Desmontando a un corrupto. Cristina Sorio
y seguimientos, puesto que era ya la única manera de avanzar.
La interpusimos, desgranamos las supuestas irregularidades y, al poco tiempo, nos informaron sobre el juzgado que debía decidir si admitía a trámite la denuncia. Recibí una llamada de una funcionaria que me indicaba que la responsable de ese órgano judicial quería reunirse con nosotros y con los dos inspectores de la Policía para hablar del asunto y puso como fecha el 1 de mayo, fiesta tanto en Valencia como en Madrid. No me importaba, la verdad. En mi cabeza solo tenía la idea de avanzar y de ver algo de luz al final del túnel.
La fecha estaba próxima. Todo iba bastante rápido. Los cuatro acudimos a esa cita en un día en que la Ciudad de la Justicia parecía, si cabe, más desierta y desolada de lo habitual.
La jueza, con la que ya había tenido trato en otros procedimientos, nos recibió cordialmente, nos sentamos alrededor de la mesa y, con los papeles encima, se mostró, de partida, reticente.
—¿Cómo? Perdona, creo que no lo he entendido bien… —le dije apenas sin pensar. Otro jarro de agua fría. Aquello estaba lleno de obstáculos…
Nos comentó que ella no veía nada consistente en lo que se había denunciado. A su entender, parecían meras sospechas y elucubraciones sin una base fundamentada. Con eso dudaba de que pudiera iniciar una investigación judicial.
Yo, personalmente, no daba crédito a lo que estaba escuchando, tal vez porque lo veía demasiado claro y no me esperaba esa respuesta. La jueza contaba con los expedientes, con el dinero que había llegado a Nicaragua, con un informe completo de la Policía en el que se plasmaban las ilegalidades y con nuestra denuncia. ¿Qué más necesitaba?, me pregunté.
Los problemas para continuar con nuestras indagaciones no se habían quedado únicamente en aquella respuesta incongruente de la Policía de Valencia, sino que ahora se extendían a la propia jueza sobre la que había recaído el asunto. Había algo que se nos escapaba… ¿Estaba yo perdiendo el norte?
Estuvimos horas sentados en aquella oficina, desgranando a la magistrada los argumentos por los que considerábamos que teníamos que llegar al fondo del asunto, porque había muchos aspectos que no cuadraban y porque estábamos convencidos de que había un fraude que no podía obviarse, sobre el que no se debía pasar página.
Tras escuchar nuestras alegaciones, y después de pensárselo durante unos días, nos volvió a llamar al despacho. Lo cierto es que asistí a aquel encuentro con pocas esperanzas. Subí a buscar a mi compañero y nos presentamos ante ella.
Tardó un rato en recibirnos, lo que ayudó a que pensara que aquello no iba a llegar a ningún sitio. Así que me relajé y decidí tomarme la decisión que fuera de la mejor manera posible, puesto que aquello ya no estaba en mis manos y poco más podía hacer.
Pasamos dentro, nos sentamos y, después de algunas advertencias, la jueza nos comunicó que había decidido abrir una investigación para ver qué más podíamos encontrar. Nos pidió más pruebas para seguir adelante y se las prometimos.
—No sé si acierto o no, pero me parece justo daros una oportunidad para ver a dónde nos conducen todas vuestras sospechas —nos señaló.
—Las sospechas no son solo nuestras —me atreví a contestarle.
—Bueno… Me parece que estáis montando un castillo donde solo hay arena. Pero no me cerraré en banda. Vamos a ver qué sale de esto.
Esta pequeña guerra dialéctica se iba complicando. Me di cuenta de que no podía entrar en su juego si quería que me dejara investigar a mis anchas. No me quedaba otra, al menos en ese momento, que agachar la cabeza, callarme y conseguir lo máximo posible sacando la mejor de mis sonrisas.
