¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

¡Corre! Historias vividas - Dean  Karnazes


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«Todos vivimos en jaulas con la puerta abierta». Un día me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta y salí corriendo…

      ****

      Como cualquier corredor podrá decirte, el terreno de juego de nuestro deporte es inmenso. De hecho, es infinito. No existen los fuera de banda ni un área delimitada. En nuestro deporte uno se desvía de los caminos trillados y entonces el territorio virgen se extiende cientos y cientos de kilómetros. A menudo es entonces cuando las cosas son más interesantes.

      Como relataba el personaje Forrest Gump, decidió salir a correr «un poco» sin ningún motivo en especial. Cuando llegó al final de la calle, decidió seguir. Y cuando llegó al final del pueblo, decidió seguir un poco más, hasta el límite del condado. Y como ya había llegado hasta allí, cruzó toda Alabama sin tener una buena razón. Y siguió hasta llegar a la costa. Y cuando llegó a la costa, pensó que, ya que había llegado tan lejos, por qué no seguir corriendo. Así que se dio media vuelta y se volvió por donde había venido. ¿Por qué no?

      Si Forrest podía hacerlo, yo podría intentarlo.

      Mis andanzas solían llevarme más que por las carreteras, por sus aledaños. Mis vagabundeos por los confines del territorio eran lo que más me gustaba. Desde luego, contar con un fiel escudero para guiarte con éxito es un detalle añadido. El problema era que, en la docena de años que llevo dedicado a tiempo completo a mi vocación de corredor, la mayoría de mis amigos ya conocían el percal, y no querían saber nada de mis locuras.

      A medida que fueron pasando los años, busqué constantemente nuevos reclutas. La sorpresa fue cuando descubrí el apetito de aventuras en el candidato menos probable, un antiguo compañero de estudios, Topher Gaylord. Digo menos probable porque no era corredor. Nunca habría imaginado que aceptaría mi invitación a servirme de apoyo en una carrera nocturna. No es que Topher no tuviera espíritu aventurero –porque sí lo tiene–, simplemente no era «corredor».

      Conocí a Topher allá por los años ochenta en la pintoresca comunidad marinera de Santa Cruz en la costa norte de California. Yo llevaba mi traje de neopreno, listo para hacer windsurf, cuando un coche de un modelo pasado de moda se detuvo en la plaza de aparcamiento junto a la mía con una tabla de surf encima del techo. Lo que más me sorprendió fue no ver al conductor. Quienquiera que fuese, su cabeza no sobresalía por encima del volante.

      Cuando apareció el conductor, no di crédito a mis ojos. Parecía que tuviera no más de doce o trece años –en realidad tenía dieciséis– y no pesaba más de 39 kilogramos. Di unos pasos hacia él para ofrecerle mi ayuda y bajar aquella pesada tabla del techo, pero cambié de idea y decidí que sería divertido presenciar el desastre que se avecinaba. Pero, para mi sorpresa, hizo descender aquella pesada tabla del techo y la depositó con facilidad en la arena. Me quedé pasmado, perplejo por cómo aquel chiquillo había manejado sin esfuerzo una pesada tabla de surf. En aquel momento supe que me iba a caer bien.

      El pequeño de diez hermanos, Topher era la quintaesencia del «benjamín de la familia». Al crecer en una comuna de Berkeley a finales de los sesenta, había aprendido a sacarse las castañas del fuego. Nuestra amistad floreció en el instituto y descubrí que estaba muy seguro de sí mismo y aprendía rápido. Sin embargo, detecté un punto vulnerable en su naturaleza, un defecto en su carácter que un día pensé que podría aprovechar: Topher confiaba mucho en mí. Tal vez demasiado.

      Siendo el mayor de mis hermanos, yo era muy dado a descubrir este tipo de susceptibilidades. Mi hermano pequeño, Craig, aunque ingenuo, ya me había calado hacía tiempo. De pequeño, Craig había picado el anzuelo muchas veces cuando lo arrastraba en mis largas escapadas. Ahora mi ascendiente sobre él se había agotado. Era mucho más despierto.

      Topher era carne fresca. No estaba familiarizado con mis trucos y desconocía mis tácticas. La dinámica profunda en juego en nuestra relación pronto fue diáfana para mí. Era el sucedáneo de un hermano pequeño. Con los años hemos llegado a conocernos; nunca le hubiera invitado a acompañarme en mis aventuras deportivas si hubiese sabido que la primera experiencia sería posiblemente la última. Como dice el refrán, el que se está hundiendo se agarra a un clavo ardiendo.

