Desmontando a un corrupto. Cristina Sorio
lo agradecería porque ahora mismo voy hasta arriba. Estoy deseando que me pongan a un compañero en Anticorrupción, cada vez hay más trabajo. Pensaba en ti…
—Sin problemas. Me quedo con el asunto y te voy informando de los avances. Respecto a la plaza, me lo había planteado y lo cierto es que me gustaría optar a ella. A ver qué pasa…
—Sabes que la última palabra la tienen en Madrid. Confío en que no se demoren demasiado.
—Ojalá. Sobre el caso, si te parece bien, citaré a las diputadas que han presentado las denuncias para hablar con ellas y recabar más documentación. Averiguaré qué hay de verdad en este asunto.
—Perfecto. Confío plenamente en ti. Gracias por tu colaboración.
Regresé a mi despacho con una sensación extraña. Leí varias veces aquellas denuncias e hice unas primeras búsquedas por internet sin encontrar nada relevante. Miré el reloj del ordenador y vi que se hacía tarde. Tenía que volver a casa.
Abrí la puerta y mi hijo pequeño vino a recibirme con un dibujo que había hecho en el colegio en el que aparecía reflejado junto a una especie de ordenador que llevaba a todas partes. Luego me asomé a la cocina y observé cómo mi otro hijo ayudaba a mi mujer a preparar la cena. Esa noche, lunes, tocaba mi plato favorito: tortilla de patatas.
Apuré el postre y le dije a mi esposa que tenía que encerrarme unas horas en el despacho porque nos había llegado a Fiscalía un asunto turbio que no me daba muy buena espina y sobre el que debía hacer algunas averiguaciones.
Mi mujer, profesora de un colegio de Valencia, asintió. La conocí hace ya muchos años. Me animó a estudiar la carrera de Derecho y, después, a prepararme las duras oposiciones para fiscal que en más de una ocasión me planteé abandonar.
Tras un par de años estudiando en los que prácticamente no hice otra cosa, logré aprobar y conseguí una plaza en Algeciras, un destino que no estaba entre mis favoritos, ya que suponía estar lejos de mi familia y abrirme hueco en un lugar conflictivo y del que no hablaban demasiado bien.
Sin embargo, María me convenció. Me animó a irme. No negaré que fue un periodo complicado. Desde el principio tuve que enfrentarme día a día a gente importante, poderosa, que no temía a nada ni a nadie. Tal vez gracias a esa experiencia descubrí que, en realidad, era eso lo que quería hacer.
Tantos casos en Algeciras forjaron mi carácter y me recordaron por qué había elegido ser fiscal. Tal vez esos años allí me hicieran más fuerte para poder afrontar los asuntos que, sin saberlo, me esperaban en un despacho de Valencia. También para aprender a olvidarme de lo que me rodeaba, de las presiones, de las críticas gratuitas y del mundo político, para tratar de llegar al fondo de los asuntos y velar por la justicia.
Esa noche, con la mirada cómplice de María, encendí mi portátil, ese que mi hijo había reflejado en una de sus hojas del cuaderno de dibujo, y seguí con la búsqueda que había iniciado horas atrás: «cooperación», «ayudas», «subvenciones», «Nicaragua»… Y así hasta que, pasada la media noche, mi mujer vino a rescatarme para llevarme a la cama.
—Es hora de descansar. Vente conmigo a dormir y mañana podrás seguir con eso —me dijo.
Apagué el ordenador y desconecté. Sabía que al día siguiente me esperaba una larga jornada de trabajo.
Dormí lo suficiente y regresé al despacho con energía para empezar con mis esquemas, hipótesis y deducciones sobre un presunto caso de corrupción que, por primera vez en mis quince años de profesión como fiscal, había despertado totalmente mi curiosidad. Pronto no me dejaría pensar en otra cosa.
Tal y como pacté con mi compañero, me puse en contacto con las denunciantes y les pedí que acudieran a mi despacho para escuchar de primera mano lo que habían referenciado en sus escritos.
Las cité el jueves y les pedí que me trajeran la documentación que habían podido conseguir para tener más elementos de valor con los que hacerme una opinión y adoptar un punto de vista sobre este asunto que, de ver la luz, era evidente que iba a provocar un gran escándalo social y político.
