Periféricos. Antonio José Royuela García
Tras un grito, las dos chicas se quedaron paralizadas con las manos arriba. Abdel, que se había colocado a su altura, las encañonó de cerca y les ordenó que se sentaran en el centro de la tienda con las manos atrás. Obedecieron en el acto. Ezequiel las vigiló atentamente mientras, de reojo, miraba la puerta de la calle. Abdel rellenó las sacas previstas con todo lo que encontró a su alcance.
—¡Es la hora, vámonos! —indicó Ezequiel a Abdel.
—Un minuto más, fíjate en esa estantería. Son pulseras y relojes de oro.
—¡Rápido, esa estantería y nos marchamos! Ya hemos conseguido lo suficiente —contestó Ezequiel, subiendo el tono de voz.
Abdel bordeó el mostrador en dirección a la puerta. Cuando pasó a la altura de las dependientas, volvió a encañonarlas y les advirtió de que no se movieran durante quince minutos, si no querían que volviese y les metiera un tiro en su linda cabecita. Ezequiel esperaba con la puerta de la calle abierta. Los dos corrieron hacia el coche, donde les esperaba Faysal. En menos de diez minutos regresaron al descampado, donde cambiaron de vehículo, lo incendiaron y regresaron a Córdoba. Una misión rápida, limpia y fructífera.
El trabajo finalizó con la entrega de la mercancía a Kadar Adsuar. El pago por los servicios prestados podía tardar meses. Dependía de la facilidad con la que Kadar pudiera venderla en el mercado negro o enviarla a Arabia Saudí. Por lo general, no solían dar más de un golpe cada dos o tres meses. A veces, incluso tardaban seis o siete en volver a actuar.
Los intereses personales que movían a cada uno de ellos eran distintos. Abdel Samal era el más radical. A pesar de que necesitaba dinero por su precaria situación económica, el motor que le impulsaba no era otro que el de llegar a ser un guerrero de la yihad. Un lobo solitario de la estepa española. Un fanático que ve en la muerte la posibilidad de resarcirse de todo el mal que la sociedad ha ejercido contra él.
Faysal Rasi era un argelino que llegó a España en la década de los noventa huyendo de las vicisitudes económicas, sociales y políticas que padeció Argelia en aquella época. Con treinta y cuatro años, era el mayor de los tres. Desde hacía diez, gozaba del permiso de residencia en España. Era un tipo sereno, comedido en sus actuaciones. Anhelaba regresar a su país con el dinero suficiente para llevar una vida sin necesidades que le sobresaltaran. Por todo ello, actuaba con más temor que delirio y con más cautela que desasosiego. Kadar sabía de la importancia de Faysal en el grupo para templar el enardecido corazón de Abdel y añadir sentido común a las pocas luces de Ezequiel Chadid.
Ezequiel Chadid, hijo del matrimonio separado de Isabel Aguirre y del marroquí Abad Chadid, era el resultado de la desestructuración familiar. Isabel y Abad se separaron poco tiempo después de nacer Ezequiel. Su infancia y adolescencia fueron un ir y venir entre su padre, que se lo llevaba durante largos periodos a Tetuán, y su abuela materna en Córdoba. Isabel siempre fue una mujer impulsiva. Se quedó embarazada cuando apenas tenía diecinueve años e intentó ser autodidacta en el complejo mundo de la maternidad. Huelga decir que todo le fue muy difícil y sucumbió. Dejó su crianza y educación en manos de su propia madre. La abuela intentó hacerlo lo mejor que supo y pudo, pero Ezequiel era un rebelde con causa. Terminó la Educación Primaria por la imposibilidad de abandonarla a causa de la normativa vigente, pero nunca finalizó la Educación Secundaria Obligatoria. Su existencia fue un exilio al caos, donde modeló una personalidad farsante y agresiva. De no ser por su baja estatura y una musculatura débil, todos los días mandaría al hospital a uno de los que se le cruzaran en su camino.
11
La noche del viernes quedé con Rafa para cenar en alguna terraza y disfrutar con una cerveza del poquito fresco que se levantaba a partir de las diez de la noche. Decidimos ir a un bar situado en los márgenes del Guadalquivir. La cercanía a sus aguas refrescaba el ambiente y hacía más agradable cualquier tipo de actividad.
