Aquí América Latina. Josefina Ludmer

Aquí América Latina - Josefina Ludmer


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Aires, Año Cero

      Los artículos se organizan en dos secciones: las “Temporalidades” y los “Territorios” de esta América latina. “Temporalidades” se abre con Ludmer en modo cronista urbana. Parte de un diario fragmentario: la bitácora personal del año 2000, la ciudad vista en sus augurios de apocalipsis. Corresponde, en términos biográficos, al diario de un año sabático, preludio de su regreso definitivo al país al cabo de su período de docencia en Yale. Preparatorio de la vuelta, es un reconocimiento del terreno a escala ampliada. ¿En qué tiempo está escrito? El relato reclama que se lo piense como testimonio de un paisaje cultural de cierre.

      En los años siguientes, Josefina vuelve a esos diarios y su revisión motiva esta temporalidad aplazada, de pasado reciente revisitado y corregido, el registro de un ocio dedicado a la amistad en la cultura compartida. Josefina, espectadora de teatro y televisión. O mejor, lectora de TV y espectadora de la literatura, en un intercambio de perspectivas. Lo que ve y estudia ocurre en el tiempo de un corolario preciso, el desarrollo al cabo de los años de recesión económica, que han ido profundizándose y conducen al estallido. Propone ese año 2000 como fin del ciclo comenzado en la recuperación democrática y cerrado a diez años de la caída del campo socialista. Ese “tiempo neoliberal en América latina”, con la temporalidad vertiginosa del mercado, tiene una marcha acelerada respecto de los tiempos de la política en el siglo XX, que son de lentitud institucional.

      Asimismo, su Año Cero evoluciona en el estado de memoria de una Buenos Aires más obsesiva que cualquier otro sitio del mundo, dado que en ella se superponen la memoria nacional y la global –la memoria de los setenta y el horror de los desaparecidos, reelaborado en los procesos judiciales, luego abortados y clausurados por la amnistía, y la de los noventa, con los atentados de 1992 y 1994 a las instituciones judías–. Según Ludmer, estos marcan el prólogo vernáculo del duelo que llegará pocos años después con los atentados a las Torres Gemelas. La ciudad de los ataques antiisraelíes es “un ensayo de futuro o memoria del porvenir”, el precio pagado por la sincronía con las campañas bélicas de la globalización.

      “Temporalidades” pide ser leído bajo el código del diario personal, si bien la demora en la edición también lo acerca al género epistolar tradicional, con su retraso en la lectura. ¿A quién está destinada esta crónica de un tiempo en común? ¿A interlocutores que residen en otras latitudes, o bien a los coetáneos olvidadizos? Por momentos, la desmemoria cae sobre la cronista, quien no se halla en Buenos Aires a pesar de haber vivido toda una vida aquí, al punto de que Héctor Libertella le recuerda, en una síntesis oral durante un paseo, los hitos urbanos de la ciudad transfigurada hasta lo irreconocible por la modernización privatizadora del menemismo, hasta que en ella ya no se puede leer el pasado. En verdad, esa desmemoria parece obedecer al cambio de foco, al salto de perspectiva de quien debe graduar la visión otra vez a la escala local.

      Cinco años después de ese sabático, en 2005, Josefina regresó definitivamente a Argentina. Su diario revisado no abandona la interpretación de su mirada cotidiana. Entresaca de las entradas originales lo coyuntural que se haya vuelto poco relevante, compone su memoria corregida en tiempo especulativo. En este sentido, también Josefina, como el ánimo social que describe, va de la memoria al presente absoluto –describiendo ese tiempo complementario o de parábola que estudió el citado François Hartog, ese péndulo que va de una al otro, de la memoria a la fugacidad de la experiencia–.

      Sin embargo, tampoco se limita a aquello que tuvo continuidad en la década siguiente. Es el testimonio de un momento decisivo, la mirada de una observadora excepcional, y resultaría interesante cotejarlo con otro diario de tráficos culturales desplazado en el tiempo, fechado antes y después de 2001, me refiero a La intemperie, de Gabriela Massuh.

      Sus ficciones nocturnas conforman un archivo personal de cine, teatro y libros; ve ficciones nacionales en series televisivas. Es un ejercicio de asombro volver a este inventario. Primer anatema, el reunir narraciones híbridas en un continuo de sentidos y relato, contra el dogma de la especificidad. No podrá pronunciarlo sin antes postular que su “sistema literario no implica jerarquías ni valoraciones. No tiene centro ni periferia ni arriba ni abajo porque es un sistema hecho de tiempos y de visibilidades”. El hecho de aparejar literatura y series televisivas en la imaginación pública borra lo establecido por décadas de protocolo inmanente.