Transcurridos dos días, tal y como habíamos acordado, sobre las 10:00, se presentaron las dos diputadas en mi despacho de la Ciudad de la Justicia, cargadas con carpetas que contenían documentos sobre contratos y ayudas de la Conselleria de Solidaridad que podían ser fraudulentas. También me hicieron entrega de un pen drive.
Una de ellas me explicó que, hacía unas semanas, cuando llegó a su despacho de las Corts, se encontró encima de su mesa un sobre en cuyo interior se escondía el dispositivo electrónico. No había remitente ni ninguna otra pista así que lo conectó al ordenador y empezó a ver informes, algunos de ellos sin que parecieran tener mucho sentido.
No sabía lo que tenía entre sus manos hasta pasados unos días, cuando lo comentó con compañeros de partido y juntos comenzaron a observar multitud de irregularidades, fechas, conceptos y cantidades que no cuadraban.
Por este motivo, sin pensarlo, decidió elaborar una denuncia y trasladarla a la Fiscalía, para que pudiera estudiar si había algún tipo de delito en actuaciones ejecutadas por la Conselleria de Solidaridad y relacionadas con ayudas y proyectos de cooperación a países del tercer mundo. Una gran parte, a Nicaragua. Tras un estudio en profundidad, todo apuntaba a que algunas subvenciones públicas que tenían que haberse destinado a los más necesitados se habían repartido entre manos equivocadas.
Fue una charla amena en la que las diputadas me trasladaron el malestar por este asunto y me pidieron que llegara al fondo. También me dijeron que me remitirían cualquier otro tipo de documentación que les llegara y que me tendrían al corriente de lo que se enterasen. Les agradecí su predisposición y les solicité discreción con este caso en un momento en el que existía un gran miedo a denunciar por el poder y la influencia de la que alardeaban muchos políticos estrella. Este miedo, por suerte, no había conseguido acallar todas las voces. Aun así, era necesario establecer en la Administración algún tipo de mecanismo de defensa y ayuda para todos aquellos funcionarios que se decidían a denunciar posibles hechos punibles, en numerosas ocasiones contra sus superiores directos. Actualmente, están desamparados y algunos son despedidos o sometidos a mobbing por actuar de forma correcta.
Tras acompañarlas hasta la salida, volví a mi despacho y comencé a organizar los papeles por años, tipo de ayudas, fundaciones a las que se le habían adjudicado subvenciones, personas implicadas y un largo etcétera. Los post-it de colores me ayudaban a poner orden en ese pequeño caos, así como los rotuladores que me había regalado mi hijo pequeño para que, según me dijo, pudiera hacer muy bien mis deberes en el trabajo.
Una vez organizada por tomos y carpetas la información, decidí descargarme el pen drive en mi ordenador para empezar a estudiar la documentación. Me pasé horas sin moverme de la silla y no me hizo falta indagar demasiado para percatarme de que muchos datos y fechas que transcurrían por esos papeles no cuadraban.
A los días, cuando bajé a la cafetería a tomar un café, me sorprendí con la portada de un periódico regional que anunciaba con un gran titular las denuncias que me habían trasladado las diputadas de la cámara valenciana. Era sugerente e invitaba al lector a seguir la información en la página tres, en la que se describían, con minucioso detalle, posibles irregularidades cometidas en la Conselleria. Y entonces, me di cuenta de que aquello iba a ser complicado. Muy complicado.
Sabía cómo funcionaban los medios de comunicación y cuál era el trabajo de los políticos: además de descubrir y denunciar irregularidades, cuando lo hacían, en ocasiones se encargaban de comunicarlo a un periodista de confianza para dar a conocer a la sociedad un supuesto caso de corrupción en la administración pública. Algo que, por desgracia, se había convertido en una tónica habitual en los últimos meses.
Lo que no me podía esperar fue cuando, a la semana, la Conselleria decidió contraatacar y convocó una rueda de prensa para exponer a los periodistas su gestión. El encargado de transmitir el mensaje era el titular de dicho departamento, un político infranqueable que, según se rumoreaba, había hecho tambalear muchos