Desmontando a un corrupto. Cristina Sorio
No pensaba, solo caminaba. Acepté los consejos de mi compañero y di un voto de confianza a la persona con la que me acababa de reunir.
Me fui a casa, comí y descansé. Por la tarde, más tranquilo, me puse de nuevo a estudiar la causa. Seguía con mis esquemas y apuntándome detalles y fechas que no me cuadraban.
Pasaron un par de semanas hasta que finalmente pasó: el director de Policía me llamó y me gustaría decir que me sorprendieron sus palabras, pero lo cierto es que, sin saber muy bien por qué, yo me esperaba algo así. Era consciente de que se trataba de un tema delicado con el que iba a tener que saltar muchas zancadillas porque habría interesados en frenarlo a toda costa y en actuar desde la retaguardia.
Aquel personaje rechoncho y responsable de los mandos policiales me indicó que ellos no podían ocuparse de ese asunto y me remitió, en todo caso, a la Unidad de Policía Nacional con sede en Madrid.
En esa conversación, que no se prolongó durante más de dos o tres minutos, ni me ofreció explicaciones ni yo me aventuré a pedírselas, ya que intuía que ese camino no tenía salida incluso antes de buscarla. Tan solo le di las gracias por su colaboración, más por cordialidad y educación que por otra cosa.
Fue entonces cuando hice varias averiguaciones y me enteré de detalles que tal vez era mejor no saber. Me contaron que, poco antes del año 2000, llegó al cargo de director de Policía una persona muy vinculada a un partido político que revolucionó la forma de trabajo de los agentes. Cambió normas, protocolos y actuaciones. Estrechó lazos con cargos directivos y se ganó la confianza de muchos para que los asuntos pasaran por él y para que las cosas se hicieran tal y como a él le gustaban.
Estuvo en ese cargo hasta que se hizo un hueco en política, pero personas muy distintas me comentaron que su sombra todavía se proyectaba sobre la Dirección General de Policía. Me señalaron que nada se hacía sin que él lo supiera. Incluso a veces se le seguía pidiendo asesoramiento y consejo. Intuyo que, en este caso, su sucesor, mi interlocutor, también lo hizo.
El excargo policial había sabido moverse muy bien. No mostraba la cara, pero eran muchos los que sabían que no daban un paso en firme sin su visto bueno.
En internet, introduciendo su nombre, me aparecieron también algunas informaciones en las que se le acusaba de esa forma de actuar.
Pasado este mal trago, le comenté el asunto a mi jefe en Madrid y le pedí que me orientara para recurrir al cuerpo de policías especializado en delitos económicos, con el que no había trabajado hasta ese instante.
Me dio un par de teléfonos y me explicó cómo solían funcionar. Las circunstancias, entremezcladas tal vez con algo de azar, hicieron que contactara con dos inspectores que desde el principio se ofrecieron a ayudarnos en todo lo que necesitáramos. Eran capaces, inteligentes y tenían los medios que necesitábamos para llevar a cabo la investigación.
Se trataba del inspector Aquilino y de la inspectora Santenza, dos nombres que iban a ser para mí muy familiares durante los próximos meses. Al otro lado de la línea telefónica, él tenía una voz seria y aguda, dejando entrever una gran profesionalidad en sus actuaciones. La inspectora, por su parte, fue desde el primer momento muy directa y agradable, por lo que empatizamos casi al instante.
Tras exponerles el caso y ofrecerles un breve resumen de lo que tenía encima de la mesa, quedamos en concertar una reunión en Valencia, en mi despacho, para estudiar la denuncia y la documentación y poder así elaborar un informe provisional que determinase si de lo investigado se desprendía algún tipo de conducta irregular.
Subí al despacho de mi compañero, le puse al corriente de los nuevos avances del caso y le pedí que me acompañara al encuentro que había fijado con los inspectores de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal la próxima semana. Aceptó sin pensárselo dos veces.
Llegó el día. Estaba nervioso por si me volvía a dar contra la pared. Mi experiencia con la policía valenciana había sido ya mala. Desconocía cómo actuaban los agentes en Madrid. Pero era hora de descubrirlo.