      Lo que Josefina ve de Argentina en ese año sabático preexiste a las novelas. Estas vienen a completarlo, articulándose con otros discursos en la fábrica de presente. Un secreto para Julia, Letargo, El mandato, Lesca diseminan y multiplican la obsesión memorialista argentina en sus principales planos, a la vez espacios públicos y privados: la familia y una colectividad judía que se superpone a la totalidad del país debido al estado de duelo. De hecho, el componente judío es el diferencial argentino en América latina, según Ludmer, la fracción que se superpone al todo nacional constituyendo al fin la singularidad por vía de otra identidad inmigratoria, como si solo lo judío pudiera ser identificado del país hacia adentro en coincidencia con lo percibido desde el exterior –su tradición ilustrada, junto a una memoria luctuosa destinada a internalizarse como presente perpetuo y recargada cíclicamente por el fracaso de la pesquisa y el escándalo judicial–. La muerte de Alberto Nisman, que Josefina no vio, actualizaría la secuencia, frustrando una vez más el cierre y la reparación simbólica.

      Se hacen cargo de esa memoria un puñado de novelas que subrayan las omisiones del gusto académico. Los juegos de Josefina con el malditismo –maldito es quien “dice en voz alta verdades feas”, citando a Christian Ferrer sobre Barón Biza– se extienden a sus propias omisiones. Son páginas en las que abunda en yuxtaposiciones llenas de ironía, irritantes algunas, que avecinan en un mismo renglón a autores que, podemos imaginar, por entonces se despreciaban entre sí. El contrapunto de un orden posible emparenta al Jorge Asís de Lesca, el fascista irreductible con José Pablo Feinmann y su novela El mandato, yendo de uno al otro como quien lleva y trae, igualando al alto funcionario del menemismo en el sistema internacional con el ensayista y profesor investido como intelectual emblemático del gobierno kirchnerista. El Feinmann novelista es también el contemporáneo de Ricardo Piglia, y su primera novela, Últimos días de la víctima, fue opacada al coincidir con Respiración artificial, mientras Flores robadas en los jardines de Quilmes se imponía como best seller y encarnaba la tradición de la crónica de época, con su oralidad actualizada y poscortazariana –entre su colección de ironías, le atribuye a Feinmann “el universo Beatriz Guido”, con sus burgueses en decadencia, en un toque de sarcasmo que alcanza a ambos–. Estas páginas del artículo son un flashback directo a las polémicas de los años ochenta para liquidarlas… Son autores y relatos a los que el lectorado académico –y su propia comunidad de lectores– no habría leído así por afinidades electivas ni por la inercia de los circuitos de lectura prefijados. Asís-Feinmann, analizados en un voluntario paréntesis de neutralidad, ajenos al subrayado ideológico de la toma de posición, gracias a que ha dejado de regir la oposición política-literatura. El efecto es liberador, repone las obras, amplía el debate sin dejar de recordar la historia de esos debates.

      Antes de todas estas maniobras, Ludmer ha tenido que desactivar la prerrogativa del juicio para determinar qué es “buena” o “mala” literatura. Se trata de un giro de la razón crítica y sus protocolos –obligándose a sí misma, incluso descartando el gusto personal, según dice, ¿para sentirse más contemporánea?–. Ha dejado atrás el tejido “literario” como pertinencia de lo que merece ser apreciado devaluándolo como “culturoso”–un etiquetado que emplea con ánimo de “desenmascaramiento” y que causó y causa irritación–. Porque, ¿no sería esa densidad referencial “literaria” una de las características aún perdurables de la literatura argentina? Es indudable que esta característica, todavía observable, es la que más rápido ha perdido su masa crítica de lectores –en el sentido de una cantidad “necesaria” o funcional para cierto consenso de lectura–. ¿Pero basta ese rasgo para indicar que pertenecen a un pasado anacrónico, que excluiría a esas obras de participar en la fábrica de presente? ¿Por qué no interpretarla como resistencia a la homogeneidad del presente? Por otra parte, ¿cómo es leído –y eventualmente traducido– ese rasgo en otras latitudes, dentro


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