Aquí América Latina. Josefina Ludmer
está sucediendo y recorre estas piezas como una corriente subterránea: la certeza sobre el devenir de las ciudades está consumándose en esos precisos años, el mundo duplicado en la web (“desrealidad real que crea un mundo segundo llamado virtual, sin tiempo ni espesor ni resistencia, donde cada uno puede estar a la vez en todas partes y por lo tanto en ninguna”). Es allí, en la innovación tecnológica y en el mercado, que se aloja la única forma utópica con la autoconfianza y la agresividad necesarias para materializarse. Y es la caracterización que hoy se cumple, en ocasiones del modo más destructivo. En estos últimos años parece irrefutable que identificar utopía e innovación es un fósil de la velocidad de los avances, una de las ilusiones y optimismos de los precursores, clausurados al final del siglo XX. Ludmer escribe estos artículos durante el ciclo del gran salto en la convergencia tecnológica, que entre la masificación de Facebook, alrededor del año 2000, y el primer smartphone Android popular, en 2008, cambiará el mundo tal como lo habíamos conocido, extendiendo a millones la experiencia de producir y distribuir realidadficción. Toda forma de narrativa, tanto la literatura como la producción audiovisual, verá amplificada y redireccionada su distribución –con cuotas de autonomía ilusorias–, llevando la experiencia del tiempo hasta el vértigo. En la práctica, las revistas culturales y los medios gráficos, que tradicionalmente obraban como mediadores entre libros y audiencias, se convertirán en productores de contenido para los buscadores digitales. Ludmer no los menciona porque están ocurriendo en el mismo período de su revisión, pero parece darlos por sentado al anticipar sus efectos. Escribe y piensa la narrativa justamente en ese compás de giro decisivo, cuando las megaempresas tecnológicas pondrán a punto los dispositivos que harán migrar las palabras del papel a la fibra óptica, convirtiendo la tinta en luz, en esa estrecha pasarela de tiempo en que los buscadores todavía no se han monetizado por completo. Comparada con el régimen actual, esa década todavía pertenece al ciclo utópico de idilio entre Internet y sus usuarios.
El desafío de Josefina consistía en cartografiar los pasos de corte, radicales por su velocidad y extrañeza. En sus postulados, vibran el sinceramiento de cierto hartazgo personal y la búsqueda de una autenticidad renacida y juvenil, como cuando se pregunta si habrá novelas antinacionales en la literatura argentina que no hemos sabido leer, por simple desatención o comodidad. En esa breve biblioteca, podríamos incluir hoy algunos libros disidentes, entre ellos, Oración, de María Moreno, Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, y La dificultad, de Tomás Abraham.
“Hoy vivimos una transformación de la experiencia del tiempo”, escribe al comienzo del libro. En su diario del sabático, en una entrada de noviembre, la descripción de esa nueva textura temporal, cuando “los días se superponen, las mañanas y las noches se fusionan y los órdenes temporales de las ficciones se fracturan en miles de imágenes y palabras en movimiento que entran en conexiones múltiples con otras miles de imágenes en todo tipo de espectáculos y acontecimientos públicos del 2000 en Buenos Aires”. Con los años, no me cabe duda de que Josefina intuyó el paisaje viral; este se desencadenaría con la masificación del smartphone. Por empezar, por primera vez para la humanidad, la ubicuidad se ha materializado, de modo que la palabra aquí, el aquí del título, el que anclaba la palabra, se ha vuelto un dato móvil.
Es por eso también que el libro tuvo lecturas defensivas, bajo el signo de las literaturas nacionales amenazadas –el aquí como ancla de la voz y los relatos–. Reproches particulares despertó el empleo recurrente del prefijo post, para indicar ese tiempo inestable que sigue a la posmodernidad; como en todos los casos, el llamado postismo es empleado como fórmula subsidiaria de su original, para nombrar lo que aún no tiene nombre y está levando mientras se lo describe, tomado en su dimensión histórica pero ocurriendo en tiempo real.
