vaqueros claros y una camiseta blanca de las que se ajustan al talle, sin darme cuenta de que el volumen de mi barriga arremetía contra el elástico de la prenda dejándose ver más de lo que me hubiese agradado. Es lo que tiene dejar de lado el sueño de ser olímpico. Zapatillas de deporte y un peinado con cresta, más colonia de la habitual y doscientos euros en la cartera para posibles eventualidades. O conseguía mi propósito o tendría que suspender el viaje de vacaciones que tenía previsto. El placer del sexo profesional está muy bien para acaudalados Romeos, pero para despistados soñadores como yo podía llegar a ser tan letal como la heroína en la década de los ochenta.

      Era aproximadamente la una de la madrugada. La temperatura seguía siendo alta. Aparqué el coche en la calle paralela a donde se encontraba el night club y me dirigí andando hacia la puerta principal. Dos tipos trajeados muy altos y el doble de anchos que yo la flanqueaban.

      —Buenas noches —saludé al pasar a su altura.

      Los dos respondieron con amabilidad al unísono. Uno de ellos era español, aunque no llegué a reconocer la zona de la que pudiera proceder su deje. El otro, de algún país del este; su acento le delataba. Entre ellos y la parte interior del local había un pasaje cubierto por un techo de metacrilato en forma de u invertida. Al final de este se encontraba la puerta de acceso de doble hoja, que se abría empujando el soporte que cada una tenía colocado en el centro de la misma. Estaba a treinta centímetros de la puerta. Alargué mis brazos para abrirla con las manos y me dejé llevar escrutando todo lo que estaba delante de mí.

      Me sentí nervioso y con sensación de claustrofobia. Un espacio cerrado, rectangular, no muy grande y con poca luz. La barra estaba ubicada en el lado opuesto al de la puerta de entrada, hacia la parte derecha. En ella había dos tipos con pantalones negros, camisas blancas de manga larga y pajaritas, bastante menos corpulentos que los de admisión. Estaba claro que los requerimientos para sus funciones eran diferentes. En el centro del local, cuatro jaulas en alto sobre unos soportes metálicos formaban los vértices de un cuadrado en cuyo centro había una pole dance plateada que iba desde el suelo al techo. Taburetes altos repartidos por la barra, algún sofá y sillones que parecían bastante cómodos en el lateral opuesto al del mostrador del bar. Los servicios se encontraban en el lateral izquierdo, cerca de la puerta de entrada. En el lateral derecho, una puerta donde se podía leer: «Privado». Al menos veinte chicas vestidas muy sexis, con corsés, lencería provocativa, shorts, falditas cortas, vestidos seductores y hasta picardías estaban repartidas por todos los rincones. Solo cuatro clientes más. Crisis y domingo de madrugada no eran los condimentos ideales para el negocio. Sin embargo, para mis intereses podía ser la ocasión propicia. Como si fuese el Capitán América, me adentré en dirección a la barra del bar. Un cubata rápido facilitaría el discurso de un Romeo bisoño como yo.

      —¿Su primera visita? —preguntó el más alto de los camareros mientras me servía la copa.

      —Así es. ¿Se nota mucho?

      —No se preocupe. Aquí todas las chicas son amables y muy serviciales.

      Aún con la sonrisa tonta de pardillo y el cubata en la mano, por el flanco derecho se me acercó una chica mulata, entradita


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