      Pero, al menos, logré agenciármelo para una aventura.

      Fue a comienzos de los noventa; un amigo de ambos estaba celebrando su recepción nupcial en una ciudad cercana a San Francisco, donde los dos vivíamos. Quería hacer algo memorable para celebrar la ocasión y pensé que aquélla sería la oportunidad perfecta para cobrarme aquella ficha que todavía podía jugar con Topher y llevármelo en aquel viaje. Le convencí de que la mejor forma de alabanza que podíamos dar a esa nueva unión era aventurarnos y llegar por nuestros propios medios. O con voluntad humana, si lo prefieres. Para mi sorpresa, lo persuadí con facilidad, sumándose a mi iniciativa sin necesidad de convencerlo. Claro está, no mencioné que la recepción se celebraba a ciento veinte kilómetros de allí.

      ¡Qué empiece el juego!

      Partí a la carrera para llegar a la recepción al mediodía del día siguiente. El plan era que Topher saliera más tarde en bici después de trabajar y me alcanzara por la noche. Sabía la ruta que iba a seguir y llevaba su bicicleta de montaña equipada especialmente con neumáticos lisos (básicamente son cubiertas de perfil más estrecho con una huella más lisa que en los neumáticos tradicionales de mountain bike), lo cual hace que el pedaleo por carretera sea más cómodo.

      Por desgracia, resultó que los neumáticos lisos se pinchan más fácilmente que las robustas ruedas de montaña.

      Topher ya había pinchado la rueda trasera y había usado una de las cámaras que llevaba de repuesto. Ahora, solo en algún punto del tramo más remoto de la carretera de nuestra ruta, pinchó de nuevo. Cuando paró a reparar el pinchazo, se quedó de piedra al descubrir que no había pinchado sólo una rueda, sino las dos a la vez.

      Siempre dueño de sí mismo, decidió llamar a su novia, Kim, para que pasara a buscarlo en coche. Sin embargo, el teléfono no tenía cobertura. Se había adentrado demasiado en el campo. (A mediados de los noventa, la cobertura era escasa, cuando no inexistente, en la mayor parte de la California rural.)

      Siendo un tipo joven y emprendedor, Topher se subió al pretil que bordeaba la carretera y sostuvo el móvil por encima de la cabeza mientras mantenía el equilibrio sobre el estrecho muro. Cuando miró hacia arriba vió una barra de cobertura al fondo de su brazo extendido.

      Lentamente, bajó el brazo para hacer la llamada. Pero justo cuando acercó el móvil a la oreja, la barra desapareció. Lo volvió a intentar, con más lentitud esta vez. Lo mismo. Lo intentó una vez más, esta vez de puntillas sobre el pretil, en un intento de aproximar la cabeza al punto de recepción. Para su inmensa alegría, la llamada se estableció. Oyó el ruido de la estática y chasquidos al otro lado. Levantó la mirada hacia el teléfono en un intento por mejorar la posición. Al hacerlo, perdió pie y cayó a plomo con un horrible sonido amortiguado, quedando a horcajadas sobre el pretil. El dolor fue tan horroroso que temió haberse quedado de modo permanente sin capacidad para engendrar hijos.

      Jadeando de dolor y tratando de recomponerse, decidió esperar la ayuda de algún conductor. Esto tenía sentido. Conseguir cobertura allí era imposible.

      Transcurrió una hora sin que pasase ningún coche. Un desastre.

      Topher estaba empezando a sentir frío, por no mencionar cierta inestabilidad mental. El instinto pudo más que lo demás. El instinto irracional y primitivo, ése que hace que la gente se meta en problemas. Con los dedos tan entumecidos que apenas podía cerrar los puños, escondió la bicicleta lo más apartada posible de la carretera y se metió a gatas en la espesura cercana, haciéndose un ovillo debajo de la cubierta natural de las ramas en busca de calor. Un minuto después, estaba dormido. Crecer en una comuna había condicionado a Topher para ser uno de los más rápidos en dormirse que jamás haya conocido. Cuando se presentaba la más mínima ocasión dentro del caos de su infancia, dormía. Topher es la única persona a la que he visto dormirse en mitad de una frase. Lo último en lo que pensó al adormilarse bajo aquel arbusto fue en Kimmy y en dónde estaría.

      Kim era el pegamento


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