Tras un silencio algo incómodo, la jueza volvió a tomar la palabra. Con tono firme y muchas reservas, nos autorizó las intervenciones telefónicas que habíamos pedido sobre algunos de los presuntos cabecillas de la trama. En concreto, de la persona a la que llamaban Míster X; de su socio; de otro individuo, propietario de la fundación a la que se habían dado las subvenciones, el señor Quildo, y de otros dos miembros más de la Conselleria de Solidaridad responsables en la toma de decisiones y que habían mediado para que estas ayudas se concedieran tal y como les interesaba. Se trataba de Siro y Pelayo.
Con esta puerta abierta, la investigación avanzaría. Estábamos en una nueva fase que podía resultar algo ardua, pero que, por contra, también nos iba a permitir despejar aquellas dudas que rondaban por nuestras cabezas y pisar sobre suelo más seguro.
Los inspectores Aquilino y Santenza se comprometieron a enviar todas las semanas un extracto de las conversaciones más interesantes, así como a venir una vez al mes a Valencia con un atestado que englobara las intervenciones y con la integridad de las mismas grabadas en un soporte informático para que estuvieran tanto a disposición del juez como de nosotros.
Pese a estos formalismos, al ser extremadamente fluida la relación que entablé con estos dos inspectores —eran mi pilar fundamental—, en numerosas ocasiones me llamaban al móvil para avisarme de que habían escuchado alguna conversación sospechosa y que me podía interesar.
La verdad es que esto me facilitaba mucho el trabajo y me posibilitaba avanzar más rápido en el caso. Uno de esos días recibí una llamada del inspector en la que me avisaba de que su compañera se había puesto de parto —cuando la conocí estaba embarazada de cinco meses— y había dado a luz a un niño, Lucas. Iba a estar unos meses de baja, pero contaba con más refuerzos en el cuerpo.
Me alegré mucho de que todo hubiera salido bien y la llamé unos días más tarde para decírselo. La inspectora me comentó que estaba muy contenta y se comprometió a seguir con las investigaciones cuando estuviera recuperada. Le pedí que no tuviera prisa y que disfrutara de aquellos momentos.
—¡Enhorabuena! Me alegró muchísimo… —le comenté nada más descolgó el teléfono.
—Muchas gracias, David. Esto es lo más bonito que me ha pasado en la vida…
—Disfrútalo. Y tienes toda la razón…
—No duermo, no como y parezco una zombi… Pero no lo cambiaría por nada del mundo.
—Je, je, je, je. Te entiendo…
—¡Ah! Ya sé que van a ponerle refuerzos al inspector Aquilino en mi ausencia. No te preocupes que, en cuanto pueda, me reincorporaré y seguiré echándote una mano. Y mientras tanto, para lo que necesites, no dudes en contar conmigo.
—Te lo agradezco, de verdad. Pero tú ahora céntrate en tu pequeño y ya tendrás tiempo de volver a la guerra…
—Muchas gracias. Y lo dicho. Mi teléfono siempre está operativo para ti. Gracias por llamar, un beso.
—Un beso, cuídate.
Fueron pasando las semanas casi sin darnos cuenta. No parábamos de escuchar conversaciones, muchas de ellas banales; otras, no tanto. Llegados a ese punto, necesitábamos un plan.
Desde hacía algún tiempo teníamos la impresión de que los sospechosos seguían nuestros pasos, de que sabían todo aquello que íbamos examinando. Parecía que escuchaban nuestras conversaciones y que estudiaban nuestros archivos. Algo raro ocurría… Y lo percibíamos en las charlas intervenidas. Teníamos que encontrar alguna forma para averiguar qué estaba pasando y conseguir despistarles por completo. Ya no sé si esto tenía una base fundada o si, simplemente, se me estaba yendo la cabeza.
Mientras me sumergía en mis pensamientos, alguien llamó a mi puerta.
—¿Se puede? —me preguntó una voz que me resultaba familiar.
La reconocí enseguida y le pedí que pasara. Justo cuando acababa de sentarse y mientras sacaba su libreta para tomar nota de aquello que le pudiera contar, se me ocurrió una idea. ¿Por qué no?, pensé. Cuando esto acabe podré explicárselo y seguro que lo entenderá, me dije a mí mismo, tal vez para no tener remordimiento de conciencia.
Como intuí, la periodista me preguntó por los avances en las investigaciones