Desmontando a un corrupto. Cristina Sorio
DESMONTANDO
A UN CORRUPTO
CRISTINA SORIO
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© Del texto: Cristina Sorio
© De esta edición: Editorial Sargantana, 2019
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Primera edición: Abril, 2019
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-17731-11-3
Depósito legal: V-0484-2019
A Vicente, en guardia contra la corrupción.
A Fran, mi apoyo incondicional, mi compañero de viaje.
A Lucas y Mateo, mis mayores tesoros.
A mis padres, mi ejemplo a seguir.
A mi hermano, por completarme.
«No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia.»
Montesquieu
PRÓLOGO
La libertad y la justicia son dos valores que coexisten con la humanidad desde el principio de los tiempos. Luchar por ellos y por los derechos de los más necesitados da sentido a todos los sufrimientos que se derivan, necesariamente, de esa lucha.
La corrupción solo genera dolor y daño. Dolor, por comprobar que aquellos en quienes has confiado para que gestionen el dinero público han defraudado esa confianza, se han aprovechado y se han lucrado, en contra del mandato que la sociedad les hizo en su momento. Daño, porque todo ese dinero del que vilmente se han apoderado, no se ha podido utilizar para sufragar las necesidades de todas esas personas a las que podría haber ido destinado y que, por la conducta delictiva de unos pocos, no llegó nunca.
La defensa de la sociedad, de tus conciudadanos y, en concreto, de aquellos más necesitados, es el mayor honor y la mayor responsabilidad que puede tener un funcionario público. Los niños no tienen por qué dar clase en barracones en colegios e institutos donde, a la primera de cambio, se inundan las «clases», donde rebosan los inodoros, a consecuencia del robo de dinero público que se podría haber destinado a construir centros docentes dignos. Los enfermos no deben sufrir las consecuencias de centros de salud, hospitales o centros de especialidades obsoletos porque a alguien se le ocurrió hacer negocio con el dinero que iba a destinado a mejorar esas instalaciones.
Pero si estas personas del primer mundo no deben sufrir las consecuencias de la corrupción, quienes no deben sufrirlas de ninguna manera son los más necesitados del tercer mundo, que con un euro de nuestro dinero son capaces de comer y beber agua potable por varios días.
Cuando al fiscal anticorrupción le llega una denuncia de corrupción política sabe a lo que se enfrenta: procedimientos largos, grandes y prestigiosos abogados, presiones…, pero cuando crees firmemente en la justicia, la libertad y la defensa de los más necesitados, todas esas circunstancias son accesorias, prevalece sin duda la necesidad de buscar la verdad para que se haga justicia, sin más.
Ese trabajo no sería posible sin el apoyo de la sociedad y la colaboración de aquellas personas que, jugándose su vida laboral, personal y familiar de manera valiente, denuncian hechos que, si no fuera así, nunca conoceríamos.
Tampoco sería posible sin juezas y jueces valientes que persiguen la verdad por encima de todo. Mucho menos sería posible sin policías y guardia civiles con una profesionalidad y una metodología de trabajo que nada debe envidiar a la de otros países.
La prensa independiente y comprometida con la justicia es un eslabón fundamental de nuestro estado democrático. Gracias a ellos, hemos conocido, y seguro seguiremos conociendo, que no es oro todo lo que reluce.
La lucha contra la corrupción tendrá momentos más álgidos y momentos más tranquilos, seguro, pero no acabará, porque forma parte de la esencia de la humanidad y se ha repetido a lo largo de la historia. Sin embargo, los corruptos y quienes se corrompan deben saber que siempre tendrán en frente a alguien que luchará para que la justicia y la libertad prevalezcan porque, en esa lucha, no hay tregua.
Vicente Torres
Fiscal anticorrupción de Valencia
Negrolandia
Sonó el teléfono del despacho, lo busqué entre los tomos que había repartidos por mi mesa, descolgué y escuché al otro lado de la línea una voz preocupada y que se entrecortaba. En ese momento no lo sabía, pero pronto descubrí que esa llamada iba a marcar los próximos ocho años de mi vida.
Nada me había hecho sospechar que aquel lunes iba a ser distinto. Como cada comienzo de semana, me desperté a las siete para desayunar, vestirme y arreglar a mis hijos, de cuatro y siete años, a quienes debía dejar a las nueve en su colegio de Meliana. Después cogería el coche para irme directo a la Ciudad de la Justicia, lo que ya se había convertido en mi segundo hogar tras abandonar los juzgados de La Línea de la Concepción hace ya muchos años.
Llevaba meses encargándome de asuntos relacionados con delitos económicos en Valencia y me apasionaba la lucha contra la corrupción. Se rumoreaba que iban a sacar una plaza en este departamento y tenía que ser mía.
Tras recibir esa llamada matutina en mi despacho, di una tregua a otro escrito fiscal que llevaba entre manos. Apagué el flexo y subí.
Me dirigí al segundo piso por las escaleras de un edificio frío, cada vez más fantasmagórico. Miraba las caras de las personas que, esperando a las puertas de los juzgados, deseaban que el mal rato acabara pronto.
Llamé a la puerta de su despacho, asomé la cabeza y Ferráez, mi compañero, me asintió con la cabeza para que entrara. Estaba mirando unos papeles mientras apuraba su cigarrillo en aquellos dos metros cuadrados aislados del resto de colegas y con escasa ventilación.
Ferráez era un tipo nervioso y distraído. Llevaba ya a sus espaldas más de 20 años de profesión y, aunque no solía quejarse de su trabajo, recientemente había aterrizado en sus manos un caso que se le estaba atragantando. Muchos implicados, cuentas entremezcladas y camufladas, paraísos fiscales y políticos como protagonistas de esas historias.
—He subido tan pronto como he podido. Me has dejado preocupado —le dije a Ferráez.
Allí, por primera vez juntos, leímos atentamente, aunque también con reservas, dos denuncias que acababan de llegar, punto a punto, párrafo a párrafo. Aquello era una bomba de relojería.
Las denuncias, con fecha de octubre de 2010, venían firmadas por dos diputadas del Parlamento valenciano: del PSPV y Compromís.
—¿Qué te parece? —me preguntó Ferráez.
—Suena todo muy rocambolesco. No sé qué puede haber de cierto en toda esta historia.
—A mí también me había dado esa impresión, pero quería que lo viéramos juntos para tener una segunda opinión.