Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica. Francisco Luis Díaz Torrejón
comisiones científicas.
Las Tierras de Antequera ya tienen una obra de referencia sobre la Guerra de la Independencia, una obra perfectamente estructurada, de fácil lectura y con un doble cariz: la difusión del conocimiento a nivel ciudadano y la aportación historiográfica al mundo científico e intelectual.
No quiero concluir este prólogo sin aludir a su aportación sobre un personaje fundamental de la Antequera aquí narrada. Me refiero a Francisco de Roa y Rodríguez de Tordesillas, un escribano que toma las armas contra el francés y cuyo descubrimiento se debe exclusivamente a Díaz Torrejón. El escribano Roa es una pieza fundamental en el conflicto con Francia y representa a esa nobleza que se echa al monte para luchar contra el invasor napoleónico, aportando bienes y patrimonio en la campaña, un ejemplo de la implicación de todas las clases sociales en este conflicto perfectamente recreado, documentado y descrito por el mejor conocedor, hoy por hoy, de la Guerra de la Independencia, al menos en nuestro país.
José Escalante Jiménez
Archivero de Antequera
INTRODUCCIÓN
España en erupción
La situación política, social y económica de España se había degenerado progresivamente durante los últimos decenios del siglo XVIII, y a principios de la centuria siguiente la realidad nacional evidenciaba una crisis crónica tan severa que amenazaba con el desmoronamiento del Estado. Las veleidades de la familia real, el gobierno despótico y clientelar del valido Godoy, la influencia de una corte aduladora y pesebrista, la improductividad de muchas miles de manos muertas y el hermetismo impuesto por una Iglesia interesada, son los principales generadores del aire viciado, casi irrespirable, que cunde por el país y que determinan la decadencia española.
La crepuscular situación hispana no es desconocida en Europa y se mira con especial interés desde Francia, la mayor potencia continental, cuyos destinos están en las manos de un hombre con desmedidos anhelos expansionistas: Napoleón. El emperador francés está al tanto de la realidad española porque dispone de información privilegiada, una información de primera mano que le proporcionan testigos directos de ella. Aunque el embajador francés en Madrid –François de Beauharnais primero y Antoine René de La Forest después– filtra un goteo incesante de noticias hacia París, son los informes secretos de Claude Philippe de Tournon-Simiane, chamberlán imperial con visos de espía, los que juegan un papel determinante en el espíritu de Napoleón[1] . Informaciones tan valiosas estimulan algo más que la curiosidad del emperador:
«L´Espagne est dans un moment de crise, [...]. L´Espagne est, je le répète, dans un moment de crise; il faut en la dirigeant la faire tourner [...]; la nation française en recueillera tout le fruit, mais il ne faut pas en perdre l´instant, les moments sont prétieux»[2] .
La crisis española –proceso degenerativo de lenta fermentación– rompe definitivamente en la primavera del año 1808, cuando la sucesión de una serie de acontecimientos precipitan el intervencionismo de Francia en la política hispana. Hechos tan escandalosos como las disputas egocéntricas de los Borbones reinantes y la pugna declarada entre los partidarios del príncipe de Asturias –el futuro Fernando VII– y del valido Godoy, expuesta al mundo en el Motín de Aranjuez, invitan a Napoleón a quitarse la máscara y descubrir su voluntad intervencionista en los asuntos de España.
Con mezquinas argucias, el emperador aprovecha la ingenuidad de los Borbones –enfrascados en disputas intestinas por la corona– para atraerlos a su terreno y conseguir que viajen a Bayona, donde la hospitalidad se convierte en secuestro. Con una estrategia tan elemental, aunque de impecable ejecución, descabeza a la monarquía borbónica y se apodera del porvenir de España.
La torpeza y la corrupción han puesto el decadente trono español en las ambiciosas manos de Napoleón que, sin escrúpulos ni miramientos, impone a los incautos Borbones su abdicación en beneficio propio. Aunque todo es consecuencia de una sucia maniobra, el emperador pretende revestir la encerrona de una aparente legalidad e intenta persuadir a los españoles con una imagen de desinteresado salvador:
«Espagnols: après une longue agonie, votre nation péressait. J´ai vu vos maux; je vais y porter remède. [...]. Vos princes m´ont cédé tous leurs droits à la couronne des Espagnes [...]. Votre monarchie est vieille: ma mission est de la rajeunir; j´améliorerai toutes vos institutions et je vous ferai des bienfaits d´une réforme»[3] .