Tras narrarle mis primeras andanzas, dijo:
—Has aprovechado el tiempo más de lo que imaginaba. No tengas prisa. Recelan de todo lo que suponga una variación en su forma de percibir la normalidad, por muy pequeña que sea. Además, no olvides que son muy peligrosos.
—Entiendo. Gracias por los consejos —manifesté con la boca chica, ocultando una sensación de desasosiego.
Su tono cambió de forma sustancial desde los primeros contactos. Tanto los acordes de su voz como su juego gestual ahora no incitaban a la aventura, sino a la mesura. ¿Habría tenido alguna experiencia peligrosa que no me había contado? ¿O tal vez pensaba que, una vez contagiada la insensatez, lo mejor era dejar que esta actuara como le correspondiera?
—Tengo que contarte lo último de Abdel.
—Adelante —le inquirí.
Pasaba por un momento muy delicado. No asimilar el fracaso de su relación con Adira le llevaba a una deriva cada vez más peligrosa. Descubrió que estaba saliendo con Teo, sin tener la menor idea del energúmeno que era, claro está. Corrió el bulo de que Adira era una puta, que renegaba de su fe y abrazaba muchos de los preceptos de la religión católica. A su vez, Kadar Adsuar, que no tenía un pelo de tonto y sabía sacar a la desesperación de los individuos un gran partido para sus intereses, hizo suyo el grito de ira de Abdel. De esta forma, conseguiría adherirlo a la yihad, si es que no estaba ya suficientemente comprometido.
Ambos coincidimos en sospechar que, por el camino que iban los acontecimientos, sería muy difícil que Teo y Abdel no se encontraran. Su enfrentamiento podría tirar por tierra todo el plan de neutralizar tanto el entramado wahabista de Kadar Adsuar como la organización criminal de Wagner Soto. Al mismo tiempo, aumentaban las posibilidades de que Adira pudiera sufrir la cólera de Abdel ante el cinismo de Kadar y sus secuaces. Esto último era lo que más nos preocupaba.
Se intuía que el trío formado por Abdel, Ezequiel y Faisal se preparaba para un nuevo golpe. Abdel comunicó que la siguiente semana no podría asistir a clase. Ezequiel, por su parte, no tenía problema alguno para actuar. Todo su mundo era el locutorio de Kadar y la nueva mezquita que acababan de abrir en sus inmediaciones. Sin embargo, entre el guía espiritual de este reciente templo y Kadar Adsuar existían oscuras rencillas. Faysal era autónomo; cuando le parecía oportuno cerraba su negocio sin dar explicaciones a nadie.
—Teniéndolo todo tan controlado, ¿no lo van a impedir? —pregunté de manera incauta.
—En absoluto. No tendría justificación alguna. Son solo tres desgraciados dentro de la pirámide que dirige Kadar. Detenerlos ahora en cualquier golpe solo serviría para poner en alerta al clan yihadista y, con toda probabilidad, la pena que les caería no superaría los dos años. Por lo tanto, no entrarían en prisión. Antes de hacer redada alguna, pretenden acumular pruebas sobre la conexión entre Kadar y los terroristas de la organización saudí.
Puse cara de perplejidad al tiempo que asentía con la cabeza en señal de comprensión. Desde que llegué a Córdoba y me reuní con Rafa, no había una sola ocasión en la que al terminar nuestra conversación no me sintiera sorprendido y receloso al mismo tiempo.
—¿Has vuelto a tener contacto con Elo?
—Solo por WhatsApp —contesté, afectado.
Ni mi antigua novia ni yo nos resignábamos a pasar página. Cada tres o cuatro días nos escribíamos algo absurdo para mantener de manera asistida una relación en coma irreversible.
—Quizá no todo esté perdido.
—Lo suficiente.
Es cierto, hay que perder mucho para renunciar a lo que se tiene, sobre todo si lo que se tiene responde a una obstinación caprichosa del entorno que te rodea.
—Todos hacemos concesiones.
—Hasta un límite.
Rafa seguía pensando que mi amor por Elo podía reflotar. Estaba convencido de que era lo mejor para los dos. Se equivocaba. El paso del tiempo