¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

¡Corre! Historias vividas - Dean  Karnazes


Скачать книгу
más tarde. Me ceñí las cinchas del pecho y seguí adelante.

      Mientras corría pensé en el poder especial que correr parece tener para derribar barreras y unir a la gente de formas extrañas y maravillosas, sin importar la raza, la religión, el estatus socioeconómico ni la edad. A lo largo de los años he tenido muchos encuentros como éste. Una de las cosas que me gustaban de la soledad de estas escapadas era que la mente quedaba libre de estorbos y podía vagar con libertad. A menudo reflexionaba sobre experiencias pasadas. Este último episodio en la tienda de licores me hizo recordar una situación parecida hace años, aunque con un resultado bien diferente.

      Ocurrió en mitad de una carrera de 315 kilómetros con la cual estaba celebrando mi cumpleaños. Era una carrera de relevos para equipos de 12 personas llamada Hood to Coast, aunque yo me había planteado el reto en solitario. Mi querido padre se había ofrecido voluntario para acompañarme en coche, tal y como había hecho en muchas de mis carreras. Para mi delectación, nos encontramos en mitad de la noche con una tienda abierta las veinticuatro horas y le dije que necesitaba desesperadamente un café. Papá siempre llevaba el dinero, porque yo sólo llevaba puesta ropa para correr, así que me alegré de que me siguiese al interior de la tienda.

      El caballero detrás del mostrador nos miró de reojo y con recelo, tal vez juzgándonos con las marcas de altura en las puertas de entrada que las tiendas de comida preparada usan para identificar criminales. Éramos los únicos en la tienda. De inmediato me abalancé a la sección del café de autoservicio para prepararme una taza. Mi padre se dirigió a la caja.

      Junto con el café había leche en polvo de varios sabores. Había vainilla, avellana, chocolate a la menta y otros sabores deleitosos. Comencé a confeccionar la última taza. Mi padre y el tendero en la caja me observaron mientras preparaba cuidadosamente mi tacita de paraíso. Por fin, papá se giró hacia el hombre y dijo:

      –Lleva dos días corriendo. Empezó en Monte Hood. –El tendero no respondió–. Está intentando llegar a la costa. –El tendero mantuvo la mirada de incredulidad fija en mí–. Lo hace para celebrar su cumpleaños. Le costará unas cuarenta y cinco horas –siguió contando mi padre.

      Aquello surtió efecto: bueno estaba lo bueno.

      –Vamos, tómate el café –chilló el tendero–. Tómatelo. Venga. ¡Tira!

      El apremio de sus palabras nos sobresaltó. Me costó un momento, pero me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Creía que éramos indigentes. Pude imaginar lo que pensaba: un joven entra y se sirve una presunta taza de café, tardando el tiempo suficiente como para que el anciano hile una historia para sacar la comida gratis.

      Mi padre también se dio cuenta del error del tendero.

      –Oh, no, le estaba contando esto para que lo supiera, nada más.

      –¡Largo! –siguió el hombre–. ¡Fuera! Coged el café y marchaos.

      –Mira –dijo mi padre mientras sacaba un billete de cinco dólares del bolsillo–, queremos pagar.

      El hombre nos gritó señalando la puerta:

      –¡No quiero vuestro dinero! ¡Coged el café y largaos!

      Ahora supe dónde se había producido el corte en la comunicación. Más allá de las diferencias culturales, el malentendido crecía por el hecho de ser las tres de la mañana y por mi extraña indumentaria, que probablemente nunca había visto en su establecimiento ni en ninguna otra parte (llevaba una camisa de colores brillantes, pantalones cortos, tobilleras reflectantes, gafas claras y un frontal). Suma a todo esto un viejo loco aclamando que su joven cómplice corre cientos de kilómetros día tras día sin descanso y el engaño resulta demasiado evidente. Al tendero no le iban a tomar el pelo; ¡menudo era él!