La figura de Napoleón irrumpe en la escena española como una especie de mesías, que reclama a los españoles el reconocimiento –según sus propias palabras– de régénérateur de la patrie[4] . Su deseo es colocar la corona de España «en las sienes de otro yo mismo»[5] , es decir, en uno de su propia sangre, en un Bonaparte, y entonces lo hace en la cabeza de su hermano José, que reinaba en Nápoles desde febrero de 1806.
Nuevos protagonistas intervienen en la realidad española, y la vertiginosa sucesión de acontecimientos precipitan la crisis política hacia un estado bélico. La presencia en suelo peninsular de miles de soldados napoleónicos, que no habían cesado de cruzar los Pirineos durante varios meses, confirma la evidencia de una invasión militar. Ya nadie se engaña. No hay marcha atrás y las ingobernables circunstancias determinan que 1808 sea el año de la gran erupción de España.
Las cartas están boca arriba y la sangre de los madrileños, caídos durante la represiva jornada del 2 de mayo de 1808, se convierte en la tinta que rubrica una declaración de guerra sin clemencia ni cuartel. Las tierras de media España se erigen en campos de batalla y la sonada victoria de Bailén insufla a los españoles una energía patriótica que aboca a los ejércitos napoleónicos a replegarse hacia el norte y traspasar la línea del Ebro, incluido el gabinete ministerial y la corte del rey José. Como en pocas ocasiones a lo largo de la Historia, la batalla de Bailén había puesto de acuerdo a todos los españoles.
Sin embargo, Napoleón no está dispuesto a dar un paso atrás y su obligado viaje a España –la única vez que pisa suelo peninsular– revierte la situación con el magnetismo, casi hipnótico, que ejerce sobre sus soldados. Toma el mando de los ejércitos y con un empuje meteórico que encadena triunfo tras triunfo, apenas le basta unas cuantas semanas para sentar de nuevo a su hermano José en el trono de Madrid. Media España vuelve a ser napoleónica.
La victoria del general Castaños en Bailén, que tanto había ilusionado a la sociedad española, empieza a eclipsarse en la memoria colectiva por efecto de los últimos reveses militares y la euforia patriótica de aquellos esperanzadores días se transforma en una especie de depresión nacional, que se acentúa con el progresivo avance napoleónico por la Península. Los ejércitos españoles, sumidos en una cascada de derrotas, son incapaces de contener las evoluciones de las fuerzas imperiales y a finales de 1809, como consecuencia de la determinante batalla de Ocaña, sus vanguardias están desplegadas a lo largo y ancho de La Mancha.
Pese al derrotismo general, aún hay esperanzas en salvar a parte del territorio español del dominio napoleónico porque se confía en la barrera montañosa de Sierra Morena como un escudo infranqueable. La prensa patriótica contribuye a templar los ánimos con el anuncio de medidas defensivas y obras de fortificación en aquellas alturas serranas para potenciar su impenetrabilidad: «Los puntos de la Sierra se están fortificando para hacerlos inaccesibles a los enemigos»[6] .
Pero la realidad asesta otro duro golpe a las esperanzas españolas, pues los adversos acontecimientos demuestran que no hay obstáculos capaces de detener el empuje de las tropas imperiales. Aunque todo el mundo esperaba una firme contención en aquellas alturas favorecidas por la naturaleza, la travesía de Sierra Morena es un paseo militar para los soldados de Napoleón, sin más coste que unas pocas horas de marcha y contadísimas bajas. Cae el mito de esas montañas: «... ces redoutables défilés, entourés d´un si affreux prestige, n´étaient plus qu´un fantôme évanoui»[7] .
Sin resistencia militar españolas, las tropas napoleónicas corren a sus anchas por Andalucía y en cuestión de pocas semanas alcanzan su extremo más meridional, donde se asoman