El libro tuvo algunas críticas de tono muy ácido. Entre ellas, Miguel Dalmaroni, en Bazar Americano, objetó que sacara conclusiones generalizadoras a partir de una antología personal, poco representativa de la diversidad de las ficciones latinoamericanas; en otras palabras, por desestimar los respectivos panoramas nacionales, cuando estos son lo que la especulación busca liquidar. En 2010, el libro fue juzgado en algunos casos en el contexto de creciente polarización política. A la fecha de edición, faltaban todavía tres años para que la palabra grieta fuera pronunciada, y ella toma el concepto de “gran división” en buena medida de Andreas Huyssen y en relación con la memoria, incluso ligada al territorio. Pero se le reprochó no valorar positivamente la ola de cambios antiliberales en la región, exigiéndole, en otras palabras, un pronunciamiento político acerca del proceso chavista: lo regional se ha convertido en un asunto partidario. Josefina mantuvo su distancia de reserva, una posición neutra, en el sentido de convivencia que le da Barthes, que no queda anulado por la postautonomía. Nadie está obligado a opinar. Josefina Ludmer no necesitaba ser desenmascarada.
La lectura de Sandra Contreras, por el contrario, valoró aspectos del libro que, entendemos, son su motor: el rechazo visceral a sentir melancolía por una ficción que ya se encaminaba a dar un vuelco. (Cierto, melancólico era una palabra que Josefina empleaba con frecuencia y siempre en sentido peyorativo; al igual que antiguo o adorniano, en el sentido de apegado a la alta cultura, integraba su glosario de adjetivos lapidarios. También en esto hay un gesto de cruzar las generaciones). Otra sugerencia de Contreras fue uno de los aspectos deliciosos de la personalidad chinesca: la curiosidad a toda costa.
Josefina
Ludmer ejerció la perspectiva de género no solo en ensayos como “Las tretas del débil”, sobre Sor Juana Inés de la Cruz. Al mismo tiempo, apreciaba sin reserva a sus maestros de la universidad, a Tulio Halperín Donghi y a Ramón Alcalde (con quien se casó y tuvo a su hijo). A veces reivindicaba haberlo aprendido todo de David Viñas, quizá el último caudillo intelectual argentino, a quien el feminismo hoy podría plantear severos pies de página. En sus memorias, La comedia literaria, el catedrático peruano Julio Ortega, quien tan cerca estuvo en sus años en Yale, la evocó “entrecerrando los ojos, con una sonrisa china, de distancia dramática y complicidad irónica. Desconfiaba de las mitologías de origen”.
Josefina portó ese apodo desde la infancia por su peculiar manera de achinar los ojos al reírse –y se reía muy a menudo y con malicia–. China, esa identidad ambigua, de doble faz, vernácula y global, ese orientalismo telúrico, a la vez tradicional y siempre en armas. Trabajó y maniobró en el interior de los complejos relatos patrióticos con un gesto de olímpica autarquía y, aun así, no sin cierto sesgo de sobreviviente, propio de una generación que llegó a inmolarse.
Me tienta evocarla en los años en que volvió a vivir en Buenos Aires, recordar el gesto chinesco, una mueca de los ojos, y releer al calor de su biografía las astucias de su imaginación crítica, que tomaba los riesgos y las aventuras interpretativas como la mejor razón para ejercerlas. Ante cada prefijo post, no puedo dejar de leer ese doble antes y después que significó su emigración a la detestada New Haven, “la ciudad más racista”, a su criterio, “con una de las tasas más altas de criminalidad en los Estados Unidos”, en eco de esos tonos antipatrióticos aplicado a la ciudad de acogida. Emigración condicionada y parcial, la suya, de la que volvía cada verano, hasta su regreso definitivo al país y a los afectos, que cultivaba con dedicación pero que nunca la gobernaban de manera incondicional.
El obsesivo postismo finalmente se revela como género de la despedida. En estos años de ausencia, la imagino sonriendo así ante esta intervención directa –tirando a táctica blitzkrieg– en las lecturas y debates, en el campo de batalla ampliado a la región, anticipándose a las condiciones de lectura que se impondrían por circuitos aún más serpenteantes.
Los deleites de la patria, a los que no era insensible, rara vez se le presentaban de un modo simple o directo. Prefirió el albedrío que le entregaba una idea de la globalización desde un ángulo emancipador. A las extorsiones y malversaciones del discurso nacional –me consta que la Guerra de Malvinas no la hizo vacilar ni por un minuto–, respondió con El género gauchesco, que tuve la fortuna de reseñar, y El cuerpo del delito, por el que tengo gran admiración. Distancia dramática y complicidad irónica.
China habría cumplido 80 años el 3 de mayo del año pasado.