      Fue una equivocación inocente, nada que valiera la pena el esfuerzo. Así que me encaminé hacia la salida con el café.

      –Hijo –ordenó mi padre–, deja aquí el café.

      –Papá, con el debido respeto, de ninguna de las maneras voy a dejar el café. Ha dicho que me lo quedase.

      Mi padre avanzó resuelto y se plantó ante mis narices.

      –Hijo, ¡deja ese café!

      Me llevé la taza a la boca y me agarró por el brazo, forzándome a bajarlo. Comenzamos a forcejear y empecé a pensar que iba a ser la primera vez que llegara a las manos con él. No importaba. ¡Quería un café!

      –¡Abríos los dos! –chilló el tendero–. ¡Salid o llamo a la poli!

      Mi padre se encaró con el hombre. En ese breve instante, conseguí tomar un trago. Me quemé la boca y lancé un grito.

      Mi padre miró al tendero con ferocidad. Detrás de él, comencé a hacer gestos como un loco al tendero con la esperanza de que siguiera increpándonos. Lo necesitaba para distraer a mi padre todo lo posible para dar otro sorbo.

      Desafortunadamente, mi padre vio el reflejo de lo que estaba haciendo en la ventana. Se dio la vuelta:

      –Hijo –ordenó–. ¡Deja ese café!

      Era evidente que aquello no iba a ninguna parte. En sombría retirada, dejé el café en el mostrador y salí por la puerta, desmoralizado, derrotado. Mi padre acabó saliendo.

      Nos reunimos en la acera.

      –Ha sido una locura –dije. En un intento por poner algo en claro, proseguí: Al menos pude darle un sorbo gratis.

      –No ha sido gratis. Dejé el dinero dentro –proclamó mi padre con orgullo desafiante.

      –¿Qué?

      –Dejé el dinero en el mostrador.

      –¿Dejaste el billete de cinco dólares en el mostrador? –pregunté atónito–. ¿Lo cogió?

      –No, menudo desagradecido. Lo tiró al suelo de un manotazo y dijo: «Aquí no admitimos su dinero».

      –¿Y dónde está el dinero ahora?

      –Durmiendo en el suelo.

      Di la vuelta y me dirigí a la puerta.

      –¿Adónde vas? –preguntó mi padre.

      –Voy a recuperar mi café.

      –¡De eso nada! –Corrió hasta mí y se interpuso. Extendió los brazos hacia delante como un defensa de fútbol americano, preparado para impedir que volviera a entrar en la tienda.

      –Pero si hemos pagado. –No cedió un ápice.

      Denegué con la cabeza, triste y derrotado. Mi padre y el tendero no eran tan diferentes. Estos hombres, con su viejo orgullo; era imposible discutir con ellos. Su orgullo era parte de su pétrea personalidad.

      Con la cabeza gacha me di la vuelta hacia la carretera y eché a correr. Tendría que pasar la noche sin esa taza de café, aunque, sinceramente, el recuerdo de aquel encuentro bien valió el sacrificio.

      Esbocé una gran sonrisa. Correr une o divide, pero correr en circunstancias extremas –en mitad de la noche, por ejemplo– tiene la particularidad de sacar la verdadera personalidad de la gente. Lo bueno, lo malo y lo hilarante.

      ****

      Reconduje mis pensamientos al presente y seguí corriendo carretera abajo y adentrándome en la oscuridad. Estaba solo, la carretera y yo. Llevaba tiempo deseando tener una noche así, de soledad.

      Dejad que os explique la razón.

      Mi vida se ha convertido en una contradicción. Por encima de todo, soy un corredor. Me dedico a correr –un destino solitario– y es la actividad que más me interesa. También me he convertido en un personaje público, al menos en ciertos ambientes, lo cual no es que se dé muy bien la mano con un destino solitario.

      Como muchas otras personas, siempre he querido escribir un libro. Era algo que tenía en mi «proverbial lista de metas en la vida», junto con el paracaidismo, la


Скачать книгу