¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

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Costa Este –programado en un principio para llegar al mediodía– sufrió un retraso y no llegó al aeropuerto de San Francisco hasta la tarde.

      Cuando llamó al móvil de Topher y la entrada pasó directamente al buzón de voz, tuvo la premonición de que algo no iba bien. Topher solía seguir las instrucciones, y el tercer punto de la lista que le había redactado y dejado en la mesa de la cocina antes de irse decía:

      3) CARGAR EL MÓVIL

      Por eso tenía bastante fe en que no se hubiera quedado sin batería. ¿Qué podía ser? Entonces recordó la ruta que estaba haciendo. Sabía que viajaría campo adentro y que allí la cobertura de los móviles era limitada. En realidad estaba segura de que ése era el caso y que tenía problemas.

      Una hora después, Kim se adentraba en coche en la región, muy preocupada. Lo que más le preocupaba era que en el móvil de Toph saliera directamente el buzón de voz. Ya tenía que haber pasado por esa sección del recorrido y haber llegado a alguna población donde hubiera mejor cobertura. ¿Habría perdido el móvil?

      Acababa de pasar esa idea por su mente cuando durante un instante fugaz vio el reflejo de algo brillante contra los faros en un lado de la carretera. Llámalo intuición descubridora o sexto sentido. Yo sólo me referiré a ello como «la magia de Kimmy». Milagrosamente, había avistado la bicicleta de Topher sobre un montículo junto a la cuneta. Paró el coche, cogió un frontal y comenzó a buscar frenéticamente. Primero localizó los pies sobresaliendo de un arbusto. No pudo refrenar una risita, sabedora de inmediato de que estaba bien y durmiendo.

      Se inclinó y comenzó a pellizcarle los pies con intermitencia, del modo en que un coyote daría los primeros mordiscos preparatorios antes de comenzar a devorar una presa.

      Aterrorizado, Topher se despertó de un salto. Dio un grito y se encontró atrapado en la telaraña de ramas del arbusto. Totalmente inconsciente de dónde estaba, comenzó a chillar y golpear las ramas de forma incontrolada.

      Kimmy se quedó observándole divertida. Por fin, cuando se hubo calmado y recuperado la compostura, ella dijo:

      –¿En qué te has metido esta vez, Gaylord? –Kimmy, qué contento estoy de verte –borbotó–. Bueno… más bien qué contento estoy de oír tu voz. ¿Cómo salgo de aquí?

      –No estoy segura, Toph. Parece que ese arbusto y tú tenéis una relación muy íntima.

      Tan metódica y práctica como era, Kimmy nunca dejaba de buscar el lado cómico de las cosas. Sus impactantes ojos de color añil y su sonrisa resplandeciente revelaban una naturaleza traviesa. Kimmy tenía la extraordinaria habilidad de pasar sin preámbulos y en un abrir y cerrar de ojos de ser una negociadora implacable a una bromista. Lo hacía con tal elegancia y naturalidad que con frecuencia dejaba totalmente confundidos a los del otro lado de la mesa de negociaciones.

      –No es momento de jugar –ladró Topher–. Ahora deslízate bajo el arbusto y vivamos un pequeño romance de cuneta.

      –Creo que la planta y tú ya lo estáis haciendo muy bien –replicó–. Además, ¿dónde está Karno? (Muchos de mis amigos han dado en llamarme Karno, una deformación de mi apellido.)

      –¡Anda la osa… Karno! –Topher se frotó la frente–. Tenemos que encontrarlo.

      –¿Dónde lo dejaste? –preguntó Kimmy.

      –Se me pincharon las ruedas antes de que llegara a su altura. Está por ahí solo.

      –Fue buena idea llevarme esos granos de café de la mesa –proclamó Kimmy–. ¡Vámonos!

      Topher se arrastró fuera del arbusto. Colocaron la bicicleta en la ranchera y partieron carretera adelante en mi busca.

       3.0

       La euforia del corredor

       «El ejercicio es para aquellos que no toman drogas ni alcohol.»