Sus rostros, actitudes y comportamientos no me decepcionaron: los inspectores eran tal y como me los había imaginado tras escucharlos por teléfono. Ese lunes nos reunimos los cuatro en uno de los despachos de la Fiscalía —descarté que fuera el mío para evitar miradas incómodas o sospechas de otros compañeros— y entregamos a los agentes la documentación que obraba en nuestro poder.
Antes de regresar a Madrid, solo con sus miradas y expresiones, ya sabíamos que se iban a involucrar de lleno en el asunto porque la curiosidad parecía que les invadía casi tanto como a nosotros al ver toda la información que manejábamos.
Por suerte para nosotros, habíamos encontrado a profesionales de cabeza a los pies con ganas de hacer las cosas bien.
Los cuatro coincidimos en una sola idea: estudiar y desenmascarar esa posible trama corrupta a la que los investigados habían apodado Negrolandia.
—Lamentablemente, en los tiempos que corren se están destapando muchos casos de corrupción y estamos desbordados —dijo el inspector—. Pero lo cierto es que nunca había visto algo así. A esto no estamos acostumbrados. De ser cierto, estaríamos hablando de personas con muy pocos escrúpulos. No obstante, no adelantemos acontecimientos. Os mantendremos informados —señaló.
—Muchas gracias por vuestra colaboración. Esperaremos sus informes, que serán claves para que podamos decidir si seguimos con el tema.
La investigación estaba en stand by hasta que recibiéramos la nueva información policial. Mientras tanto, pasaron algunas semanas en las que nos dedicamos a rescatar viejos casos atrasados que se seguían amontonando en la mesa del despacho. Esos días también aproveché para volver antes a casa y pasar tiempo con mis hijos.
«Hallan el cuerpo sin vida de una alta funcionaria de la Conselleria de Solidaridad en su casa de El Perelló». Este es el primer titular con el que me encontré ese jueves nada más despertarme. Me metí en internet para leer más información y los periodistas explicaban que agentes de Policía habían encontrado el cadáver de esta mujer, de unos 45 años, con una nota en la que se podía leer: «Ya no puedo más. Esto me sobrepasa. Hasta siempre, Fer».
Todo apuntaba a que la funcionaria, Arancha, se había suicidado. Una mujer con una trayectoria profesional intachable. Dedicada en cuerpo y alma a su trabajo y sin marido ni hijos. Llevaba más de 15 años en la Administración valenciana y había pasado por diferentes departamentos hasta que se instaló en Solidaridad.
Precisamente, la Conselleria de Solidaridad. Justo en este momento. Y con aquella nota de despedida… ¿Tenía algún tipo de relación con el caso que estaba estudiando? Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
En el mes de diciembre, cuando se aproximaba la Navidad, por fin llegó a mi despacho ese esperado y denso informe de los inspectores. Las dudas parecían entonces despejarse porque lo que sospechábamos se había plasmado en un documento oficial. Allí se exponían irregularidades tanto en la concesión de las ayudas como en la ejecución de las mismas. Se dejaba entrever que, del más de millón y medio de euros que otorgó la Conselleria de Solidaridad para proyectos sociales en Nicaragua, tan solo llegaron unos 40 000 euros a su destino. Y, en otras tantas subvenciones, por otros cuatro millones de euros, se habían detectado graves deficiencias. ¿Dónde fue a parar el resto del dinero? ¿Quién se lo había quedado? ¿En qué se había invertido?
Según contemplaba el informe policial, la trama parecía haberse orquestado a través de un empresario con muy buenos contactos en las altas esferas que había intermediado con otros socios locales para conseguir las ayudas e intentar hinchar sus bolsillos con sus correspondientes comisiones, que tanto estaban de moda. Lo llamaban Míster X y parecía tener un socio que, en la sombra, le abría muchas puertas.
Pero… ¿por qué se había actuado de esta forma? ¿Quién decidió que esto fuera así? ¿Cómo se pactaron esas ayudas? ¿Cuánta gente había intervenido en este fraude? Miles de preguntas revoloteaban por mi cabeza y necesitaba encontrar respuestas. Así que, sin apurar el plazo que nos habíamos marcado —de un año— para investigar el