¡Corre! Historias vividas. Dean Karnazes
que potencian su capacidad para superar las limitaciones tradicionales del ser humano, como el dolor y las molestias. Su «programa de mantenimiento» incluye permanecer varias horas seguidas indolentemente bajo una cascada de agua helada, una práctica que a la mayoría de los occidentales les provocaría un coma, es decir, en caso de que pudiéramos siquiera soportar el frío paralizante más de diez segundos sin saltar lejos del agua. El monje iluminado no registra el dolor extremo ni la incomodidad del frío. Los monjes han superado esas emociones condicionantes. Hacen que la dureza del entrenamiento con intervalos parezca pan comido.
Por tanto, a aquellos que dicen que los corredores son adictos siempre impacientes por recibir una nueva dosis, yo les diría: «Sí y ¿qué pasa?». Quizá seamos adictos obsesivos y compulsivos que flotan todo el día en una nube de endorfinas. Pero así es como nos gusta.
4.0
La reunión
«Un amigo de verdad es el que piensa que eres un buen huevo aunque sepa que tienes pequeñas grietas.»
–BERNARD MELTZER
CUANDO TOPHER Y KIMMY acabaron por encontrarme, no diría que estuviese en mi mejor momento. Es curioso lo que doce horas corriendo sin parar pueden hacer a una persona optimista. Creo que ellos podrían decirlo.
–¿Quieres compañía, Karno?
–Claro, el sufrimiento ama la compañía. Sobre todo si la compañía trae comida. ¿Tenéis algo?
–¡Caramba! –se reprendió Topher–, ¡lo olvidamos por completo!
–Gaylord, he matado a hombres por mucho menos. ¡Dime que no te olvidaste los granos sagrados!
Kimmy sacó la bolsa de granos de café recubiertos de chocolate que había recogido de la mesa de la cocina y todo quedó olvidado al instante. Si nunca has tomado granos de café tostados y cubiertos de chocolate después de correr noventa y seis kilómetros, realmente te lo debes. Es lo más próximo a una experiencia religiosa que puedes llegar sin tener que confesarte más tarde.
Eché a correr carretera adelante con la bolsa de golosinas en la mano. Un poco después, el coche se puso de nuevo a mi lado y del vehículo se bajó… no Topher sino Kim.
Se puso a mi lado y corrimos codo con codo adentrándonos en la oscuridad. No pensé que durara más de cuarenta y cinco minutos, una hora como máximo. Pero nos arrebató el momento, hipnotizados por la espontaneidad de la situación y arrastrados por el encanto del escenario a medianoche. Corrimos atravesando las enormes tierras de pasto. Vimos rebaños de ovejas vagando ensoñadoramente por los pastizales.
Por muy agradable que fuera el escenario, el coche estaba a un paso de nosotros y estaba seguro de que mi acompañante pronto buscaría refugio en él. Me vinieron a la cabeza unos versos de Seuss mientras corríamos:
Había luna en lo alto y vimos unas ovejas. Vimos unas ovejas andar en sueños en plena siesta. A la luz de la luna, a la luz de una estrella;Cerca o lejos caminaron toda la noche. Nunca volvería a andar. Iría en coche.
Sesenta y cuatro kilómetros más tarde, al llegar a las afueras de Healdsburg, estaba reventado. Kimmy seguía a mi lado. En ningún momento volvió a subirse al coche.
–Gracias, Karno, ha sido estupendo –me dijo.
–Vaya, estoy alucinado. No me creo que hayas corrido tanto conmigo.
–Yo tampoco. Desde luego, no lo tenía planeado.
****
Por suerte, había tenido la previsión de reservar un par de habitaciones en un hotel de Healdsburg para poder refrescarnos. Una siesta tampoco habría estado mal, pero no queríamos perdernos la elección de los mejores platos. Era cerca del mediodía y la recepción estaba programada para empezar en una hora.