      –LILY TOMLIN

      ¿POR QUÉ HACE DAÑO EL DOLOR? Es una pregunta interesante y espinosa, porque la misma definición de dolor resulta esquiva. Sólo la persona que experimenta dolor puede aproximarse a su definición. El dolor está en las neuronas del que sufre.

      Lo mismo se puede decir de la esquiva «euforia del corredor». Algunas personas afirman experimentar ese fenómeno con bastante regularidad; otros dudan que tal cosa exista siquiera. Estudios científicos sobre el tema han sido dolorosamente poco concluyentes. Aunque investigadores de Alemania usaron tomografías por emisión de positrones para demostrar que algo sucedía en el cerebro durante el ejercicio, sus mecanismos exactos no se pudieron trazar ni definir. Otros científicos apuntan a que este «subidón» es más producto de superar un reto que del esfuerzo.

      No obstante, existe consenso general en que algo ocurre, probablemente relacionado con la liberación de endorfinas. Las endorfinas son poderosos opioides producidos por la hipófisis y el hipotálamo durante ciertos episodios, como el ejercicio agotador, el dolor, el consumo de alimentos especiados y –escucha esto– el orgasmo. Parecidas a los opiáceos en su capacidad de inducir analgesia y sensaciones de bienestar, las endorfinas actúan como analgésicos naturales.

      Esto nos deja con una dicotomía interesante. Correr causa dolor, pero también lo cura. Entonces, ¿por qué embarcarse en una actividad que causa molestias sólo para precisar más de esa acción y conseguir alivio? ¿No es esa la definición de una adicción?

      Tal vez sí. Este argumento parecería válido si te sientes a gusto viviendo en la zona de comodidad. Pero hay personas que experimentan espectaculares cambios de humor: a momentos de profunda oscuridad siguen períodos explosivos de júbilo supremo. Cualquiera que haya corrido un maratón puede explicarlo por experiencia propia.

      David Wessel del Wall Street Journal escribe: «Si Van Gogh o Mozart hubieran tomado Prozac, ¿se habrían ahorrado la agonía de la depresión, o el mundo se habría visto privado de su arte excelso?» La sociedad moderna –en particular la gigantesca industria farmacéutica– nos dice que el dolor es malo y se tiene que suprimir. No estoy tan seguro.

      Los corredores experimentan las revelaciones más profundas en los momentos de dolor más intenso. ¿Que pasaría si cambiáramos nuestra mentalidad e invitáramos al dolor a entrar en nuestras vidas, si le diéramos la bienvenida y nos enfrentáramos a él con nuestros propios medios en vez de echar mano de pastillas para evitarlo?

      Después de todo, el dolor es inevitable. Sin embargo, el sufrimiento es opcional.

      En vez de buscar la comodidad, los corredores actúan al borde del caos. A medida que se imponen los estragos del dolor debilitante, el corredor se esfuerza por superarlos y tomar el mando sobre esa fuerza que amenaza con doblegarlo y ponerlo de rodillas. «La obsesión por correr es realmente una obsesión con capacidad potencial de brindar más vida», escribió en una ocasión el corredor y filósofo George Sheehan.

      Los vaivenes emocionales que genera correr pueden inducir rachas de creatividad e iluminación interior. Creo que esos cambios bruscos potencian la fuerza de carácter. De la misma manera que de una vida sin problemas nunca sale una persona fuerte y buena, las carreteras lisas nunca dan buenos corredores. Mientras el corredor lucha contra la urgencia de detenerse, va adquiriendo dominio sobre su mente. Al superar la adversidad, entiende mejor el funcionamiento interno de la psique. La vida se vuelve más grande, más valiente, con mayor potencial. «De la dificultad surge la oportunidad de crecer», escribió Einstein.

      Yo he dicho en otra ocasión: «Hay magia en el sufrimiento». Nosotros, los corredores, queremos más. Nuestra disonancia emocional aumenta al llegar al límite. Nada parece saciar el apetito insaciable de vida. Nunca estamos totalmente satisfechos. ¿Adicción? Tal vez. ¿Es eso malo? Júzgalo tú mismo.

      Los Monjes Maratón del Monte Hiei buscan la iluminación por medio de la meditación y el atletismo de fondo. Estos cambios espectaculares


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