¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes

¡Corre! Historias vividas - Dean  Karnazes


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a mis amigos. Después de todo, ¿quién quiere leer sobre un desconocido que corre cientos de kilómetros por los territorios del planeta más dejados de la mano de Dios? Nadie, ¿verdad?

      Error. El libro se abrió paso en la lista de grandes éxitos de ventas en el New York Times. Lo siguiente que supe fue que «mi historia» era tema de conversación, mi burbuja de vida privada se había hecho añicos. Supongo que al escribir sobre cosas que amo, al seguir el dictado de mi corazón y buscar mi camino en la vida, de algún modo di a otros permiso para hacer lo mismo. Corredores y no corredores por igual acudieron en tropel a leer mi relato, y mi vida, en otro tiempo solitaria, de repente lo fue un poco menos.

      Por eso espero como agua de mayo estas escapadas en las que paso toda la noche corriendo. No hay mejor tratamiento que huir de las redes de la humanidad y embarcarme en una aventura en la que sigo la ruta que me he marcado. Estas largas carreras me recargan las pilas y me dejan rejuvenecido y listo para regresar a la vida inesperada en la que ahora me encuentro.

      Seguí adelante adentrándome en el campo agreste, la luna llena colgada ahora justo encima de la cabeza. Atravesé Nicasio, un villorrio de 287 personas, y seguí avanzando hacia el quinto infierno, con la población más cercana a muchos kilómetros. Todo marchó espléndidamente hasta que oí el ronroneo de un vehículo que se aproximaba y me percaté de que eran las 2:15 de la madrugada. Aunque estas carreteras comarcales en pleno campo suelen ser muy tranquilas de noche, he aprendido que hay que estar especialmente alerta a estas horas. Los bares cierran a las dos y los clientes no quieren usar las carreteras principales, porque han estado haciendo cosas que no deberían antes de ponerse al volante. Para que no los pillen, usan las carreteras comarcales como alternativa.

      Bruscamente, de una curva salió un coche que se aproximó zumbando, directo hacia mí, lo cual no es nada inusual. Después de todo, ¿quién espera encontrar a alguien corriendo a las 2:15 de la mañana?

      Pero yo era una figura muy visible. Llevaba un chaleco con reflectantes y un frontal con luces LED muy potentes. En la cincha de la mochila, a la altura del hombro llevaba una luz roja parpadeante; y llevaba una linterna potente en la mano. Era difícil no verme; hablando en plata, parecía un árbol de Navidad corriendo.

      Sin embargo, el coche no cambió de rumbo. En tales circunstancias, mi modus operandi es apuntar fugazmente con la linterna al parabrisas para avisar al conductor de que tiene alguien delante corriendo. Le lancé un fogonazo con la linterna. El coche siguió enfilándo me.

      En ese momento tomé la decisión expeditiva de que salirme de la carretera sería buena idea. Puse pies en polvorosa, pero resultó que había un terraplén a mi lado. No había dónde saltar.

      Entonces todo se precipitó. El coche se abalanzó hacia mí a tumba abierta sin asomo de cambiar el rumbo. En mi cabeza se sucedieron rápidamente pensamientos inconexos tratando de decidir si tirar hacia la izquierda, la derecha o qué hacer. Es difícil mantenerse frío cuando tienes delante dos toneladas de acero a ochenta kilómetros por hora. Cerré los ojos y esperé que todo saliera bien.

      El coche pasó zumbando a mi lado, tan cerca que noté el calor del radiador en el muslo. Me quedé parado dando gracias por seguir de una pieza y estar vivo.

      Luego sobrevino el enfado. El conductor tenía que haberme visto y había estado jugando conmigo. Saberlo me cabreó, así que me di la vuelta hacia el coche y agité el puño en el aire (un puño decente, sin ningún dedo levantado).

      El conductor frenó en seco.

      Oh, oh –me dije– quizá no debiera haber hecho eso.

      El coche dio marcha atrás y por un segundo se me paró el corazón. Ya estaba liada. No había dónde huir corriendo ni dónde esconderse. Estaba seguro de que había llegado mi hora en esa carretera solitaria en medio de ninguna parte.

