Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica. Francisco Luis Díaz Torrejón

Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica - Francisco Luis Díaz Torrejón


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Antequera, perfilado por testimonios de la época, es el teatro de unos acontecimientos que determinan la vida de sus habitantes durante todos y cada uno de los días comprendidos entre marzo de 1808 y septiembre de 1812. Los hechos ocurridos entonces y sus incidencias sobre la población antequerana están en las páginas que siguen.

      Establecidas las coordenadas espacio-temporales del presente estudio historiográfico, conviene centrar la mirada en la realidad de Antequera durante la explosión de la crisis política y gubernamental que cunde por la España borbónica. Hay que sumergirse en la estructura interna antequerana con el fin de comprender el alcance de su crisis particular, agudizada por la acción de los acontecimientos nacionales que llegan con la fuerza de un vendaval.

      El primer eslabón del sistema local corresponde al poder político encarnado por una municipalidad, ajustada al cliché de los ayuntamientos del Antiguo Régimen, con un doble orden estamental representativo de los estados noble y llano. El órgano gubernativo municipal es un cabildo presidido por la figura del corregidor, como justicia mayor de representación real, y compuesto por un amplio elenco de regidores, jurados, diputados y síndicos.

      Asimismo participan en el cabildo municipal de 1808 representantes de las familias más influyentes del universo antequerano con la dignidad –tradicionalmente vinculada a sus casas y linajes– de regidores perpetuos, como es el caso, entre otros, del conde de Castillejo; los marqueses del Vado y de la Peña de los Enamorados; y los hidalgos Diego Vicente Casasola y José María Peñuela, a quien correspondía por edad la distinción de regidor decano.

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      En el vértice de la estructura piramidal de la sociedad antequerana de principios del ochocientos se sitúa la oligarquía local, que está conformada por una serie de familias afines a las ideas tradicionalistas del Antiguo Régimen y económicamente poderosas. Los blasones berroqueños que adornan los frontispicios de casonas y palacios confirman la pertenencia de algunas de estas familias a la nobleza, una nobleza titulada por despachos reales otorgados en los siglos XVII y XVIII como, por caso, los marqueses de la Peña de los Enamorados, de Villadarias, de Cauche, y de la Vega de Santa María; y los condes del Castillo del Tajo, de la Camorra, de Castillejo, de Colchado y de Valdellanos.

      Asimismo debe repararse en una burguesía adinerada y pudiente, imitadora de la nobleza en sistema de vida, que configura otro escalafón importante de la sociedad local como si fuese una especie de hidalguía de segunda clase, avalada por la solvencia económica. Entre las figuras más representativas de la burguesía del momento se incluyen las familias Montalvo, Delgado, Aranda, Acedo, Vílchez, Aguirre, etc.

      En un estrato inferior del orden social antequerano se encuadran los medianos propietarios, arrendatarios agrícolas y comerciantes que sostienen ciertos niveles económicos derivados de actividades esenciales para el desarrollo de la vida local.

      Por último, la gran masa de menestrales –mayoritariamente jornaleros y artesanos– configura la base sedimentaria de la estructura vecinal de Antequera, base conformada por un tejido poblacional ligado a la pobreza porque sus bajos niveles de renta y su inestabilidad económica lo mantienen siempre al borde de la miseria y del hambre.

      La sociedad antequerana de 1808 es una realidad viva, en palpitante efervescencia, y mientras los estratos inferiores persiguen la subsistencia cada día, las clases superiores andan tras otros intereses muy distintos. Los sectores preeminentes –familias con ansias de grandeza y gremios de interesado corporativismo– mantienen un pulso para aumentar las cotas de poder, lo que colma de tensiones la vida política, social y económica de Antequera durante aquellos años.

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      Solamente una minoría de los catorce mil quinientos habitantes de Antequera anda implicada en la competencia por el poder local, ya que el resto de la población –bases de la pirámide social– corresponde a las capas desposeídas de toda capacidad que no sea el trabajo para la mera subsistencia. Aparte de la élite aristocrática y de la hidalguía aburguesada, la gran masa vecinal atañe a gente sin margen de acción política y bajo la supremacía de las clases dominantes.

      Siendo la economía local de base agraria, los estratos inferiores de la sociedad viven directa o indirectamente del campo, ya como asalariados en trabajos de jornaleros o ya como menestrales de una industria artesanal paralela. Los miles de hombres insertados en las profundidades de la escala social pueden aspirar a poco, puesto que tienen cortado el paso a la más mínima representatividad en las esferas de poder. Semejante circunstancia forma parte del guion discriminatorio del Antiguo Régimen.

      El poder en el contexto de la sociedad antequerana de principios del siglo XIX es cosa de la clase dominante, constituida en oligarquía por privilegios de sangre y preeminencia económica, y diversas familias compiten por acaparar las mayores cuotas de dominio local. Ninguna está dispuesta a ceder un ápice de sus prerrogativas y las disputas suscitan fricciones que rematan, a veces, en sonadas querellas judiciales.

      A modo de ejemplo vale señalar el caso planteado por José de Aguilar y Narváez, marqués de la Vega de Armijo y conde de Bobadilla, que en defensa de sus derechos históricos como alférez mayor y alcaide perpetuo del castillo de Antequera se niega a que la campana de la «Torre del Reloj» de dicha fortaleza –popularmente conocida con el nombre de Papabellotas– doble durante los funerales de los capitulares del ayuntamiento, aunque sean nobles e hidalgos. Se niega a compartir ese privilegio, que le corresponde por distinción, y lleva el asunto hasta el extremo de entablar causa en la Chancillería de Granada:

      Aunque la nobleza pugna entre sí por el poder oligárquico, no duda en aunar fuerzas cuando se trata de repeler agresiones externas y frecuentemente hacen causa común contra el poder municipal. Así había ocurrido, por ejemplo, en mayo de 1805 cuando Vicente Pareja Obregón y Gálvez, conde de la Camorra, fue destituido fulminantemente de su oficio de procurador general en el ayuntamiento antequerano por el corregidor Diego Sanz y Melgarejo bajo graves acusaciones:


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