Mi mujer, Julie, se había presentado en coche aquella mañana para reunirse con nosotros y juntos nos apresuramos a la reunión. Llegamos justo a tiempo, cuando se abría el acceso al bufé.
La tercera vez que hicimos cola para elegir comida, pregunté a Kimmy cómo lo llevaba.
–Tengo muchas agujetas, pero valió la pena. Tal vez la próxima vez consigamos que Topher corra con nosotros –concluyó.
–¿Correr? –dijo Topher–. ¿Estáis de broma? A menos que unas avispas me estén dando caza, os dejaré a los dos lo de correr.
A pesar de pesar tan poco, Topher era muy fuerte para su tamaño. Con frecuencia íbamos juntos al gimnasio, y su relación pesofuerza era asombrosa. Podía levantar con facilidad el doble de su peso en el press de banca. Sin embargo, de cintura para abajo era otra cosa. Tenía piernas de pajarito. Sus piernas como palillos alcanzaban proporciones cómicas. Solíamos bromear con que mis muñecas eran más gruesas que sus pantorrillas. No era un corredor.
–No descartes tan a la ligera lo de correr, Gaylord, tal vez termines encontrándolo satisfactorio. Recuerda lo que decía Nietzsche: «Lo que no nos mata nos hace más fuertes».
–Sí –respondió–. Siempre y cuando la experiencia no te deje lisiado, estaré de acuerdo con él. Pero de veras que no estoy seguro de cuán fuerte me vería si quedara incapacitado permanentemente.
Tenía su parte de razón. Sin embargo, creía que había un corredor escondido en todo el mundo, jóvenes y viejos, fuertes y débiles, mentalmente estables e inestables (tal vez incluso mejor si son inestables).
Deposité unas verduritas asadas en el plato. La variedad del bufé era increíble, pero parecía haber preponderancia de verduras y fideos. Yo era un carnívoro que había corrido casi todo el día anterior. Quería carne.
Topher se movía de un lado a otro y vio acercarse a la camarera. En la bandeja había un canapé solitario: una única costilla suculenta. Se la ofreció.
–¡Espere! –protesté–. Es vegetariano.
Retiró la bandeja y caminó hacia mí.
–¡No, no lo soy!. –Y volvió a extender la mano hacia la costilla.
La camarera estaba confundida. Le miró a él, luego a mí, y en ese momento de duda Topher atrapó la costilla y fue a darle un mordisco.
Antes de que se la pudiera llevar a la boca, le corté.
–Deja que te cuente una historia –le interrumpí con rapidez–. Un zorro, un lobo y un oso se fueron de cacería y cada uno cazó un ciervo. Se desató una discusión sobre el reparto de las piezas. El oso preguntó al lobo cómo creía que debía hacerse. El lobo dijo que cada uno debería recibir un ciervo. El oso se comió al lobo. Entonces el oso preguntó al zorro cómo se proponía repartir las piezas. El zorro ofreció al oso su ciervo y le dijo que también se debería llevar el ciervo del lobo.
–¿De quién aprendiste tanta sabiduría? –preguntó el oso al zorro.
–Del lobo –contestó el zorro.
Topher me miró extrañado:
–Vaaale –dijo alargando la a–. ¿Qué estás tratando de decirme, Karno?
–Simplemente estoy exponiéndote las virtudes del vegetarianismo.
Mi respuesta le confundió. Perfecto: el engaño estaba funcionando. Y proseguí:
–¿Lo ves? Si el lobo no comiera carne, habría salvado la vida. Nunca hubiera pedido egoístamente quedarse uno de los ciervos.
Me miró disgustado. Estaba parloteando sin sentido. La privación de sueño y el agotamiento extremo por correr toda la noche había deteriorado el delicado funcionamiento de mi cerebro y estaba delirante. Y desesperado. ¡Quería esa costilla!
La acercó a los labios.
–¡Espera!