      El coche se detuvo con chirrido de neumáticos. Y aquella maniaca saltó por la puerta del conductor y a la carrera rodeó el coche por delante. Abrió de golpe la puerta del copiloto y comenzó a rebuscar en el bolso que había en el asiento.

      Allí de pie, paralizado por el miedo, esperé a que sacara un cuchillo, una pistola o algún otro tipo de arma. ¿Cómo terminaría aquello?

      Y sacó… un ejemplar de mi libro. No daba crédito a lo que veía. Miró mi foto en la portada y echó un vistazo a mi cara.

      –¡Eres tú! –proclamó–. Eres ese corredor loco. ¡Oh, a mi novio le encantas! ¡Qué coincidencia! Acabo de comprar un ejemplar tuyo. ¡Tienes que firmármelo!

      Me entregó el libro y me puso un bolígrafo en la mano, que no paraba de temblar. Me quedé allí completamente aturdido, con la cara blanca como el papel, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.

      –Se llama Bob –me informó–. Escribe algo inspirado.

      Lo primero que se me pasó por la cabeza fue:

      BOB,

      TU NOVIA ESTÁ LOCA DE ATAR. CORRE MIENTRAS PUEDAS, COLEGA.

      Pero decidí que tal vez no fuera tan buena idea. Me limité a firmar el libro de Bob y a escribir unas palabras de ánimo, y se lo devolví.

      –Oh, gracias, gracias –me dijo–. No sabes lo que esto significa para mí.

      Tomó el libro, lo lanzó dentro del coche, cerró la puerta con un portazo, volvió alegremente a rodear el coche, se metió y se perdió en la oscuridad como si nada hubiera sucedido.

      Me quedé allí, envuelto en una nube de polvo, preguntándome qué diablos acababa de pasar. Comencé a rebuscar en la mochila para echar un trago de whisky, pero recordé que no bebo. Si bebiera, aquél habría sido un momento apropiado para echar un trago muy largo.

      ****

      Estos encuentros aleatorios e inesperados se han convertido cada vez más en algo habitual. Dando un paso atrás para tener perspectiva, traté de racionalizar el derrotero tan estrambótico que había tomado mi vida. Pero fue inútil; las cosas se habían vuelto demasiado extravagantes como para encontrarles sentido.

      Llegué a la conclusión de que lo mejor era ceñirme a lo que sabía. Así que hice lo único que sé hacer: comprobé el estado del frontal, me apreté los cordones de las zapatillas, y empecé a dar un paso tambaleante tras otro.

      Cuando todo lo demás falle, echa a correr…

       2.0

       Sigue tus sueños, no las reglas

       «Emprende travesías y viajes, atrévete. No hay nada más.»

      –TENNESSEE WILLIAMS

      Y CORRER ES LO QUE HE HECHO. Por los siete continentes y más de una vez. En algunos de los lugares más remotos y exóticos de la Tierra: el desierto de Atacama, la Patagonia, el Monte Fuji, el interior de Australia, Namibia, el desierto del Gobi, el Mont Blanc, el desierto del Sáhara, la Antártida, Nueva Jersey. (Vale, tal vez Nueva Jersey no sea el lugar más remoto y exótico, pero ciertamente tiene una abundante fauna y flora inusuales.)

      Con el éxito de mi primer libro y mi creciente y ambigua celebridad, vi una oportunidad, de esas que se presentan una vez en la vida, de convertir lo que me gusta –correr y competir por todo el planeta– en lo que hago (es decir, convertir mi pasión en una vocación). El pionero de la aviación Charles Lindbergh dijo en una ocasión: «La máxima inyección de adrenalina es hacer lo que has deseado con tanto empeño». ¡Aleluya, hermano! Me tomé un permiso permanente en el trabajo, salí por la puerta y eché a correr.

      La vida puede ser un deporte para espectadores, seguro y a resguardo, o una aventura sorprendente y a veces arriesgada. Tras más de una década de aficionado a media jornada, dejé toda precaución y me decidí por lo segundo, el gran salto a lo desconocido. Abandoné mi regalía en una empresa y me dediqué a correr como trabajo


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